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Carta de amor a Andrés Caicedo

Carta de amor a Andrés Caicedo

El autor de ‘¡Qué viva la música!’ murió hace casi cincuenta años. No había cumplido los 26. Su obra, como él, es eternamente joven y le ha hablado al oído a los jóvenes de una generación tras otra a lo largo de cinco décadas. Esta emotiva carta expresa un sentimiento que muchos compartimos.

separadorBCNK home Walter Mercado

Andrés,

De estar vivo ya habrías superado en edad a mi padre y, sin embargo, no podré jamás referirme a ti con el apelativo de señor. Hay algo en ti que te hace eternamente joven y no son solo esas fotos que te sobreviven en las que sonríes, limpio el rostro de tu espesa melena, mientras sujetas una Póker helada como brindando para la eternidad. Es, más bien, esa forma despreocupada y consciente de fijar en el texto y el tiempo las maneras de tus coetáneos. De esos jóvenes que, como tú, recibieron la idea de un Verano del amor trasnochada y caduca tras los disturbios de Albuquerque, que llenaron los cines de Cali ávidos de historias de rebeldes y pandilleros, que se enamoraron y desilusionaron en una ciudad envuelta en el aire sofocante y vertiginoso de la modernidad para recibir los Juegos Panamericanos de 1971. Los mismos que ese mismo año prendieron, el 26 de febrero, la ciudad de la Quince pa’ arriba, dejando atrás los cadáveres de jóvenes con los sueños aplastados a culatazos. 

Creo que uno recuerda a quien le impactó de inmediato y fija en su memoria la estampa que ostentaba en su primer encuentro. A ti te recuerdo por esa imagen ñoña que algún editor de Norma escogió a mala hora como portada de Angelitos empantanados, novela póstuma que no viste en tinta, pero a la que le dedicaste el afecto que correspondió a cada uno de tus textos. Con trece años me hirió tu prosa y no pude soltar las páginas que aburrían a mis compañeros, conforme el joven profesor trataba de guiarnos a través de esa forma tan tuya de nombrar las cosas, esa inocencia tan dolorosa de no creer merecer un beso sin antes decirle a la persona que aprendimos a amar a la distancia toda una retahíla de palabras bonitas: “Unicornio, salvavidas, pasto seco, valle mundo, penitencia, medicina, tren nocturno, mediodía, Nevada Smith, páramo, tránsito, tierra de desolación, niños que ven al hombre que camina y le gritan caminante, chotacabra, ojos que no ven corazón que no siente, luna, racimo de lunas, rayito de luna, selva dormida, dolores y males sin nombre, reliquia de un mundo olvidado, condición de melancolía, oscuro y clarito, héroes sin gloria (...)”. 

Busqué ese amor ingenuo en las fiestas de mi adolescencia ya signadas por la fatalidad del alcohol y el humo, los dulces amargos de colores, las bolsas de crujidos que se repartían en los baños bajo las escaleras de las casas antiguas. Perdí los días copiando esa manera tan pura de tu pluma, esa tranquilidad con la que tus dedos parecían deslizarse sobre una máquina de escribir creando una música como de timbales misteriosa en la penumbra de tu habitación abierta hacia la noche oscura y fresca de la capital del Valle del Cauca. Pero extravié el rumbo jugando a replicar a tus héroes y villanos en una adolescencia prolongada de la que solo entendí las formas del escapismo sin pararme a reflexionar sobre la condena de estar vivo, conforme todas las personas que me ofrendaron cuerpo y corazón parecían insuficientes frente a tu angelical Angelita y mis manos olvidaban el tacto vegetal del lápiz que otrora copiaba tus formas y buscaba entre renglones encontrar la fantasía nocturna que proyectabas sobre tu propio infierno vital. 

La historia, Andrés, es injusta. O bien te convierte en un ícono irreal para la vergüenza de tus vanidades, o te condena al papel de un villano que no puede explicar sus razones. Aún hoy, quince años después, me hierve la sangre ese horrible retrato que hiciera de ti Pilar Quintana. Me pregunto qué habrías sentido al leerlo. ¿Habrías aprendido ya a reírte de ti mismo o tartamudearías una respuesta nerviosa para bajar luego la mirada al suelo? No entiendo qué rencor tan intenso puede tener alguien para hablar de una manera tan displicente y arrogante. “No sería una leyenda, eso es seguro. Andrés Caicedo no es grande por su literatura, le faltaba madurez, profundidad, le faltaba construir, le sobraba provincialismo. Andrés Caicedo es grande porque se mató”, escribe la autora en una columna que todos parecen haber olvidado.

A mí aún me duele leer esas palabras, Andrés, como me dolió cuando las leí terminando el bachillerato, del que me gradué con sobresaliente en pegar porros, capar clase y sisar libros de la enorme colección de lomos empolvados de una biblioteca casi centenaria. Reprobé, eso sí, la asignatura de danza puberta y comí pavo en cada fiesta a la que me invitaban. O a la que me colaba aburrido en una noche larga y asfixiante. ¿Qué importa, al fin, si tenía esas palabras tuyas para el deshielo del alma, para esos amores que dejaban marcas en el corazón, pero también en la piel grasosa y hormonada de los años juveniles? Porque fuiste constante, Andrés, en mi colección de desvelos, despedidas y dolores. Porque allí estuviste, con esa cadencia propia de ese acento que amo y que imagino acelerado y frenético, como el caudal del Pance desbocado en el que Manolín Camacho y Alfredo Campos buscaron la muerte entrelazados en las páginas de del cuento al que consideraste tu obra maestra.  

Ya soy más viejo que tú cuando decidiste quitar la aguja del disco de tu vida y sumir en el silencio una casa repleta de canciones. He crecido contigo al lado y jugué al vanidoso ejercicio del poeta cuando despuntaba una pubertad rebelde y obtusa, adelantando luego los primeros semestres de Literatura. En la universidad quisieron enseñarme que tu obra apenas era un simulacro, ejercicios precoces de alguien que pudo aspirar a ser relevante, acaso sobresaliente, si solo hubiera mantenido un poco más de tiempo la calma. Después me encontré con simpatizantes de tu camino y odié a cada uno de ellos por representar el estereotipo del bohemio trasnochado y rencoroso. Los odié al verme reflejado en ellos mientras las nubes de humo se confundían con nuestras conversaciones cargadas de pretensiones y prejuicios.

Ninguno de nosotros cambió el mundo, Andrés. Pero a ti te seguimos recordando. Leí con emoción tu obra y creo que puedo decirte que no entendí a Dante ni a Cervantes, ni la María de Isaacs, y que me aburre la obra de Quintana. Ahora escribo sobre literatura, a veces, y ejerzo como literato, a veces. También, a veces, dicen que lo hago bien. Pero yo no lo creo. ¿Lo creíste tú? ¿Lo sabías? ¿Sabías que te convertirías en historia para el hartazgo de algunas y la alegría de otros tantos, otros miles, decenas de miles de adolescentes y jóvenes adultos, también adultos, vida cruel –no es duro admitirlo–, que volvemos a tus páginas como vuelve el borracho al bolero que le hiere sus ausencias? ¿Intuías que, a pesar de que nada cambiaría, lo haríamos quienes te leyéramos? Andrés, debiste sospecharlo. Quizás una brizna de esperanza sobrevivió a tu partida, cuando ese cuerpo flaco que actuaba de soldado en las películas de tus amigos y bailaba salsa en las noches ardientes de una ciudad hecha de soles y sones se iba volviendo vómito y carne estática. Y tu nombre, tu pecho y tus historias se volvieron materia descompuesta, blanca calavera. Silencio. 

Supongo que quería decirte que siempre me has salvado, aún cuando languidezco y me hago viejo, sabiendo que este cuarto en el que escribo es prestado e imposible de adquirir toda vez que me gano o rebusco la vida escribiendo, mientras los amigos del barrio, del colegio, de las grescas concertadas con elegancia militar en la adolescencia lejana de barrios y pandillas se casan con sus Angelitas, sus Patricias lindas, hasta sus monas redimidas y devueltas a su condición burguesa y yo me encuentro solo, tan solo, carajo, entre tus páginas que se deshacen bajo el sudor y el tiempo y que aún conmueven, arden y salvan. Andrés, volví a ti en la noche del deshielo, tras la llamada definitiva que clausuró una relación que nunca comenzó con una coetánea tuya, a quien hubiera podido amar si el tiempo, la distancia y mis inseguridades no hubieran torcido una partida extendida en la que la vida insiste en repartir una mano de mierda: llena de corazones y de espadas, pero todos los naipes de baja denominación.  

Qué putada que te hayas muerto. Qué putada que no pudieras más con este guaguancó de adioses y despedidas, de fiestas y abrazos, de películas y antologías de Allan Poe, al que otros han llamado vida. Tu cuerpo es hoy abono del pasto yaraguá y tus historias siempre estarán vivas, aunadas a las ramas frondosas de los palos de mango para caernos del cielo y sorprendernos. O volvernos mierda la cabeza. Porque, a casi medio siglo de tu partida, siguen rompiéndose corazones como vasos borrachos en las noches de las ciudades. Y sobrevive también el anhelo de que nos reconozcan desde lejos, de “que la gente chévere lo vea venir a uno y que digan allá viene, caminando de frescura, y se expresa con el fuego”. Aunque sea una mentira esa seguridad. Aunque esa sonrisa esté pintada con maquillaje de payaso que no soporta el asedio del irremediable sol caleño. Entonces solo tú y yo sabríamos la verdad de mi tristeza. Pero eso ya no importa. 

Gracias por tanto.

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Ignacio Mayorga Alzate

Literato e historiador del arte, selector de vinilos y periodista cultural. Aprendió a leer en silencio para que no se lo llevara el Diablo. Fanático de lo periférico, lo terrorífico y lo sangriento. Escribe frases largas y párrafos extensos. No muestra su rostro en video.

Literato e historiador del arte, selector de vinilos y periodista cultural. Aprendió a leer en silencio para que no se lo llevara el Diablo. Fanático de lo periférico, lo terrorífico y lo sangriento. Escribe frases largas y párrafos extensos. No muestra su rostro en video.

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