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Adiós, papá. Ya no te nombro

Adiós, papá. Ya no te nombro

Ilustración

El nombre nos es dado como un capricho de los padres para adosar los genes. El apellido nos es socialmente impuesto, como una herencia forzosa. La autora renuncia al de su padre y comienza de nuevo –ahora Yepes– llevando en su nombre a sus muchas madres.

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Y pensé que yo también quería, ahí afuera, un nombre para mí.
–Dolores Reyes

Ahora para mayor eficacia hay una contestadora automática en la que mi voz dice papi no está, deje su mensaje después del beep.
–Rita Indiana
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E

n el puesto de adelante de un carro que no reconozco está mi papá. Lleva colgada en el cuello una cadena de oro de un centímetro de espesor y está usando una camisa a cuadros. Yo voy en el puesto de atrás. No me doy cuenta de si el carro está quieto o se está moviendo o si hay alguien más, pero mi papá no me mira, lo que sí hace es cantar un pedazo de la canción Allá en el rancho grande de Pedro Infante. Allá en el rancho grande/ allá donde vivía/ había una rancherita/ que alegre me decía/ que alegre me decía./ Te voy a hacer tus calzones/ como los que usa un ranchero/ te los comienzo de lana/ y te los acabo de cuero. No sé si esta imagen es real o es un pedazo de un sueño que tenía de pequeña, pero ante la carencia, ante no tener más que pocos y mediocres recuerdos de su existencia, lo hice parte de ese listado corto de encuentros.

En mi memoria, tan solo tres recuerdos más.

En Presto, esa hamburguesería enorme en la que muchos niños de Medellín tuvieron su fiesta de cumpleaños, iba a una celebración y al encuentro con un desconocido: él.

En el salón social de una unidad en Envigado. Alguien dijo que yo era su hija y yo no supe decir que no.

En una cafetería de la carretera que une a Medellín con el Oriente. Me vio, se levantó de la mesa y se fue. No lo vi más. O sí, en fotos de chat, de esa vez que quise conversar, ver si él también lo llamaba abandono, reconocer en su cara si el tiempo había borrado la culpa y había renombrado el acto de dejar a un bebé sin padre, si alguna vez hubo culpa: “Imposible verte mañana”, dijo.

Tal vez tendría más recuerdos si la máquina de almacenar momentos no iniciara a los tres años, sino mucho antes. Si hubiera tenido la memoria activada el día que nací tal vez me sería más fácil. Pero él se fue cuando tenía un año y medio y aún no podía recordar; se fue por los mismos días que mamá, Mónica Patricia Yepes Cuartas, murió por un cáncer doloroso, y por los mismos días que mis otras mamás: mi abuela Luz Amparo Cuartas de Yepes y mi tía Luz Marina Yepes Cuartas, decidieron que no hacía falta nadie más que nosotras. Que nos bastábamos.

Los recuerdos, claro, son diferentes a la presencia, al pensamiento. Quiero decir con esto que sí estuvo ahí, cada vez que pronunciaba mi nombre atado a ese apellido inerte. “El apellido de mi padre no existe./Tierra baldía/ donde nunca creció el amor./el apellido de mi padre,/como él/está muerto”, escribió la editora y poeta Camila Builes.

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El apellido es, finalmente, una marca no tan sutil que devela nuestra procedencia. Antes de la Edad Media, cuando los seres humanos aún nos organizábamos en pequeños grupos, no era necesaria tal distinción, pero luego llegaron los asentamientos más complejos en los que los apellidos se convirtieron en necesarios para que nos diferenciáramos los unos de los otros. Muchas veces el apellido hacía referencia al lugar de origen, como Don Quijote de La Mancha; y a veces a una extensión del oficio, como el Herrera o el Guerrero.

Durante la Colonia, cuando los esclavos llegaban a lo que en ese momento fue la provincia de la Nueva Granada, les eran impuestos apellidos como Viáfara, Carabalí o Mina, que hablan de lugares de África; ese nombramiento, aunque impuesto, se convirtió en el único vínculo posible con su tierra. Los apellidos son como la punta de una madeja que enrolla genealogías y tránsitos.

En el relato que hace la escritora norteamericana Madeline Miller en su novela Circe, cuando esta hechicera llega a la isla de Eea, el lugar de exilio que le pusieron como castigo por usar sus poderes, lo primero que hace es dar una ojeada: “Fue el bosque lo que me llamó la atención. Los árboles eran viejos; robles, tilos y olivos nudosos por entre los que se alzaba algún ciprés como una lanza hacia el cielo. Era de ahí de donde provenía ese aroma verde y fresco que ascendía hasta la herbosa loma”. Sintió curiosidad con algo de vértigo, pero reconoció que no había otro lugar, que ese sería el suyo desde ahora y para siempre. Entonces se dijo: “sí, ve, no hay peligro”, y exploró cada esquina. Entro a mi nuevo nombre con una curiosidad similar. Siento un temblor, una luz desconocida, pero sé que no hay otro lugar y que no hay más peligro.

Recuerdo el día que hice mi primera firma: estaba con un amigo en el tercer piso de un bar oscuro y él criticó que yo no tuviera una, que solo escribiera mi nombre con letras corrientes cuando había una línea sobre la cual debía testificar que era yo. Entonces sacamos papel y una linterna y di con una firma: mi nombre y las iniciales de Uribe y de Yepes escritas con más curvas de las necesarias. No hace mucho, cuando ya había decidido no llevar más mi primer apellido, me puse a rayar de nuevo una firma para remover la U, ahora vana. Ese día –en el que también cambié mi nombre de las redes sociales y me creé un correo nuevo–, supe: que se borre completa la huella de quien decidió que lo único posible era llenar de lodo espeso el camino que había entre ambos. Mi cambio es también un reconocimiento, un abrazo a la niña que fui, al dolor anidado en ella producto de la ausencia, una manera de decirle que aquí estoy yo, con más herramientas. Que yo me hago cargo. Cambio el abandono por la seguridad enorme de tenerme.

La escritora colombiana Catalina Navas lo escribió primero y más simple en Correr la tierra, un libro en el que también explora cómo quitar ese apellido que sobra: “Nos vamos a morir sin saber nada del otro (...). Habría querido que mi papá estuviera a la altura del nombre que me había dado y lo hubiera pronunciado todos los días de su vida”. Mi papá tampoco lo hizo. En cambio: no te quiero ver, no quiero saber quién eres, no quiero que nada me una a ti más que la sangre silente, sin memoria. Hoy, entonces, escucho sus certezas y me acojo a ellas y con esto me despido. Adiós papá, ya no te espero. Me renombro.

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Vivo en 40 metros cuadrados y a fuerza de habitar un apartamento mínimo he aprendido a dejar afuera lo que no necesito. No tengo nada que no utilice. Me despido rápido de libros que sé que no voy a leer, cada tanto dejo en mejores manos ropa que no se ha desdoblado en meses y no hay mercado de más. Las macetas en las que murió algo las dejo en casas de amigos para que ellos les pongan vida de nuevo. Hago retos cotidianos de desprendimiento y casi siempre lo logro. ¿Por qué, entonces, vivir anclada a ese nombre secundario, inútil y ruin?

Dejar un apellido, claro, viene con una complejidad mayor. Es un desarraigo, una negación, una especie de prueba innegable de orfandad. Por eso hice esa extracción paulatina: primero me puse a la tarea de exiliar de mi cuerpo a los demonios de la búsqueda y de la espera, encontré un sonsonete que me repetía a diario y que decía en tercera persona: “No vino, no se hace preguntas sobre ti, no va a volver”. Cuando estuve segura de haber entendido la lección, busqué otras orfandades similares a la mía, otras mujeres que como yo vieran a su padre con dolor y con un afán de removerlos. Busqué referentes.

Helena Calle tenía esa noche una pijamada con unas amigas, pero decidió no ir porque su papá había prometido visitarla y recoger un regalo que ella le tenía por su cumpleaños. Él no llegó, no llamó y el regalo quedó en el mismo sitio por meses. Lo recuerda estático y empolvándose como un símbolo de su pereza y de su elección: no paternar, por lo menos no con ella. “Después entendí que no quería que estuviera relacionado conmigo y tampoco quería ser parte de su historia, pues no me parecía justo ni con mi vida ni con la de él”. Quitarse el apellido fue una manera de trazar ese límite.  

Camila Builes vivió con su papá pero “era un cuerpo en la casa que no tuvo mayor intervención o influencia sobre mi crianza”. En su desatención crecieron, en parte, las inseguridades y los dolores que todavía padece. Su apellido era para ella un lugar estéril que le impedía reconocerse con claridad y protagonismo como hija de su madre. Dice que ahora, que firma con el que legalmente es su segundo apellido, siente cierta libertad, como si hubiera dejado un peso muerto a la vera del camino.

Las escuché a ellas y luego construí un nuevo deseo: quiero un nombre fértil, un nombre que hable del amor y que no guarde residuos. No quiero firmar con partes removibles. Quiero un pulso firme al escribir mi nombre. El mismo pulso que tuvo mi abuela cuando a sus 54 años firmó un documento que decía que ante la muerte de su hija, mi madre, me iba a acompañar todos los días. Quiero el pulso desinteresado de mi otra madre, mi tía materna, que no firmó nada pero que está ahí, sin falta, que no me suelta. Por eso dejo el Uribe, contaminado y solitario, y porto desde ahora los apellidos de mi madre, que son también los de su hermana que es también mi madre, y los mismos que me reconocen como hija de mi abuela, que es lo que soy. Andrea Yepes Cuartas será fácil de pronunciar y esa es mi búsqueda: algo que mane tranquilo. Hay en la combinación de la renuncia al apellido paterno y en la dominación de mis nombres maternos un tipo de inicio y de declaración de principios: dejo atrás las decisiones que otros tomaron por mí y los dolores que no vienen de mi propio deseo y me reconozco como hija de mis madres, me convierto en el remanente vivo de las mujeres que estuvieron primero que yo, que están a mi lado.

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Andrea Yepes Cuartas

Periodista. Ha trabajado escribiendo y creando contenidos sobre diseño, ciencia y diferentes formas del arte para El Tiempo, Bacánika, BOCAS, Lecturas y Habitar, entre otras publicaciones. Creó la revista Mamba sobre diseño, un podcast llamado Objituario sobre objetos perdidos pero no olvidados y una marca de libretas, NEA Papel. Le interesan el alemán y el inglés, los libros sobre los que hay que volver, y poner el diseño y la ciencia en entornos periodísticos y museográficos

Periodista. Ha trabajado escribiendo y creando contenidos sobre diseño, ciencia y diferentes formas del arte para El Tiempo, Bacánika, BOCAS, Lecturas y Habitar, entre otras publicaciones. Creó la revista Mamba sobre diseño, un podcast llamado Objituario sobre objetos perdidos pero no olvidados y una marca de libretas, NEA Papel. Le interesan el alemán y el inglés, los libros sobre los que hay que volver, y poner el diseño y la ciencia en entornos periodísticos y museográficos

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