Con el diablo en las venas
Para muchos, la heroína de sus vidas no es ni la mamá ni la abuela ni la Virgen María. Para ellos, es esa que pasa, chute por chute, por las venas. Así se distribuye, se consume y se vive una droga que en el país parece marginal pero que no está lejos de convertirse en una epidemia.
La llaman la sustancia reina, polvo de cristal, H, caballo, dragón, junk, skag, smack, mud, azúcar café y trueno. A principios del siglo XX, se vendía en Inglaterra como jarabe para la tos; ahora, cerca de 21 millones de personas en el mundo (cifra parecida al número de habitantes de Australia) la consumen –fumándola, inhalándola o inyectándosela–. En Estados Unidos, a mediados de 2014, se declaró la epidemia por los problemas de salud pública que está provocando (cada día, al menos cien estadounidenses mueren por sobredosis). En Colombia hay, por lo menos, 40.000 personas que consumen o consumieron heroína pura o rebajada con cocaína, marihuana, bazuco, ácidos, metadona, pastillas, polvo de ladrillo, azúcar, leche en polvo, café o gasolina.
“Pana, es como bajar al infierno y caminar por ahí”, confiesa Danilo, un exheroinómano que tuvo las venas abiertas y las caletas llenas de gramos en su casa; caletas que se esconden bajo las mangas de los dealers del barrio Chapinero de Bogotá (y de los universitarios que viven en la zona), de los exportadores en Cúcuta (y de los venezolanos que cruzan la frontera), de los policías en Medellín (y de los aficionados al fútbol que van al estadio todos los domingos), de los gobernantes en Pereira (y de las familias que visitan el Zoológico Matecaña), de los productores en Santander de Quilichao (y de los indígenas Nasa que recogen granos de café); caletas de todos y de ninguno.
El diablo en la nariz
“No quiero que salga mi nombre verdadero”. Claro, usted en el reportaje se llamará Andrés. “Listo. ¿Qué le estaba diciendo? Eso fue en la universidad cuando estudiaba Cine. Comencé metiendo éxtasis, LSD, hongos y Ketamina, sobre todo en fiestas. Mi amigo Mario era dealer y nos rotaba las drogas; él vivía solo en Chapinero y, con la plata que nos mandaban nuestros papás, comprábamos y nos drogábamos”.
La primera vez que Andrés probó la heroína fue cuando Mario se la ofreció en su casa. Estaba con un grupo de amigos, inhalaron una raya y “todo el mundo terminó tirado sobre el sofá”. En una semana Andrés estaba “pegado” a la H. La esnifaba y la fumaba; nunca se inyectó porque le parecía demasiado agresivo. Sentía “un estado de relajación, de tranquilidad. Cuando dibujaba, mi mano se soltaba; era la única droga con la que podía crear. Antes de cada clase me metía un pase en los baños”.
Así, durante un mes, Andrés pasó su etapa romántica con la heroína, como él la llama. Luego, “empecé a necesitar más y más. Cuando este man (Mario) no estaba, iba a Lourdes (un parque de Bogotá) a buscar. Me despertaba y tenía la droga al lado, medía la dosis y pensaba en la próxima. La comida ya no sabía rico; vomitaba. Dejé de dormir y de ir al baño”.
Andrés empezó a consumir solo, sin sus amigos, a bajar de peso y a sentir paranoia. El deseo sexual se esfumó. “Si dejaba de meter por un día me dolía todo; no metía por placer sino para que el dolor se fuera. Un mes no era un mes y mis tiempos cambiaban, se reducían a la próxima dosis”.
“A veces sentía que me moría dulcemente; el cuerpo no respondía y el corazón latía poco. “¡La cagué!”, pensaba. Vi a Mario en la calle sin zapatos, hecho un indigente y me dije “¡Jueputa!, ¿qué estoy haciendo?””.
Empezó a fumar mucha marihuana para “relajar la neura”. Viajó a Bucaramanga, donde vivían sus papás; tenía que hacer algo. “Nunca le dije a nadie. Pasé cuatro o cinco meses sin consumir gracias al porro y a mi hogar. No podía dormir, sudaba, me dolía el estómago, tenía pesadillas, no salía de mi casa…”, calla, piensa y confiesa: “¡Bogotá es un voltaje!”.
Tres de sus amigos se fueron al otro lado: “Uno murió el año pasado y hace poco me enteré que Mario estuvo dos veces en rehabilitación y que hace poco murió por neumonía”. Su mejor amigo ahora vive con los papás, estuvo dos veces en rehabilitación y tiene un psicólogo domiciliario. “Éramos unos chinos güevones que metíamos cosas que al final se nos salieron de las manos”, y agrega, “con la heroína no hay punto medio: o se muere o se deja de consumir. Yo tuve suerte”.
En estos momentos Andrés está haciendo una Maestría de Arte Contemporáneo en Chile. Fuma marihuana y, desde que terminó su carrera de Cine, ha consumido dos veces heroína. No lo volvió a hacer porque, según él, era una pérdida de tiempo.
La ruta de la heroína
La heroína es una droga semisintética derivada del opio, sustancia natural que tiene la propiedad de mermar los dolores severos del cuerpo, causando una sensación de bienestar parcial. Se estima que en la Región Mediterránea, el opio y sus derivados se consumen desde el año 5000 a.C. y, dando cuenta de su uso milenario, el cuerpo humano tiene sustancias opioides, como las endorfinas o demorfinas. Así como la coca en Suramérica, el opio es una planta sagrada para ciertas culturas de Afganistán y Pakistán.
En Europa, el consumo de opio no es reciente: artistas como Charles Baudelaire, Eúgene Delacroix y Thomas de Quincey consumían la planta para atrapar su poder trascendental y creativo a mediados del siglo XIX.
A finales del siglo XIX, en Inglaterra, dos químicos inventaron un medicamento derivado del opio que se llamaba diacetilmorfina; a principios del siglo XX, la compañía de medicamentos Bayer patentó en Alemania este descubrimiento bajo el nombre comercial de Heroin, de la palabra alemana heroisch (heroico), a propósito de los efectos que hacía en el cuerpo; este fármaco aceleraba la liberación de morfinas (sustancias que generan confort) en el cerebro. Desde entonces, y sin tener en cuenta la fuerte adicción que provocaba la droga, los médicos recetaron la heroína para controlar los dolores severos de los niños, de los adultos, de los viejos y hasta de los bebés prematuros.
Unas décadas después, cuando los científicos descubrieron el poder de adicción de la droga, por casos de abuso en sus consumidores, gran parte de los países prohibieron su comercialización; Bayer la descontinuó y dejó de producirla. Sin embargo, su comercialización, en el mercado negro, de forma ilegal, siguió creciendo. Desde el sur de Asia, la heroína llegaba por toneladas –y en polvo– a Alemania occidental y a Estados Unidos.
Entre 1960 y 1990, la heroína, entre chute y chute clandestino, tuvo su mayor boom en Europa y Estados Unidos. Los círculos de la clase alta y los artistas empezaron a consumir la sustancia como signo de opulencia, fama y cultura; era la droga de moda en Wall Street. Personas como Nick Cave, Cheo Feliciano, William Burroughs, Philip Seymour Hoffman, Pete Doherty, Lou Reed, Boy George, Niki Sixxx, Kurt Cobain, Bob Dylan, Steven Tyler, Janis Joplin, Héctor Lavoe, Sid Vicious, Charlie Parker, Jean-Michel Basquiat o Jim Morrison, murieron o vivieron por la heroína. Anthony Kiedis vendió su guitarra Stratocaster, firmada por The Rolling Stones, por un par de gramos de heroína; John Lennon le cantó a la droga en la canción “Cold turkey”; el primer álbum de Velvet Underground es, para muchos, el reflejo de un día en la vida de un heroinómano en Nueva York; Damon Albarn confesó en una entrevista que la heroína lo liberaba: “odio hablar de esto por mi hija pero, gracias a la heroína, tocaba de forma sencilla, bonita y repetitiva; una combinación de heroína y era increíblemente creativo”; Chet Baker dijo que esta droga le provocaba una relajación trascendental.
Según el Informe Mundial sobre las Drogas (2012), de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), la heroína es la droga que más tratamientos provoca, actualmente, en Asia, Europa, África, América del Norte y Oceanía. En Estados Unidos, según la DEA, hay, aproximadamente, 4,6 millones de personas que han consumido esta droga, cerca del 2% de la población de la Nación. Las incautaciones de heroína en Nueva York, en 2013, fueron de 80 kilos; en lo que llevamos de 2014 van incautados más de 150 kilos.
¡De Colombia para el mundo! ¡De Colombia para Colombia!
Mientras Estados Unidos y Europa morían por sobredosis de H en 1985, Colombia llenaba sus arcas con la producción de cocaína. La heroína, por otro lado, poco o ningún papel (público) cumplía en ese juego. El subdirector de la Policía Nacional Antinarcóticos, en 1995, el Coronel Luis Carlos Ortiz, decía en los medios de comunicación que el mercado interno de la heroína era casi inexistente debido a los altos costos de ésta (un gramo podía valer más de $250.000, dos veces un salario mínimo mensual de esa época). En total, en ese año, la policía decomisó 169 kilos de H. Sin embargo, un año atrás, el gobierno de Estados Unidos advertía que cerca del 32% de la heroína decomisada en el norte provenía de Colombia (cuatro años después esa cifra aumentaría a 52%), el resto de la mercancía venía del sudeste y sudoeste asiático. Según datos publicados por el diario El Tiempo en 1995, los narcotraficantes colombianos produjeron 6,5 toneladas de heroína que se procesaban, mayoritariamente, en los departamentos de Huila, Tolima y Cauca. Como si fuera poco lo anterior, y para callar las palabras apaciguadoras del Coronel Ortiz, en 1996 las autoridades descubrieron que, en el interior del avión del Presidente Ernesto Samper, quien viajaría a Estados Unidos para la Cumbre de las Naciones Unidas, había cuatro kilos de heroína listos para ser exportados en el estómago del mismísimo Estado colombiano; en 2005, la Armada Nacional descubrió un cargamento de 16 kilos de H en el Buque Gloria antes de viajar fuera del país. El mercado existía.
En cuanto al consumo, según la Unidad Coordinadora de Prevención Integral de la Alcaldía Mayor de Bogotá, en 1992, de 2.000 personas encuestadas, el 0,2% –la mayoría de estratos altos y hombres– reconocía haber consumido heroína, cifra poco significativa. En 2002, la entonces Unidad de Toxicología del Hospital Universitario San Vicente de Paúl atendió tres casos de complicaciones por el consumo de heroína; tres años más tarde, la misma unidad atendió a 70 personas.
Los resultados operativos de la Policía Nacional Antinarcóticos, en 2005, dicen que se erradicaron cerca de 2.333 hectáreas de amapola (base para hacer la heroína); se incautaron 722 kilos (en 2009 la cifra aumentó a 732); y se destruyeron seis laboratorios de producción de H (en 2006, se destruyeron nueve). Hasta mediados de 2014, la Policía había erradicado 320 hectáreas de amapola, incautado 74 kilos de heroína y destruido cero laboratorios de esta droga.
En 2003, el gramo de heroína en Colombia costaba, aproximadamente, $60.000 (la quinta parte de un salario mínimo). Dos años después costaba $32.000. Hoy puede costar $20.000 (dependiendo de la calidad) y “el pique” (una dosis), aproximadamente $5.000.
En su mayoría, la heroína es producida en la región del Cauca y desde ahí se mueve a las calles de Cúcuta, Cali, Pereira, Armenia, Medellín y Bogotá. La mejor heroína, según Julián Quintero, Director ejecutivo de la Corporación Acción Técnica Social, es la de Santander de Quilichao (Cauca): el nivel de pureza alcanza 70%; la calidad disminuye –se va cortando– cuando el producto se aleja de ese territorio (hasta 30%).
En 2008, hace seis años, el Gobierno Nacional publicó el último Estudio Nacional de Consumo de Sustancias Psicoactivas, que decía que las sustancias de mayor consumo en el país eran los cigarrillos, el alcohol, la marihuana, la cocaína y el basuco; la heroína ocupaba el antepenúltimo lugar, después del éxtasis, los inhalantes y los tranquilizantes con o sin prescripción médica. Según el texto existían, al menos, 37.863 personas que habían consumido heroína alguna vez en la vida pero los cálculos estaban crudos y, según el Gobierno, demandaban un mayor estudio.
El cuerpo del diablo
Todos los seres humanos producimos sustancias opioides que se encargan de generar bienestar. La heroína, al ser un derivado del opio (un opiáceo), imita los neurotransmisores endrógenos y estimula la producción de estas sustancias en el cuerpo, lo que lleva a reducir la tensión, la ansiedad, el dolor corporal y la agresividad de la persona que lo consume.
La primera dosis de heroína produce sensaciones prolongadas y profundas en el cuerpo; luego, el mismo cuerpo, al adaptar la sustancia, pide más y más. El consumidor, después de la primera dosis, busca la misma sensación, el mismo “viaje”; al no encontrarlo o al encontrarlo, pero en un intervalo de tiempo menor, aumenta la cantidad de droga, cambia su forma de consumo (de fumársela empieza a inyectársela) o potencia la velocidad del efecto con otras sustancias (policonsumo) para buscar el equilibrio que le pide el organismo (la memoria de la primera vez). Si no recibe aquella nueva descarga, se produce el síndrome de abstinencia o “mono”, como se le conoce en la jerga junkie.
Por lo general, marcando una ruta que puede variar de un paso a otro, el heroinómano colombiano inicia su carrera con drogas suaves como la marihuana. Luego, buscando nuevas experiencias, empieza a consumir cocaína, ácidos, inhalantes y hongos. El último eslabón es la heroína o el basuco. Generalmente, la persona que consume H por primera vez, la fuma o la esnifa. Después, en aras de una sensación más fuerte, empieza a combinar la heroína con otras drogas como el alcohol, la marihuana, la cocaína, el éxtasis o los ácidos; estas sustancias magnifican o merman los efectos por sus comportamientos químicos. Por ejemplo, si alguien se esnifa un pase de cocaína siente euforia y exaltación; si luego se esnifa un pase de heroína, la sensación merma y se llega a un punto de desinhibición, relajación y tranquilidad; se pasa de un punto alto a uno bajo. Algunas combinaciones comunes son basuco con heroína (“basura de coca”), marihuana y heroína (“madurito”) y cocaína y heroína (“speed”).
La última parada, la que todo heroinómano evita porque es degradante y sucia, es el consumo por inyección; esta vía de administración es la más “segura” en cuanto a tiempos (la sensación llega más rápido que inhalando o fumando), pero es la más riesgosa por sus altas probabilidades de sobredosificación, intoxicación, dosis letales o contagio de enfermedades infecciosas.
El H es una droga tan fuerte –en todos los niveles– que hasta el dealer tiene que “tener güevas para venderla”, así lo confesó uno de los entrevistados para este reportaje: “Los que venden éxtasis, LSD o cocaína no venden heroína. Los que venden H solo venden H, y esos son los más hijueputas”.
En Bogotá, ellos, de vez en cuando, conscientes del poder de destrucción de la heroína sobre sus clientes, regalan dosis pequeñas de Naloxona (una droga prescrita –legal– que revierte los efectos de la sobredosis sobre un consumidor de H) a las personas que están más llevadas; de esa manera, revierten los efectos de la droga y le dan otro respiro a su negocio y a su comprador.
El diablo en las venas
La primera vez que Danilo vio la heroína fue en 1999, cuando estaba en el colegio. “Con unos amigos fuimos a la Universidad Nacional, al Freud, para fumar un joint (marihuana). Un amigo sacó una bolsa color crema, una jeringa y se chutó”. Seis años después fumó heroína con marihuana y “qué viaje tan áspero. Esa mierda… ufff, severo. ¡Di tres pasos y ya estaba merco! ¡Sentía que subía por una escalera eléctrica hacia el cielo!”.
“Una noche me fui a dormir sin meter heroína –después de seis meses de la primera metida, dije que lo iba a dejar–. Me empecé a sentir raro, la columna me estorbaba, me dolían los huesos, sentía frío en las rodillas, se me bajó la temperatura, sentía calambres, estaba mareado, no podía dormir. ¿Pero qué es esta mierda?, pensaba”. Danilo pasó toda la noche sintiendo “el mono”. A las 8 de la mañana llamó a su jíbaro, se abasteció y se metió su “latazo” (cuando se inhala el humo que desprende la heroína al quemar el papel de aluminio que sostiene la sustancia; también se le conoce como “Chasing the Dragon”). “Luego volví a la felicidad. ¡Con el síndrome uno toca el infierno!”.
A partir de ese momento, Danilo mantenía su caleta (su kit) en la casa. No quería volver a sentir lo que sintió: “Fumaba. Después de unas horas se me colgaba el mono y listo: echémonos otro. Cuatro horas después, el mono otra vez y me echaba otro…”.
Empezó a fumarlo con marihuana, luego se echaba sus latazos puros, sin nada. No se boleteaba por los olores y era más discreto. “Al principio se sienten mil orgasmos. Es un viaje que fuuuu… da tranquilidad, paz, uno se siente superior a todos los demás; uno se encierra en uno mismo porque todo deja de importar”.
Danilo consumió de 2005 a 2008; luego, cuando se vio muy mal, se encerró en un centro de rehabilitación. En 2010 recayó: “me volví a encontrar con mi parche (con los punkeros) y conocí a una nena que se inyectaba; le dije que me ayudara a meter de nuevo, que me conectara con un dealer y que yo le rotaba H. Compré una jeringa de insulina, ella me preparó la droga, la quemó en un cazoleta y me inyectó… ¡uy!… Esto chuteado es las grandes ligas”, pensó mientras sentía cómo el diablo caminaba por sus venas.
En 2011, Danilo dejó de nuevo la heroína, se volvió a “encerrar”. Duró limpio tres años. A principio de 2014 recayó; se le bajaron las defensas y volvió a consumir.
“Esto es como una maldición, uno siempre debe tener un escudo. Es una droga que mata el alma”.
¿Y por qué empezó a consumir? “¿Esto va a quedar en el anonimato?”, pregunta. En el reportaje no aparecerá su nombre verdadero. “Consumía porque quería evadir la realidad, quería salir de la rutina, quería experimentar”.
Exorcizando al diablo
En Alemania existen cerca de 24 narcosalas que reciben a los heroinómanos para que se inyecten o fumen en un ambiente aséptico, con jeringas nuevas y estériles y con la supervisión de trabajadores sociales y médicos. En Dinamarca, desde 2009, los heroinómanos tienen derecho a recibir dos dosis diarias de heroína gratis; el Estado, por medio del sistema de salud, las financia. En Noruega, todos los kits médicos tienen un spray nasal de Naloxona. Igualmente, todos los policías de Nueva York, desde que fue declarada la epidemia por la heroína, a mediados de 2014, cargan su Naloxona.
Contrario a las políticas de asistencia al drogadicto en Europa, desde hace más de 20 años las políticas contra las drogas en Colombia se enfocaron en la persecución legal, sin distinción, contra el productor, distribuidor y consumidor. En 2007, el Estado creó una nueva estrategia frente al consumo de sustancias psicoactivas que, más que perseguir, pretendía prevenir, mitigar y superar. Cinco años después, mediante la ley 1566, se consolidó la anterior iniciativa y se firmó un documento que dictaba normas para garantizar la atención integral a personas drogadictas: “El consumo, abuso y adicción a sustancias psicoactivas, lícitas o ilícitas, es un asunto de salud pública y bienestar de la familia y los individuos”, dice. A partir de entonces, hace apenas dos años, el Estado reconoce que el drogadicto no es un delincuente sino un enfermo.
Desde 2012, de manera lenta y precavida, el Estado ha implementado políticas de asistencia al drogadicto. Entre ellas, gracias a la asesoría de organizaciones como Acción Técnica Social (ATS), está “Échele cabeza cuando se dé en la cabeza”, una iniciativa que promueve “una cultura de la gestión de riesgo y placer, sin importar si se habla de sustancias legales o ilegales, de comportamientos sexuales o hábitos de rumba”. Auspiciada por la Secretaría Distrital de Salud, ATS analiza las drogas en rumbas o lugares de consumo, distribuye folletos que informan y recomiendan bajo qué condiciones, compañías, estados e instrumentos se deberían consumir ciertas drogas. Por ejemplo, en el de la heroína aclaran que “la disminución de la temperatura corporal es un síntoma frecuente que puede ser contrarrestado al ingerir bebidas calientes: caldo de pollo y/o infusiones de jengibre y canela”. ATS también tiene folletos para preparar una inyección segura con las herramientas necesarias y los pasos para mantener limpio el proceso; de esta manera se disminuye, dicen ellos, el riesgo de contagios de virus como el VIH.
Finalmente, y hace tan solo cinco meses, ATS, con el apoyo de la Secretaria de Salud de Pereira y la fundación Open Society, implementó un programa de intercambio de jeringas usadas por limpias, gratis. “Hicimos una cartografía, buscamos el apoyo institucional, hablamos con la comunidad (vendedores y consumidores) y salimos a intercambiar jeringas en lugares de tránsito donde la gente se chuta. Además de mitigar los riesgos, dar jeringas limpias es un pretexto para conversar con otras personas, que nos cuenten sus problemas e incitarlos (indirectamente) a que se rehabiliten más rápido”, cuenta Julián Quintero. “Somos la única organización que hace esto en el país”, concluye satisfecho.
Algunas personas o instituciones alegan que ese tipo de iniciativas son mera “alcahuetería”; “el Estado y la sociedad deben estimular otras opciones para mitigar el consumo desde la prevención (antes de consumir) y no después”, dice Sara Margarita Lastra, médica y cirujana, Magister en Toxicología y especialista en adicción de la Universidad Nacional. Otras personas, como Julián, dicen que esas iniciativas disminuyen, a la largo plazo, la adicción, pero que, sobre todo, disminuyen los riesgos de enfermedades. “Los intercambios de jeringas son la entrada, para muchos consumidores, a los servicios del Estado”, argumenta Julián.
El último viaje
Para muchos, el diablo es un monstruo que huele a azufre, con cuernos rojos y de carcajadas sonoras. Para otros, el diablo es blanco, viene en polvo, se quema en una cazoleta y no está bajo tierra, está en las venas.
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