Dos vasos de whisky
Escribir es mucho más que juntar palabras. Estas son las confesiones de un joven novelista.
e pregunto a menudo por los escritores que a los cuarenta años -o menos- tienen en su haber una obra casi tan variada como un portafolio de servicios bancarios: novelas, nouvelles, cuentos, microcuentos, anticuentos, poemas, guiones, ensayos, piezas de teatro y, por qué no, una corta novela para jóvenes. ¿Será que hay tanto para decir? Quizás sí, pero dudo que entre ese montón de papeles vayan al corazón de las cosas. A mi juicio, un buen escritor tiene dos o tres sobre las que hablar: sus padres, la guerra, un amor frustrado. Si cuenta con suerte se le aparecerán unos pocos personajes que caben perfectamente en la mesa de un restaurante y algunas escenas memorables que podrá contar con los dedos de la mano izquierda. Poco más. Un gran escritor podrá tener el doble, quizás el triple. Un genio subirá la apuesta cinco veces pero nada tan antipático como la genialidad.
Albert Cossery, escritor egipcio, murió en 2008 a los 94 años. Cuando no tenía nada que decir evitaba sacarse palabras debajo de la manga y hacerlas relucir como joyas baratas. Simplemente callaba y se sentaba a ver la gente pasar sentado en un café. Después de la Segunda Guerra Mundial se instaló en una habitación del Hotel La Louisiane, en París, donde vivió hasta el día de su muerte. Siempre se vistió de manera impecable, su único bien era un refrigerador y nada lo aterraba más que la adoración moderna por el éxito. Firmó ocho libros, entre ellos Los vagabundos del valle fértil y La casa de la muerte segura. Ninguno sobrepasa las 150 páginas. Cossery se tardaba días enteros, noches enteras, en una línea. Buscaba el tintineo secreto de las palabras, la música alegre o dolorosa que se oye cuando chocan como vasos de whisky durante un brindis, pero también una furiosa sinceridad. Buscaba algo que decir, algo que pudiera competir contra el viento o el silencio.
En el 2007 publiqué Sálvame Joe Louis, una novela con la que probé que podía llegar nadando a la otra orilla. No sé si dije algo, me gusta pensar que sí, en todo caso le puse fin y en aquel tiempo eso fue suficiente. Cinco años después estoy ante Los hermanos Cuervo, mi segunda novela, la que apenas puedo afirmar que he terminado. De la editorial todavía me piden un último empujón y no me puedo negar a pesar de haberla cargado durante todo este tiempo. Al acabar mi primera novela se me salieron un par de lágrimas, no me da vergüenza confesarlo. Al final los personajes emprendían un viaje en el que les esperaba el misterio, la muerte o el milagro. Ahora no sé si despedir a estos nuevos personajes con fuegos artificiales o a patadas. Tanto tiempo hemos vivido juntos. Como Cossery, he tratado de pulir los bordes de mi libro lo mejor que he podido pero sé que todavía me falta mucho para alcanzar un brillo cercano al suyo. O al de Onetti, o al de Bellow, o al de Oé, o al de Céline. Tendré que trabajar años para hallar una forma perfecta de insultar como las de sus personajes.
Por lo menos esta vez me tomé el trabajo de rehacer el libro tres veces sin que eso significara una derrota y no me llené de pánico ante los 23 documentos diferentes con las palabras Novela H.C en mi computador y los muchos planos con estructuras que terminé por desechar, dibujados con temblor en servilletas de lugares con nombres como El Pato Rojo o Manila. También me repuse con rapidez y sin quejarme en exceso del día en que me robaron en Bogotá una maleta en la que llevaba un cuaderno con los apuntes de dos años. Durante este tiempo luché contra mi propia pereza, mi falta de ambición, pero más allá de eso traté de darle unidad al libro, hacerlo fuerte como una roca —o por lo menos como un pan duro— sobre la que pararme, todo para vencer la inestabilidad que me rodea desde el momento en que finalicé mi primera novela.
En el último lustro he vivido en cuatro países diferentes, no porque me crea un cosmopolita o tenga dinero de sobra, nada más lejano. Ha sido así porque no me siento capaz de tener un trabajo de oficina y entonces he tenido que tirar los dados y esto es lo que me ha salido: siete habitaciones donde me he ido a dormir soltero, con novia, casado, solo, con frío, muerto del calor, aburrido, enguayabado, pensando una y otra vez en los personajes de Los hermanos Cuervo. Aquí, algunos de esos lugares: un apartamento completamente vacío en una torre de edificios en Busán, Corea del Sur. Una finca vieja, ruinosa, en Potrerito, Valle del Cauca, donde el resoplido de un caballo medio salvaje me despertaba todas las mañanas. Uno de los cuartos de una mansión estilo Tudor en Saratoga, Estados Unidos, a donde fui a parar después de ganarme una residencia literaria. Un apartaestudio en un barrio que bien podría quedar en Bogotá pero que está en Salamanca, España.
Hay una frase de mi abuela que resuena siempre en mi cabeza, una frase que me sirvió de coartada durante numerosas reuniones familiares: "Silencio de oro, palabras de plata". Finalmente después de cinco años creo que es hora de abrir la boca. Aquí están los excéntricos hermanos Cuervo, la azafata y el campeón de ciclismo que les dieron origen, el compañero de colegio que cuenta su historia y otro par de personajes que me han seguido por los sitios que mencioné, a veces con fastidio, otras con desprecio pero siempre fieles. Ahora que fue piblicado, espero que digan por lo menos una o dos cosas importantes para que yo me pueda callar algunos años y me dedique a encontrar una casa. La próxima novela, en la que ya pienso, sin duda la necesita. Cruzo lo dedos para que sea un poco más grande que la habitación donde vivió Cossery. Él nunca se casó.
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