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Tres epifanías sobre la maternidad y la ligadura de trompas

Tres epifanías sobre la maternidad y la ligadura de trompas

La decisión de hacerme una ligadura de trompas me llevó a un proceso de reflexión y cuestionamiento en torno a mi experiencia con otros métodos anticonceptivos, a mi posibilidad —o imposibilidad— de compartir la responsabilidad de la anticoncepción con mis parejas, y a la idea de que no todas las mujeres deberíamos ser madres. Aquí comparto lo que encontré en ese camino.

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ace un tiempo consideré pasar por el procedimiento de ligadura de trompas. La decisión vino como resultado de varios años de reflexión en torno al uso de métodos anticonceptivos temporales y teniendo en cuenta que desde hace por lo menos una década llegué a la conclusión de que no me atrae en absoluto la idea de tener hijos.

Hay varios motivos por los que no quiero tener hijos, pero hay dos que considero que son los principales: 1) quiero usar mis recursos —emocionales, económicos, etc.— en actividades que me permitan crecer y enriquecerme como ser humano, y no en traer más gente a un planeta que ya está superpoblado, y 2) quiero que la vida —toda, no solo la humana— tenga futuro, y para eso es esencial que la población humana deje de crecer sin control, así que lo más lógico es que yo misma no me reproduzca. No quiero ser como esas personas que piensan que el mundo está superpoblado pero que son otros (léase “los pobres”) quienes deberían dejar de reproducirse.

Como soy mujer, el hecho de no querer hijos significa que he tenido que lidiar con los efectos secundarios y las paranoias asociadas a varios métodos anticonceptivos, con la pasividad y la indiferencia de mis parejas frente al asunto, y con las opiniones —no solicitadas— de personas que piensan que no me voy a realizar como mujer si no “presto mi cuerpo para el milagro de la concepción”.

A pesar de tener claro que no quiero ser mamá, durante mucho tiempo no fui capaz de afirmarlo de manera contundente. Me imaginaba las conversaciones incómodas que tendría, tanto si decidía no ser mamá como si finalmente cambiaba de parecer —porque sé que las mujeres todavía tenemos que vivir como si le debiéramos explicaciones a alguien— y eso me pone tensa. Tenía miedo, por extraño que suene, a mis propias convicciones: a la convicción de no querer ser mamá, a decirlo en voz alta y por lo tanto comprometerme públicamente con esa idea, y tenía miedo a hacer algo drástico al respecto —como una cirugía de ligadura de trompas— para luego arrepentirme.

Pero un día tuve una doble epifanía.

1) Me di cuenta de que si paso por este procedimiento quirúrgico y después me surge una incontrolable necesidad de ser mamá (aunque lo veo poco probable), puedo adoptar. Y la adopción me parece una opción tan válida como la maternidad biológica.

2) Entendí que todo el tiempo estamos lidiando con decisiones que tomamos y de las cuales nos podemos arrepentir, y no pasa nada. La vida sigue, aprendemos a vivir con nuestras decisiones y ya está. El rollo es que la maternidad está completamente idealizada, y se nos metió en la cabeza que la única decisión importante en la vida de las mujeres es la de ser o no ser mamá. Y ese, obviamente, no es el caso.

Por alguna razón es bien visto hablar de la “magia de la maternidad”, pero me parece que no hablamos lo suficiente sobre cuántas mujeres tienen hijos por presión social, o “por si acaso”, por miedo a arrepentirse de no haberlos tenido después. Tampoco le prestamos suficiente atención a la gente que se arrepiente de haber tenido hijos, que eso también pasa. Y no nos gusta aceptar que si alguien —especialmente si es mujer— se atreve a admitir que se arrepiente de haber tenido hijos, se le crucifica públicamente por “desnaturalizada” y por “inconsciente”. A una mujer que hable de esto públicamente, la rodearían hordas indignadas preguntándole para qué tuvo hijos, y por qué no lo pensó antes, sin tener en cuenta que seguramente lo pensó antes, pero mientras lo pensaba había otras tantas personas diciéndole “pero si no tienes hijos no te vas a realizar como mujer”, o “te vas a arrepentir de no tenerlos cuando estés vieja”.

Si hay un grupo de temas frente al cual somos colectivamente hipócritas es el de la sexualidad, la reproducción, la familia y, en general, las decisiones de las mujeres.
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*   *   *

Tomé pastillas anticonceptivas recetadas por un ginecólogo, bajo la asesoría y visto bueno de mi mamá, desde los quince años, casi sin parar, hasta los treinta.

Durante unos meses en que descansé de las pastillas, descubrí que los condones se rompen, y como no tenía ni idea de cómo funcionaba mi ciclo fértil, tuve que acudir a la pastilla del día después. Sabía que era la mejor opción, pero igual me llené de pánico porque pensaba que la bomba hormonal cambiaría mi cuerpo de manera irreversible: que iba a tener un brote violento de acné o iba a subir veinte kilos. Nada de eso pasó. El anticonceptivo de emergencia cumplió su función y yo, habiendo visto de primera mano la fragilidad de los condones como método anticonceptivo, volví a las pastillas.

Por muchos años fui una usuaria feliz —me parecían lo mejor, me daban tranquilidad, seguridad, libertad— hasta que un día, hace más o menos cinco años, me cansé de saber que mi cuerpo estaba controlado por hormonas sintéticas, de no tener idea de cómo eran realmente mis ciclos menstruales (empecé a menstruar a los catorce, así que no alcancé a tener ni siquiera un año entero de ciclos “libres” antes de bloquear todo con pastillas), me cansé de preguntarme si estaba sufriendo efectos secundarios, y decidí dejarlas.

Busqué opciones. Empecé a leer sobre el método de seguimiento de fertilidad (que se hace con temperatura basal) y sobre pequeños aparatitos desarrollados en Alemania para ayudarles a las mujeres a tomar control de su fertilidad. Pero en ese entonces no conocía a nadie que lo usara, y me ponía nerviosa la idea de entregarme a un método que siempre ha sido presentado como poco confiable.

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Busqué información sobre dispositivos intrauterinos, pero el más seguro también tiene descarga hormonal, y eso era precisamente lo que quería evitar. Decidí volver a tomar pastillas, y con un solo mes de estar tomándolas sentí un cambio tan brutal en mi estado de ánimo que debí parar de nuevo porque no quería sacrificar mi bienestar de esa manera.

Después encontré una aplicación que ayuda a hacer seguimiento de fertilidad con temperatura basal, que aunque está superbién desarrollada y cuenta con estudios de seguimiento con miles de mujeres que han usado este método de manera eficaz para prevenir el embarazo, siempre me generó algo de desconfianza, así que mi vida sexual tuvo una desagradable dosis de paranoia durante más o menos cuatro años. Paranoia que era solo mía, porque nunca sentí que la responsabilidad de la planificación familiar fuera compartida con mis parejas. Sentí —y creo que muchas mujeres pueden sentirse identificadas con esto— que si yo no quería quedar en embarazo entonces tenía que asumir toda la responsabilidad, encargarme de todos los gastos y asumir todos los efectos secundarios.

Para ilustrar mejor el tema de la responsabilidad (especialmente para los hombres que puedan estar leyendo esto) creo que vale la pena contar una anécdota: una vez, hace muchos años, tenía que comprar pastillas anticonceptivas y no tenía plata, entonces las pagó el que en ese entonces era mi novio. Unos días después me las cobró. Y yo le pagué, porque en el fondo sentía que sí, que las pastillas eran mi responsabilidad, aunque él evidentemente se beneficiaba tanto como yo del hecho de que yo las tomara y sin tener que aguantar ninguno de los efectos adversos.

Ahora pienso que si pudiera viajar en el tiempo iría a ese día —en el que dicho exnovio me cobró la plata de los anticonceptivos que nos beneficiaban a los dos pero solo me perjudicaban a mí—, compraría un paquete de pastillas anticonceptivas y se las metería una por una en la boca.

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Mi novio actual, con quien estoy hace más o menos siete años (y con quien quiero creer que estaré por el resto de mi vida), y que es consciente de la importancia de asumir la planificación familiar como una responsabilidad compartida, tampoco quiere tener hijos, así que un método definitivo tiene mucho sentido para los dos. De hecho, él fue el primero en plantear el tema, cuando en medio de una conversación en la que yo le contaba mis conflictos con los anticonceptivos hormonales, dijo de manera muy tranquila: “Yo me puedo hacer la vasectomía”.

La propuesta me tomó por sorpresa. Por un lado, porque, como ya he dicho, siempre he sentido que el peso de la responsabilidad de la anticoncepción estaba siempre en mis hombros. Por otro, porque no estábamos hablando de tomar una pastilla “y ya”, sino de un procedimiento quirúrgico definitivo, al que muchos hombres se resisten por temor a que afecte su cuerpo y su sexualidad. O, dicho en otras palabras, por miedo a asumir lo que las mujeres venimos asumiendo desde hace décadas.

Y bueno, igual es entendible. Hay muchos mitos en torno a la vasectomía. Por eso, hicimos averiguaciones para entender mejor en qué consistía y cuáles eran los beneficios y los riesgos. Yo empecé a buscar información en internet sobre el procedimiento, los cuidados, la recuperación y los posibles efectos secundarios. Él empezó a hacer el proceso en Profamilia para programar la cita de revisión y la cirugía. Varias cosas pasaron en esos días (de trabajo, nervios, tensiones entre los dos, etc.), y finalmente él decidió que no era el momento para hacerlo y que iba a esperar. A mí me pareció comprensible y no insistí, porque pienso que cada quien tiene derecho a hacer con su cuerpo lo que quiera, y a tomarse el tiempo que necesite para sus decisiones. Sin embargo, debo confesar que en el fondo me quedó una espinita, un “otra vez tengo que asumir yo toda la responsabilidad”.



Empecé a plantearme, de nuevo, y esta vez más seriamente, la idea de hacerme la ligadura de trompas. No quería volver a planificar con los métodos hormonales, ni seguir con un método con el cual no me sentía totalmente segura, y tampoco quería esperar indefinidamente a que mi novio se interesara de nuevo por la idea de la vasectomía. Quería hacer lo que ya había estado acostumbrada a hacer: tomar el asunto en mis manos y resolverlo en mi propio cuerpo, sin esperar permiso ni apoyo de nadie.

No sabía de ninguna mujer cercana que se hubiera sometido a ese procedimiento y eso me ponía más nerviosa, porque no conocía la experiencia directa de nadie. Sin embargo un día, en medio de una conversación sobre sostenibilidad, terminé hablando con dos mujeres que se hicieron la operación de ligadura de trompas y me dijeron lo que yo ya intuía: que era la mejor decisión que habían tomado en sus vidas.

Me contaron su experiencia y yo empecé a emocionarme con la idea. Comencé a verlo como un acto de liberación y hasta de rebeldía. Me parecía genial, además, pensar que podía compartir mi experiencia, que podría ser útil e inspiradora para otras mujeres que no se han planteado esta opción por miedo al procedimiento, al qué dirán, o —como me pasaba a mí— a sus propias certezas frente a la decisión de no ser madres. Empecé a ver la ligadura no solo como una cirugía para resolver un asunto personal, sino casi como una manifestación de activismo feminista.

Tuve la cita de revisión en Profamilia, que es el lugar al que debía acudir, por convenio con mi EPS, para hacer valer mi derecho a una esterilización gratuita (Ley 1412 del 19 de octubre de 2010). Hice muchas preguntas sobre el procedimiento: ¿Cuánto tiempo se tarda? ¿En qué consiste? ¿Me van a poner anestesia general? ¿Me va a doler? ¿En cuánto tiempo me voy a recuperar? ¿Va a afectar mis ciclos hormonales, mi sexualidad?



Me explicaron que era algo sencillo, que se hacía bajo sedación general, que llenarían mi abdomen de gas para poder hacer una cirugía laparoscópica por medio de una incisión ínfima debajo del ombligo, que iba a sentir algo de molestia después de la cirugía, pero que en un par de días estaría “como nueva”. Que no afectaría mi ciclo hormonal ni mi sexualidad.

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Programé la cirugía. Fue muy fácil y rápido, me pidieron datos básicos, me preguntaron si tenía hijos y —aunque pensé que iba a pasar, porque sé de mujeres que se han enfrentado a eso en otros contextos— no me pusieron trabas absurdas ni pusieron en duda mi salud mental por la decisión de no ser madre. Estaba tranquila y contenta, pero igual me sentía inquieta y seguí leyendo, buscando información sobre efectos secundarios, cuidados, recomendaciones.

A pesar de mi convicción y mi emoción por haber tomado por fin el asunto en mis manos, me frustraba un poco ver en blogs personales o la web de Planned Parenthood (la organización líder en servicios de planificación familiar en Estados Unidos) cómo repetían que si se trata de una decisión que se toma como pareja es preferible la vasectomía, pues es un procedimiento más sencillo, con menos riesgos, y con una recuperación mucho más rápida.

Y pues es que realmente ese es el caso, como me lo confirmó Adriana Ramírez, ginecobstetra adscrita a Colsanitas: la ventaja de la vasectomía es que se hace con anestesia local, la incapacidad médica es de 24 horas y no requiere puntos de sutura, mientras que la ligadura de trompas —independientemente de la técnica que se use, que hay varias— requiere de sedación general y tiene un proceso de recuperación más lento. Así que, realmente, para quienes están tomando la decisión en pareja, la vasectomía tiene mucho más sentido.

En fin. Yo seguí con mi plan. Decidí confiar en toda la información que encontré, que afirma que sí, que la ligadura es más compleja que la vasectomía, pero que sigue siendo una intervención muy segura.

El rollo es que es una cirugía de la que se habla muy muy poco, y algunos conocen malas experiencias de alguien que se hizo la ligadura de trompas hace quince años, cuando la tecnología disponible era otra. De las buenas experiencias no oímos nada, porque este es uno de esos temas sobre los que parece que no se debe hablar, así que es raro ver que una mujer ande por ahí contando abiertamente lo feliz que se siente de poder tener sexo con un hombre (o con muchos) libre de paranoia por un posible embarazo no deseado (posiblemente con paranoia de ETS, pero ese es tema para otro momento).

Me gustó pensar que mi experiencia podría servir para despejar algunos de esos temores, y que la mía podría ser una de las voces que rompa de a poquito ese silencio tan dañino que hay en torno a la decisión de ser mujer sin necesidad de ser mamá.

*   *   *

A una semana de la fecha programada para la intervención, mi novio me preguntó si yo me haría la ligadura aunque él se hiciera la vasectomía. Le dije que no, que con que uno de los dos se hiciera la intervención me parecía suficiente (mi nivel de paranoia en torno al embarazo es alto, pero tampoco tanto). Me dijo que había decidido hacerse la vasectomía, así que entonces, si quería, podía cancelar mi cirugía.

Le pregunté a qué se debía el cambio de planes, y me dijo que había estado leyendo sobre la ligadura de trompas, que sabía que la vasectomía era un procedimiento mucho más sencillo, que los dos queremos lo mismo, y que si él puede hacer algo sencillo para ahorrarme a mí un procedimiento más complejo, pues por qué no hacerlo. Yo quedé medio confundida: por un lado, contenta por ver que él se preocupó por mi salud y mi bienestar; por otro lado, con la sensación de que si aceptaba ese cambio de planes, iba a traicionar mi pequeña manifestación personal de activismo feminista.

Cancelé la cirugía, pero durante unos días más me estuvo dando vueltas la misma inquietud en la cabeza: ¿Dónde quedaba mi manifestación de activismo?

Y ahí llegó la tercera epifanía, y la que le da el cierre a esta historia: tengo un novio con el que he formado una familia, la decisión de no reproducirnos es de los dos, y yo, que siempre me sentí sola con el peso de la anticoncepción, estoy ahora acompañada de un hombre que no quiere que esa carga sea solo mía.

Lo que más me gustaba de la idea de hacerme la ligadura de trompas era la certeza de que estaba tomando una decisión que me hacía sentir más fuerte y más libre, y también la posibilidad de compartir esa experiencia con otras personas. Ahora, viéndolo desde esta nueva perspectiva, siento que la vasectomía de mi novio es también de alguna manera mía. Que nos acompañamos y así somos más fuertes, y que en ese apoyo mutuo somos los dos más libres.

Mi manifestación personal de activismo feminista ya no es solo mía, la estamos haciendo los dos, como familia. El peso no lo tengo que seguir llevando sola, y estoy convencida de que esa es una experiencia que también vale la pena compartir. 

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