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5 minutos para encontrar el amor: así es ir de Speed Dating en Bogotá

Ilustración

¿Podría reconocer una potencial pareja en una conversación de 5 minutos con alguien que nunca ha visto? La dinámica de citas rápidas parece estar tomando un segundo auge en Colombia, especialmente en ciudades como Bogotá y Medellín. El autor de esta crónica se inmiscuyó en una de estas sesiones. En esta crónica nos cuenta sus impresiones y reflexiones tras la experiencia.

El inicio del evento estaba previsto a las 7 de la noche. El sitio elegido era un café bar que, según supe, funcionaba hace apenas unos meses. Era un edificio raro de piedra que, por momentos, se me asemejaba a una fortaleza medieval. Al subir las escaleras se accedía a una terraza, colmada de arbustos e iluminada estratégicamente con bombillas amarillas. En otro clima, ese escenario tendría el poder de generar la más romántica de las atmósferas, pero el frío bogotano no concedía esa posibilidad y nos obligaba a resguardarnos dentro.

En la entrada, dos anfitriones estaban prestos a recibir a quienes llegábamos. Tras verificar que en efecto apareciera en la lista, me pidieron escribir mi nombre y un número en una etiqueta que posteriormente me pegaron a la altura del pecho. Me invitaron a entrar, asignándome una mesa con la misma numeración. Explicaron que ahí permanecería toda la noche y que eran los demás quienes se estarían rotando. Era el premio por llegar temprano. 

Adentro estaban conmigo unos 12 o 15 tipos, cada uno sentado en la mesa que le correspondía. El personal del bar me ofreció un coctel que venía incluido con el coste de la inscripción. Mientras me lo servían, empecé a mirar a mi alrededor, reparando en los asistentes; treintañeros en su mayoría, unos pocos parecían seguir en sus veintes y otros cuantos más debían superar los cuarenta.

Casi todos estaban vestidos de forma casual, como lo sugería la invitación, pero, al mirarlos detalladamente, noté zapatos muy lustrados y camisas que claramente se estaban estrenando. Un perfecto equilibrio entre el querer verse bien y no parecer desesperado. En ese momento llegaron dos más, uno de ellos de saco y corbata. Por alguna razón me pareció que era el más sincero con lo que quería proyectar.

Había algo de tensión en el ambiente. A excepción de dos chicos que conversaban animadamente, los demás permanecían silenciosos, algo incómodos, mientras fingían mirar sus celulares. Me llamaron la atención cuatro de ellos que estaban próximos a mí, en puestos casi contiguos. A pesar de estar tan cerca, su interacción se limitaba al intercambio de unas cuántas sílabas. Era de mi conocimiento que la empresa anfitriona era especializada en organizar esta misma clase de eventos para heterosexuales, y que esta era la segunda vez que lo hacían para público gay. Me pregunté si entre hombres y mujeres las cosas fluían con mayor facilidad, o la noche iniciaba con el mismo peso en el ambiente

Pero no pensé demasiado en ello. Me parecía increíble estar al borde de una experiencia tan extravagante. Como dice un amigo, uno de los principales síntomas del tercermundismo es la sensación de excepcionalidad cuando te ves inmerso en situaciones que solo has visto en películas. En mi adolescencia supe que existía la dinámica de las citas rápidas por películas como Hitch: especialista en seducción o Virgen a los 40. Parecían contextos tan vanguardistas que lucían inalcanzables, pero allí estaba yo, a punto de tener un acercamiento de 5 minutos con 20 desconocidos en un lapso de dos horas.
El speed dating se originó en los años noventa en Estados Unidos, dentro de los círculos juveniles de las comunidades judías. La tradición endogámica de los hebreos ha hecho que sean bastante creativos a la hora de promover mecanismos para que los miembros de su comunidad conozcan a potenciales parejas del mismo credo y ascendencia étnica. Rápidamente se volvió un mecanismo popular, especialmente porque aparecieron programas de televisión que replicaban sus mecánicas, y eventualmente, se convirtió en una práctica popular, ofertada por bares, restaurantes e incluso establecimientos especializados en brindar la experiencia. Aunque en otras latitudes como Inglaterra y España es especialmente popular entre la comunidad gay, en Colombia este mercado parece ser apenas objeto de exploración, pese a que esta modalidad lleva casi una década de estar echando raíces en el contexto bogotano.

Pasó más de media hora y la actividad aún no daba inicio. Tal parecía que la impuntualidad de los colombianos no daba tregua, ni siquiera cuando de encontrar el amor se trataba. Pero poco a poco los chicos fueron llegando hasta que se completaron 39. Por alguna razón alguien desertó. 

Antes de iniciar explicaron la mecánica de la actividad: quienes teníamos el número de la mesa permaneceríamos sentados, mientras que los demás rotarían de mesa en mesa.

Cada uno de los asistentes tenía una carpeta, dentro de la cual había una hoja de papel con 20 espacios. En estos debíamos colocar el nombre y número de cada persona, a lo cual debíamos sumar una valoración. Las opciones eran: “Me agrada para amistad”, “Me interesa como pareja” y “No hay ningún interés”. En caso de que las calificaciones fueran compatibles en días siguientes se reportarían los resultados con los respectivos medios de contacto.

Y de ese modo iniciaron las rotaciones. El primer chico que se sentó en mi mesa era profesional de enfermería, tuvimos una conversación bastante interesante acerca de los efectos nocivos del entrenamiento en el cuerpo, habríamos podido seguir, pero sonó la campana. Luego vino el siguiente, tenía barba, cabello largo y un abrigo color mostaza. Con él hablamos de nuestros empleos, él me contó sobre lo que hacía, pero dejó claro que eso no era lo que realmente le interesaba. Me habló de cómo su negocio naufragó en la pandemia, pero su objetivo era volver a activarlo. Por un momento parecía que estaba disculpándose por no satisfacer una expectativa que solo estaba en su imaginación. Campanazo. El siguiente era profesor de matemáticas, me resultó refrescante encontrar un docente que no se quejaba, y que hablaba con pasión y perspectiva acerca de la importancia de su empleo y lo bien que se sentía al estar haciéndolo con toda dedicación en un contexto vulnerable que lo necesitaba. Campanazo. Luego vino un pelirrojo, bastante joven, que parecía ser el único, aparte de mí, que no se tomaba el espacio tan en serio. Desde que se sentó empezó a hacer observaciones sobre lo bizarro de la situación, lo absurdo que era pretender encontrar pareja de ese modo. Solo me decepcionó cuando dijo que era ingeniero, porque era evidente que era un talento sociológico desperdiciado. Campanazo. El siguiente tenía un nombre similar al mío, y juro que estuvo los 5 minutos contándome cuántas veces habían confundido su nombre con otros similares, señaló lugares, situaciones y grafías. Hasta el momento había marcado a todos como posible amistad, pero con este de plano señalé que no había ningún interés. Campanazo. Luego vino el del traje, era abogado. Se notaba que era un conquistador nato, no economizó piropos y halagos, con una galantería inusual y divertida. Pero, por algún motivo, me dio la impresión de que no estaba del todo sobrio; prefiero pensar eso antes que determinar que ciertos gestos y miradas eran parte de su comportamiento habitual. Eso me daría miedo. Campanazo. Vino otro, barbado y robusto, del Caribe, igual que yo. Empezamos a renegar de los cachacos, de la altura, el tráfico y del frío. Cuando se fue marqué amistad, realmente me llamó la atención continuar la charla en una tienda con un par de cervezas en la mano. Tras él arribó alguien, con quien rápidamente nos dimos cuenta que teníamos conocidos en común. Supongo que no le generé ningún interés, porque utilizó su tiempo para contarme chismes acerca de nuestros referentes mutuos. Campanazo.

En ese momento se interrumpió la dinámica para hacernos entrega de unos sobres con dos tarjetas que, nos explicaron, debíamos entregar al final: una era para solicitar una extensión de tiempo con alguien que nos hubiera llamado la atención, la otra tenía el propósito de invitar a conversar a una persona con la que no hubiéramos interactuado. En mi caso, los demás que estaban sentados. En ese momento se hizo evidente para mí el fallo en el sistema. Obviamente este formato está pensado para interacción entre heterosexuales: las mujeres permanecen sentadas mientras los hombres se iban rotando. Pero en nuestro caso, las opciones eran infinitas.

En otros países la mecánica para grupos de hombres gays o mujeres lesbianas compromete grupos más pequeños y dos rondas aleatorias, de modo que todos puedan interactuar con los demás, pero en este caso no se había estimado esa posibilidad. Pude notar que el tema de las tarjetas no generó mucho entusiasmo. No es difícil entender que estas abrían la posibilidad de ser rechazado en un ambiente donde es fácil sentirse más vulnerable. 

Tras la pausa, la dinámica continuó con los chicos que hacían falta, pero a estas alturas mi concentración comenzó a ceder. Empecé a saturarme, era presentarse nuevamente, preguntar por las mismas generalidades: edad, procedencia, ocupación… Algo se hacía repetitivo, mismas charlas sintonizándose desde distintas caras. Pensé en el filósofo Zigmunt Bauman y su reflexión sobre el amor líquido en la contemporaneidad. Me pregunté qué habría pensado de algo como esto. Seguro le habría parecido la metáfora perfecta para representar nuestro afán de novedad e inclinación por gratificaciones instantáneas, la indisposición para la permanencia; pero al mismo tiempo, era una expresión contradictoria, la afrenta ante la eterna sensación de insatisfacción que nos caracteriza a los humanos, en la que las motivaciones, expectativas y deseos no logran ponerse de acuerdo.

Y entonces llegó él… tenía lentes, camisa a cuadros, un pantalón de drill y sostenía en su mano un abrigo cuyo color no recuerdo. No era alguien en quien me fijaría en una calle o en un bar, pero desde el momento en que se sentó me generó una particular simpatía. Resultó trabajar cerca de donde vivo, al igual que yo en una entidad del gobierno, y aunque era un área completamente distinta teníamos temas e intereses en común. Empezamos a hablar del tópico menos apropiado para el momento: víctimas del conflicto armado, pero mostró tanta conciencia y sensibilidad social al respecto que por primera vez me sentí realmente intrigado. Campanazo. Al despedirnos descubrí que estaba sonriendo demasiado.

Al poco tiempo terminó, los anfitriones solicitaron las tarjetas. El ambiente era completamente distinto al del inicio, se escuchaban voces y risas por doquier. Nuevamente me pregunté si las dinámicas de heterosexuales finalizaban con una onda tan animada y festiva. Mientras los anfitriones repartían las tarjetas y los meseros del lugar servían nuevos tragos. Estaba observándolo todo cuando me llegaron dos tarjetas, una que no supe bien de quién era, y otra del chico con el que acababa de hablar. Me indicaron que estaba afuera en la terraza.

Salí y nos saludamos de nuevo, empezamos a hablar. Le comenté que, aparte de lo que le había contado, también me gustaba escribir, y que de hecho había acudido al lugar para hacer una crónica sobre este tipo de espacios para amor y amistad. Se mostró interesado por saber lo que escribía, pero percibí cierta sorpresa cuando le dije que tenía novio, y que de hecho me estaba esperando en casa, pero seguimos conversando un rato más. Al rato nos percatamos de que eran más de las diez, así que pedimos nuestros respectivos transportes a casa.

Ayer me llegaron los resultados de compatibilidad. Debo admitir que me sorprendió un poco cuando me percaté de que él también me había marcado como amigo. Ahora nos seguimos en Instagram.

John William Archbold

Autor barranquillero, nacido en 1990. Dicen que es escritor, pero él tiene la convicción de estar muriendo en el intento. Ha colaborado con distintas publicaciones a nivel nacional; algunas ya dejaron de existir, otras han caído en el desprestigio. En sus ratos libres se dedica a la docencia y a la investigación, solo como entretenimiento. Su novela Comehierro, ganadora del premio Germán Vargas Cantillo en el 2021, fue lanzada en la FILBO 2024 por CLU editorial.

Autor barranquillero, nacido en 1990. Dicen que es escritor, pero él tiene la convicción de estar muriendo en el intento. Ha colaborado con distintas publicaciones a nivel nacional; algunas ya dejaron de existir, otras han caído en el desprestigio. En sus ratos libres se dedica a la docencia y a la investigación, solo como entretenimiento. Su novela Comehierro, ganadora del premio Germán Vargas Cantillo en el 2021, fue lanzada en la FILBO 2024 por CLU editorial.

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