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Amistades

El pegamento de la amistad

Ilustración

¿Qué hace que una amistad perdure mejor que otra? ¿Hay algo que permite prever cuánto durará el lazo que nos une? Tal vez: el autor nos lleva a través de este texto íntimo al recuerdo de viejas amistades para entender cómo el trago y los frágiles intereses a veces nos ofrecen una supuesta eternidad que dura muy poco.

—¿Y si vamos a verlo? 

Estaba empezando a despejarse el cielo cuando nos subimos al carro. Éramos cuatro. Lucho manejaba. Nicolás se sentó a su lado. Atrás, el Flaco y yo. Tomamos la avenida Santander y pronto estábamos saliendo de Manizales. Íbamos animados, cantando. La borrachera no nos dejaba ver que quizás todo podría ser diferente a como lo imaginábamos. Hoy me pregunto qué esperábamos encontrar al llegar, o por qué lo hicimos. ¿No intuimos, por un momento, lo mucho que la realidad había cambiado?

Una hora más tarde estábamos buscando el camino hacia la finca. El efecto del trago había empezado a bajar y yo me quedé dormido, lo mismo que el Flaco. Nicolás trataba de recordar cuál era la ruta. Lucho manejaba. Ni siquiera nos preocupaba que pudiera pararnos la policía.

Un principio de resaca me despertó. Ya no cantábamos como cuando empezamos el viaje; tampoco recuerdo si a esa altura había música. Para entonces, cada uno estaba metido en sus pensamientos: ¿cómo lo encontraríamos, después de un par de años? ¿Cómo lo veríamos? Los cuatro habíamos sido testigos de su lento deterioro, cada uno a su manera. Tavo había sido uno de nuestros grandes amigos, y no entendíamos —no sabíamos— en qué momento la situación se había desbordado. ¿Fue culpa del trago? ¿De experimentar luego con algunas drogas? ¿De la enfermedad? ¿De todas?

Amistades

Nicolás recordó el camino. Luego de serpentear por una carretera destapada, pronto estábamos frente al gran portón de rejas pintadas de blanco. Eran poco más de las seis de la mañana. Teníamos hambre, guayabo y una ligera angustia empezaba a invadirnos. El mayordomo nos abrió la puerta extrañado. Al parquear frente a la casa grande, de una sola planta, la mamá de Tavo salió a recibirnos. Estaba feliz de vernos; nos abrazó como si fuéramos sus propios hijos, emocionada por la visita. Nos saludamos con cordialidad, como si no fuera extraña la hora y el día que habíamos escogido para esa visita, y como si el tufo que teníamos no delatara las muchas horas que habíamos pasado bebiendo. 

—Sigan a verlo —nos dijo—. Está en el cuarto.

Tavo estaba recostado en la cama, con la cobija hasta la cintura. Tenía el pelo revuelto y ojos de recién levantado. El par de años que llevábamos sin verlo nos hizo creer que el reencuentro iba a ser una alegría para todos; la realidad, sin embargo, resultó muy distinta: Tavo parecía fuera de lugar, no sonreía ni nos miraba a los ojos. Que evadiera la mirada cuando le hablábamos revelaba su inmensa incomodidad; era su manera de indicarnos que nada debíamos estar haciendo allí.

Tratamos, en vano, de revivir el pasado reciente. Tratamos de llenar el silencio incómodo con chistes malos, que Tavo ni siquiera se esforzó por celebrar. No nos preguntó cómo estábamos, ni qué había sido de nuestra vida desde que nos graduamos: parecía haber perdido el interés.

Su madre nos rescató invitándonos a desayunar. Nos sentamos alrededor de la mesa grande ubicada en el pasillo, llena de panes, quesos, chocolate, arepas y jugo de naranja. La comida terminó de borrar el efecto del trago, que ya hace rato se había convertido en pudor. La madre de Tavo hizo lo que esperábamos de nuestro antiguo amigo: nos preguntó cómo estábamos, qué tal iban nuestras carreras, cómo estaban las respectivas familias. Tavo seguía ausente, ni siquiera quiso tocar su plato de comida. Estaba muy lejos de allí. Era otra persona y nosotros no nos habíamos dado cuenta. O no habíamos querido verlo. 

El final del desayuno dejó en evidencia que no teníamos mucho más que hacer allí. Tavo volvió a meterse en su cuarto y se acostó, dándonos la espalda. Nos despedimos sin mucho entusiasmo. Vimos la tristeza en los ojos de su madre, excusándose sin palabras. Lucho volvió a ponerse al volante, Nicolás se sentó a su lado, y el Flaco y yo volvimos atrás. Pusimos música mientras hacíamos el camino de vuelta sin decir una palabra. 

Todos sentíamos que algo se había roto.

Fue la primera vez que entendí que el licor es, muchas veces, el pegamento de ciertas amistades, y que cuando cambiamos —por los rumbos de la vida, las adicciones, la enfermedad o lo que sea— queda en evidencia que muchos de aquellos lazos son endebles. Deleznables.

Habíamos hecho el camino hasta la finca borrachos, convencidos de que no nos costaría recuperar una complicidad que había sido real hasta hacía poco tiempo, y ahora volvíamos decepcionados, abrumados por un desenlace que no esperábamos. Era cierto que el trago nos había nublado, pero también que esa vieja amistad no había estado siempre mediada por el licor: pasamos juntos catorce años, desde que éramos unos niños, y juntos también vivimos muchas de las primeras experiencias que trae la vida. Así, pues, ¿podía reducirse todo a echarle la culpa al alcohol? ¿No resultaba eso un poco simple? 

«Los amigos íntimos adquieren una enorme importancia en los primeros años de la adolescencia», explica la profesora británica Edith Hall, especialista en el mundo clásico, doctora Honoris Causa de la universidad de Atenas y autora de más de diez libros. «(…) Sin embargo, forjar esas relaciones es solo una parte de la historia; saber cuándo poner fin a una amistad íntima o, al menos, trasladarla de la esfera íntima a otra meramente social, es un dilema que tarde o temprano nos concierne a todos. Pocos somos los que llegamos a la edad mediana sin pelearnos con alguien a quien queremos, sea un padre, un hijo o un hermano. Los amigos de toda la vida pueden dejar de sernos leales de repente o empezar a aprovecharse de nosotros». 

Ese es un descubrimiento que nos cuesta aceptar cuando somos jóvenes. Idealizamos la amistad, creemos que los amigos que hacemos en la infancia serán para siempre sin tener en cuenta que el tiempo nos hace cambiar y que eso que hoy nos parecía imprescindible mañana nos resultará insignificante.

amigos

El alcohol contribuye a esa idealización: cuando estamos achispados y en compañía de amigos creemos que pasaremos el resto de la vida a su lado; por eso, apenas se acerca el fin de la etapa escolar, solemos escribir con esos términos absolutos de los que he aprendido a desconfiar: siempre estaremos juntos, nunca cambiaremos y una cantidad de promesas que el tiempo se encarga de aniquilar.

Aristóteles, el famoso filósofo griego, consideraba que el amor era un componente fundamental en la vida humana, pero enfatizaba en que había que esforzarse por cultivarlo. Por eso la amistad era una clase de amor muy importante para él. «La amistad es una virtud o algo acompañado de virtud, y, además, es lo más necesario para la vida. En efecto, sin amigos nadie querría vivir, aunque tuviera todos los otros bienes. Los amigos ayudan a los jóvenes a guardarse del error», escribe en su Ética a Nicómano.

Amistades

Aristóteles dividía la amistad en tres categorías. La primera está basada en la utilidad: un tipo de relación que nos sirve para conseguir un fin determinado y que, por esa razón, suele ser pragmática y superficial. La segunda está asentada en el placer. Y aquí es donde el filósofo nos brinda respuestas: «La amistad de los jóvenes parece existir por causa del placer; pues estos viven de acuerdo con su pasión y persiguen, sobre todo, lo que es agradable y lo presente; pero con la edad también cambia para ellos lo agradable. Por eso, los jóvenes se hacen amigos rápidamente y también dejan de serlo con facilidad, ya que la amistad cambia con el placer y tal placer cambia fácilmente», escribe.

El último tipo de amistad que Aristóteles describe es, a su vez, el más importante: el amor que se da entre personas que se esfuerzan por trabar una amistad profunda. La amistad de lo bueno, basada en la virtud y que no busca sacar ningún provecho, entre personas que la cultivan a través del tiempo, que construyen confianza y que se preocupan por el bienestar del otro. Una amistad a la que ambos le trabajan.

Quizás pocas amistades de juventud sobreviven porque, una vez tomamos caminos diferentes, empezamos a darnos cuenta de que nuestros intereses también cambian, y de que eso que antes llamaba tanto nuestra atención ahora no nos motiva más.

Tavo fue uno de mis primeros amigos. Estudiamos juntos en el colegio, nos vimos crecer el uno al otro. Con el descubrimiento del licor, cuando bordeábamos los 15 años, nuestra amistad empezó a cambiar. Y también profundizó su enfermedad. Tavo siempre había tenido comportamientos que al resto de nosotros nos parecían extraños. Una tarde, cuando aún éramos unos niños, timbró el teléfono fijo de mi casa. Yo había llegado del colegio hacía poco y estaba viendo televisión. Contesté. Era él. Nervioso, con voz de angustia, me preguntó si podía venir a mi casa. Me dijo que estaba solo y que en la suya lo estaban asustando, aunque no especificó demasiado. 

Caminó las dos cuadras largas que separaban su casa grande, de dos pisos y balcón sobre la avenida Paralela, en Manizales, de la mía, ubicada al final de una pendiente larga que desembocaba en un conjunto de edificios en ladrillo llamado Torrear.  Ese día me habló de voces que lo llamaban, de puertas que se abrían solas, de luces que se apagan y se prendían. Yo era muy joven entonces para no creerle, sin sospechar que esa historia desembocaría, con el tiempo, en un diagnóstico de esquizofrenia que acabaría condenándolo a una vida distinta a la que todos terminaríamos llevando.

Cuando empezamos a beber sentimos que los lazos entre nosotros se hicieron más fuertes. La cultura machista en la que crecimos —y que acabó condicionándonos, en diversos sentidos— nos impedía expresar nuestros sentimientos con libertad, y por eso solo bajo los efectos del trago nos sentíamos seguros de decirnos cuánto nos queríamos.

En ese Manizales de principios de los años noventa no era normal que dos hombres se expresaran cariño abiertamente; cualquier muestra de sensibilidad era vista como un símbolo de mariconería, que solo se atenuaba gracias al licor. Por eso, solo cuando empezamos a descubrir las borracheras podíamos decirnos con libertad lo que sentíamos, sin sentirnos menos machos por cursilerías que, de otro modo, habrían sido mal vistas.

Y bebíamos. Los últimos años del colegio bebíamos entre semana y los fines de semana. Bebíamos en la calle, en bares o en las casas de amigos. Bebíamos sintiéndonos adultos y experimentando, por primera vez, una libertad que no habíamos tenido. El alcohol acompañó muchos de nuestros primeros descubrimientos en materia de amor, sexo y camaradería. Pero la vida cambia, y con ella cambiamos nosotros. Y es ahí cuando descubrimos que ese pegamento del trago es endeble: si las amistades dejan de cultivarse, ya sea porque descubrimos otros intereses o nuestra vida cambia, el efecto del trago se esfuma. El equilibrio de antaño se rompe.

Poco antes de aquel episodio con Tavo en su finca, yo había cambiado de ciudad y de amigos. Me trasladé a vivir a la capital a mediados del año 2000; por primera vez dejé atrás la comodidad del hogar paterno y me instalé en el apartamento de una tía que se fue a probar suerte en Estados Unidos. Los primeros años implicaron volver a empezar y comenzar a echar raíces. En el tercer semestre de universidad conocí a tres amigos que se convertirían en mi refugio. Volví a pensar, como lo había hecho años antes, que estos amigos serían los que tendría para el resto de la vida; a fin de cuentas, había varias diferencias con los del colegio: compartíamos los mismos intereses y veíamos la vida de manera similar. 

amigos

Alejarme de la realidad que había vivido hasta entonces me permitió darme cuenta de que muchas de las actividades que realizaba con mis viejos amigos no me gustaban del todo: las cabalgatas y ferias equinas, por ejemplo, no acaban de llamarme la atención. Asistía a ellas porque era lo que hacíamos, pero el plan de fondo era tomar trago. Lo mismo pasaba con los toros. Aunque en Manizales —ciudad taurina por excelencia—, la tauromaquia sigue siendo una tradición arraigada, a mí siempre me impactó la crueldad de una práctica que muchos se empeñan en seguir llamando arte.

La amistad con estos nuevos compañeros duró el resto del tiempo que pasamos en la universidad, y se prolongó durante varios años más. Al graduarnos, uno de ellos dejó Colombia para instalarse en Estados Unidos. Para mí fue un golpe fuerte. Había logrado una amistad cercana y el hecho de perderlo se sintió como desprenderse de un pedazo de mí. El caso más extraño, sin embargo, sucedió con el amigo que, de los tres, había llegado a ser el más cercano.

Fuimos íntimos en la universidad y luego, cuando nos graduamos, seguimos teniendo esa amistad cercana. Hablábamos todos los días y compartíamos noches de tragos, incluso después de que él se casara y años más tarde yo hiciera lo mismo. Estuve ahí cuando su matrimonio se terminó, acompañándolo, y él compartió el entusiasmo cuando nació mi hijo. Lo sentí como un hermano que me había dado la vida. Y sin embargo, casi quince años más tarde, la amistad terminó de pronto. No hubo un detonante específico; empezamos a alejarnos poco a poco, quizás porque, como sucedió con las amistades del colegio, ambos empezamos a cambiar sin darnos cuenta.

No dejo de preguntarme si el hecho de que el licor permeara gran parte de esa amistad no hizo que fuera más un espejismo que una relación verdaderamente sólida. ¿Fue ese tipo de amistad que, como decía Aristóteles, estaba basada en el placer? Quizás sí: éramos jóvenes, perseguíamos todo lo que era “agradable y presente” y el paso del tiempo hizo que el cambio de nuestros intereses se impusiera sobre lo que compartíamos. No lo sé.

Es triste pensar que las amistades se acaban, pero lo única certeza que nos brinda la vida es la propia incertidumbre. Todo tiene un final: el punto es que no sabemos cuándo.

Amistades

Han pasado muchos años desde ese episodio, aquella madrugada, cuando decidimos ir a visitar a Tavo en medio de una borrachera monumental. No volví a saber de él. Lo último que escuché era que vivía en algún pueblo perdido del país al que se lo llevaron hace tantos años, y al que emigró luego toda la familia. Que el gobierno le había asignado una pensión por cuenta de su enfermedad. Que no podía someterse a un trabajo que lo estresara, así que hacía ayudas comunitarias tan solo algunas horas a la semana. No sé cómo está. No tengo idea en qué persona se ha convertido. Hoy su recuerdo se pierde en la bruma del tiempo. En el mar de todo ese alcohol que nos tomamos juntos cuando éramos jóvenes y nuestra amistad estaba sostenida por un pegamento endeble.

Martín Franco Vélez

Escritor, periodista y editor nacido en Manizales en 1981. Ha trabajado en medios como El Tiempo, Cromos, Donjuán y Soho, donde fue editor internacional. Fue becario de la Fundación Carolina en Madrid (España). Tiene dos libros publicados: La sombra de mi padre (Planeta, 2020) y Gente como nosotros (Seix Barral, 2023). Lector empedernido, evita salir de su casa si no es para jugar al tenis o comerse un helado con su hijo.

Escritor, periodista y editor nacido en Manizales en 1981. Ha trabajado en medios como El Tiempo, Cromos, Donjuán y Soho, donde fue editor internacional. Fue becario de la Fundación Carolina en Madrid (España). Tiene dos libros publicados: La sombra de mi padre (Planeta, 2020) y Gente como nosotros (Seix Barral, 2023). Lector empedernido, evita salir de su casa si no es para jugar al tenis o comerse un helado con su hijo.

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