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ruana

De tejido sagrado a ropita de trabajo: la identidad en forma de ruana

Ilustración

Pocas creaciones nos representan tan bien como la ruana, desde su origen indígena hasta su producción en masa en alguna fábrica de Vietnam. Dándose la rodadita por esta breve historia, el autor nos traza el perfil de una prenda a la que le debemos tanto como al bocadillo con queso, la mochila o el sombrero vueltiao.

Antes de que a los españoles les diera por aparecerse por aquí, comunidades indígenas en diferentes lugares de lo que hoy es Colombia ya habían desarrollado tradiciones y técnicas textiles similares a las que ahora nos permiten lucir con orgullo este rectángulo de tela que cubre buena parte del cuerpo, pero con otro nombre. La manta era la prenda de uso común en diferentes regiones.

Los Muisca en el altiplano cundiboyacense, los Guane en el valle del río Chicamocha, los Pasto al sur del Macizo Colombiano y los Kamëntsa al norte de Putumayo, dejaron evidencia arqueológica de atavíos similares para protegerse del frío. Cada cultura tenía su propia sazón. Los Guane se destacaron por sus técnicas de teñido y color. Usaban 20.000 cochinillas para un gramo de tinte rojo, plantas índigo fermentadas para los azules, y el achiote para los amarillos. Durante la colonia, los encomenderos españoles valoraban tanto su técnica que la tomaban como tributo y los religiosos, a veces como diezmo.Los Pasto, por su parte, combinaban fibras de fique con lana para crear patrones en zigzag que coincidían con observaciones solares. En el Museo del Oro de Bogotá están expuestos algunos fragmentos de mantas con patrones geométricos, de uso tanto cotidiano como ritual, encontradas en Nariño.

Así como hoy ponerse la percha es señal de algo mucho más que solo taparse, para estas comunidades los textiles tenían muchos usos y significados. Colores como el rojo eran priorizados para las clases guerreras de alto valor social por el trabajo que requería procesar los tintes de cochinilla; los azules eran para tradiciones chamánicas y astronómicas; el blanco era reflejo de pureza ritual en las celebraciones. También, los tejidos funcionaban como una forma de moneda tanto entre pueblos como en los sistemas tributarios. Sogamoso, Tunja y Duitama eran las plazas donde más se movía la manta entre pueblos Muisca, incluso después de la llegada de los españoles.

La producción textil estaba soportada en complejas redes comerciales entre diferentes altitudes. El algodón se daba entre los 500 y los 1000 m.s.n.m.; cuando aparecieron las ovejas, la lana la producían entre los 2500 y 3000 metros, y las diferentes plantas e insumos que usaban para los tintes se daban a diferentes alturas. Esto hacía que las comunidades dependieran unas de otras.

La ruana que usamos hoy es parte de esta tradición, con innovaciones indígenas desarrolladas durante siglos antes del contacto con Europa. Esta tradición sigue definiendo nuestra forma de vestir, por presencia y por ausencia. Aunque inicialmente se usaba más en el altiplano cundiboyacense con variaciones en lugares como el valle de Sibundoy, producida principalmente con algodón nativo, pasó a ser fabricada por criollos y mestizos con lana virgen, y durante los siglos XIX y XX se volvió un ícono cultural de las luchas de independencia y los conflictos de clase.

Con la aparición de los europeos, buena parte de las culturas, conocimientos y tradiciones indígenas pasaron a convertirse en objeto de desprecio, y las mantas se convirtieron en poco más que una protección para el trabajo rural. Y para alguien viviendo esa pérdida, debió sentirse vertiginosa y extraña, un poco como esas abuelas que pasaron de escribir cartas de amor a mano a estar pegadas a TikTok.

Como todo buen chisme, hay muchas versiones diferentes sobre el origen del nombre de la ruana, que además se complementan entre sí y hacen más obvia su importancia. Están las versiones europeas, que la atribuyen a la ciudad francesa Rouen, de donde los españoles importaban textiles en el siglo XVII; o al diccionario mismo, del español “ruano”, alusivo a ropa de uso en la calle (en la “rúa”). Las versiones indígenas la conectan con la palabra chibcha “runa”. Pero realmente no hay evidencia que confirme ninguna. La ruana es una mezcla de las mantas indígenas y de los capotes españoles y su nombre pasó de boca en boca.

Los españoles trajeron telares horizontales de pedal, que eran más eficientes y de a pocos reemplazaron las técnicas ancestrales. En el siglo XVI trajeron las ovejas y establecieron nuevos materiales que transformaron las técnicas y el conocimiento indígena: un estudio genético arrojó que la gran mayoría de las ovejas colombianas descienden de linajes ibéricos, y el resto de grupos africanos introducidos por las rutas comerciales que llegaban por el Caribe.Y mientras los pueblos indígenas abandonaban el trabajo en sus cultivos tradicionales por las prioridades coloniales, en esa misma época se dio la innovación de la abertura frontal para liberar los brazos y facilitar el trabajo en el campo y en las minas. La ruana se convirtió en una prenda puramente utilitaria en la que la forma sigue la función.

Pero no todo era así de dramático. Los muiscas, por ejemplo, hicieron de mantener su conocimiento en tintes un acto de resistencia, diferenciando los tejidos locales de las importaciones españolas. Además desarrollaron técnicas híbridas para tejer y alistar los materiales, que mezclaban lo que sabían con lo que les traían de fuera. La ruana que conocemos hoy es exactamente un ejemplo de esa mezcla. Esto le dio dos significados a la prenda: objeto ritual y comercial para las comunidades indígenas explotadas y ropa de trabajo para las autoridades imperiales. Así, proteger el primer significado la convirtió en elemento de resistencia política y cultural. Y aunque perdió el valor de uso sagrado, se volvió en el reflejo de la resistencia de pueblos con hambre de independencia.

Su uso frecuente entre las filas del Ejército patriota la llenó de sentido anticolonial, representando el rechazo a los símbolos y tradiciones españoles. Esta visión llegó más allá de la independencia, y en apenas unas décadas cuajó en la identidad nacional y por ahí mismo en las guerras que marcaron el destino de Colombia. Fue símbolo del apoyo artesano al golpe de Estado de José María Melo en 1854. Marcó la división social entre el pueblo y las élites desde entonces.

Los refranes sumaron la ruana a las metáforas de la crítica social. Expresiones como "Los perros solo muerden a los de ruana", "la Justicia es para los de ruana", “se lo puso de ruana” o "la ruana no hace al arriero ni el vestido al caballero" marcaron el desprecio por lo popular, por un lado, y, por otro, un vínculo inquebrantable con la identidad local.

La ruana se mezcló tanto con el “ser colombiano” que llegó a costarle la destitución de la Alcaldía de Bogotá a Jorge Eliécer Gaitán. Obsesionado con la “limpieza personal del pueblo”, el caudillo decretó que los choferes y otros empleados públicos reemplazaran sus ruanas por uniformes, desconociendo que, en palabras de un trabajador que publicó su denuncia: “una ruana buena cuesta seis pesos; un sobretodo malo vale treinta". Que años después Garzón y Collazos compusieran su oda a la ruana es reflejo de un amor colectivo de pronto solo comparable con el buñuelo y la Virgen del Carmen.

Por ahí mismo a los artesanos les tocó empezar a competir con procesos industriales modernos. La bonanza cafetera de mediados del siglo XX financió el desarrollo de Medellín como centro textil y también cambió el destino de las ruanas. Apenas unas décadas atrás eran un símbolo de resistencia. Entonces se volvieron objeto de nostalgia, y los artesanos en trabajadores obsoletos. No pasó mucho tiempo antes de que, con la globalización, lo mismo le pasara a la industria colombiana y se ahogara en el tsunami de importaciones de medio planeta.

Al caído, caerle: los artesanos llevaron el grueso del golpe y han sufrido con un modelo de negocio casi inviable hasta hace muy poco. Hoy por hoy, la diferencia de precio entre una ruana artesanal y sus imitaciones masivas saca a cualquiera corriendo.

Mientras una ruana tejida a mano puede costar cerca de 700.000 pesos, las importadas se ofrecen por menos de 150.000 pesos. Esta disparidad no solo habla de las diferencias en calidad y procesos, sino que es el reflejo de lo difícil que es que un oficio tradicional sobreviva en un mercado donde la conveniencia es más popular que la herencia cultural.

Ante esta crisis generacional y económica, aparecieron iniciativas dispersas que rescatan tanto las técnicas como el valor cultural de la ruana tradicional. Pequeños productores, talleres familiares y emprendimientos culturales están repensando la producción artesanal no como reliquia de la abuela que migró del campo a la ciudad, sino como una alternativa que compita con calidad e identidad. 

Producir ruanas autóctonas tiene el mismo problema del resto del campo colombiano: que ya los jóvenes no quieren trabajar en labores tradicionales y se está perdiendo el conocimiento. Explica Emiliano González, creador de Lana de Árbol, un taller textil que utiliza tecnología preindustrial: “No hay un relevo generacional entre los tejedores, los hijos de los tejedores con los que trabajamos no quieren ser tejedores”.

Como respuesta a eso aparecieron marcas como Cardolan, una empresa familiar creada en el valle de Simijaca para recuperar la alta calidad de una lana pastoreada localmente y el esfuerzo milimétrico de trabajar hilo por hilo. Cuenta Carmen Ospina, representante de Cardolan: “Mi abuela fundó este proyecto para dar trabajo a mujeres que no tenían una vía de ingreso fija, y un poco para rescatar ese oficio que se estaba perdiendo, y a mi mamá le ha tocado expandir apoyando que unas mujeres les enseñen a otras más jóvenes que ya no sabían hilar”.

La apuesta de pequeños productores por rescatar los materiales y las técnicas es bien compleja. Explica González: “la función de nosotros con el telar es un poco la función de revelar fotográficamente, tratar de que ese proceso fotográfico de coger un negativo y revelar una luz expuesta lo haga la prenda. Nosotros aquí no estamos haciendo nada más que coger una silueta clásica y mostrar que su hilo es hecho a mano, buscando revelar que esos oficios existen, que son oficios colombianos, que son oficios ancestrales y que sin mucho diseño también son prendas contemporáneas".

El valor de empresas como estas es altísimo frente a alternativas sintéticas importadas que se apropian de los diseños de las ruanas, y que realmente no dicen nada sobre el lugar de donde vienen ni dónde se usan. Una buena representación de esto son las ruanas grandes, suaves, que aseguran ser de lana de alpaca pero entre sus fibras contienen poliéster, y además reflejan diseños pop, como postales de animales que no existen en Colombia, Star Wars o Pikachu. Estos ponchos, que González describe como dirigidos al "turismo de bajo costo", se apropian de la forma tradicional pero vacían su contenido cultural.

Después de todo esto, es fácil ver que la ruana está entre dos extremos: una popularidad sin precedentes que tiene gente usando las versiones baratas importadas pensando que son de Colombia, y un esfuerzo por venderla como un producto de origen similar al café o al cacao. Ubicarse en algún punto de ese espectro ya depende de con qué prefiere uno tapar sus vergüenzas.

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