Mitos y realidades de los lácteos
La leche de vaca pasó de ser el alimento más recomendado para nuestro crecimiento, al alimento perfecto, pero solo si fuéramos terneros. Ante la cantidad de información contradictoria, revisamos los principales mitos alrededor de la leche y sus derivados y los contrastamos con las más recientes investigaciones al respecto.
Hasta hace pocos años, la leche y sus derivados eran considerados productos indispensables en la dieta de cualquier humano –se recomendaban hasta tres vasos al día–. Hoy, numerosos estudios asocian su consumo con ciertas enfermedades, y a eso se debe que la buena reputación de la leche esté cambiando. Para muchos investigadores de la salud, los lácteos son el alimento más sobrevalorado de nuestro tiempo, un consumo impulsado por los intereses de la industria láctea y la publicidad, que le han impuesto muchas virtudes cuestionables. Otros, en cambio, defienden su ingesta a capa y espada. Mientras nutricionistas, biólogos y otros especialistas se ponen de acuerdo, un punto medio puede ser consumir lácteos y derivados de forma moderada. A continuación revisamos algunos mitos.
MITO.
Los lácteos son la mejor fuente de calcio y su consumo es imprescindible para tener dientes y huesos fuertes,
sufrir menos fracturas y evitar la osteoporosis.
Falso. Aunque la leche es rica en calcio, imprescindible para el crecimiento, el cuerpo humano no lo absorbe en su totalidad; además, las proteínas lácteas producen una acidez general en la sangre que el organismo trata de neutralizar “sacando” calcio a los huesos. Un estudio realizado durante varios años en la Universidad de Harvard demostró que no existe relación entre el consumo de leche y un menor riesgo de fracturas de huesos. Esta es la razón por la cual, desde hace tres años, Harvard eliminó los lácteos de su pirámide de alimentos sanos. Gran cantidad de investigaciones clínicas demuestran que no previene la osteoporosis y que, incluso, el calcio proveniente de productos lácteos se asocia con mayor riesgo de fracturas. Por otro lado, existen otros productos vegetales con alto contenido de calcio y de fácil absorción, como brócoli, espinaca, garbanzos, almendras y coliflor, entre otros.
MITO.
Los adultos no deberían consumir leche.
Cierto. El ser humano es el único mamífero que bebe leche después del destete, y además bebe leche de una especie distinta a la suya. El sistema digestivo humano cambia con los años, el cuerpo produce menos lactasa, la enzima necesaria para digerir la lactosa. Por eso, de adultos se hace más difícil su digestión, y por eso algunos médicos recomiendan sacar la leche de la dieta. El médico japonés Hiromi Shinya afirma: “La leche es el peor tipo de alimento… la verdad es que no hay un alimento más difícil de digerir que la leche”. Según el doctor David L. Katz, de la Universidad de Yale, existe clara evidencia de que el consumo de lácteos no es esencial para un ser humano adulto. Katz estudió poblaciones que toman mayormente agua, comen plantas, se ejercitan y reciben luz solar, y tienden a tener huesos y corazones más fuertes, menos cánceres, infartos y diabetes.
MITO.
Con la leche y sus derivados consumimos hormonas y antibióticos que se les inyectan a las vacas, así como los pesticidas que se le ponen al alimento de los animales.
Cierto. En la ganadería industrial, las vacas son inyectadas con hormonas sintéticas para incrementar la producción de leche. Al producir más leche de la que su naturaleza permite, suelen desarrollar mastitis, una enfermedad de las glándulas mamarias que se combate con antibióticos. Hay estudios que vinculan las hormonas que se encuentran en la leche con la aparición de tumores cancerígenos. Sin embargo, otros expertos aseguran que los residuos de hormonas y antibióticos, así como de pesticidas, son regulados para que no excedan los límites aceptables. Otros, menos radicales, aconsejan el consumo de leche y sus derivados solo si provienen de granjas ecológicas, donde se respeta la naturaleza de las vacas: no se les alimenta con soya o maíz transgénico, y no se les cría con hormonas que aceleran su crecimiento ni con antibióticos.
MITO.
Hay que evitar consumir leche cuando se tiene una infección o gripa.
Cierto. Numerosos estudios demuestran que el consumo de lácteos incide directamente en la producción de mocos. Los doctores Frank Oski y Michael Klaper demostraron que se trataba de una reacción natural del sistema inmunológico a la proteína de la leche. Las mucosidades son el caldo de cultivo de virus y bacterias. Por esta razón muchos pediatras recomiendan suspender la leche de la dieta de niños que tengan alguna infección o gripa. Sin embargo, una investigación del área de alergología del departamento de Dermatología de la Universidad de Zúrich fue determinante al afirmar que no saben por qué aumenta la mucosidad al beber leche de forma habitual.
MITO.
Los bebés menores de un año no deberían tomar leche de vaca.
Cierto. La Academia Americana de Pediatría recomienda no dar leche de vaca antes del primer año de vida. La razón es que puede generar deficiencias de hierro (anemia), alergias alimenticias, cólicos o constipación. Aunque el contenido de hierro de la leche de vaca es similar al de la leche materna, en esta última el hierro puede ser absorbido por el bebé de manera fácil, mientras que de la leche de vaca el bebé recibe solo 30%. La Organización Mundial de la Salud alerta sobre el consumo excesivo y demasiado precoz de lácteos de vaca, en tanto “supone una carga excesiva para el riñón y puede aumentar el riesgo de anemia por el bajo contenido de hierro de la leche y porque causa pérdidas intestinales de sangre”.
MITO.
Los productos lácteos bajos en grasa o deslactosados son más sanos.
Falso. Para los más radicales, esta tampoco es una opción saludable, pues aunque no contengan toda la grasa de la leche entera, siguen teniendo otros ingredientes que no benefician la salud. La leche entera posee 3,9 gramos de grasa por cada 100 mililitros; la semidescremada, 1,7, y la descremada, 0,1. Aunque es evidente la reducción, es importante recordar que para eliminar la grasa de la leche se la somete a procesos que también destruyen las vitaminas liposolubles como la A, D y E, así como otros nutrientes. En los últimos años se viene promoviendo el consumo de las llamadas leches vegetales, hechas a partir de almendras, cáñamo, quinoa, avena o arroz, que resultan una opción para los alérgicos a la lactosa y tienen un alto valor nutricional, con menor contenido de grasa que la leche de vaca.
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