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Dos años atrapados en Zoom y Meet

Dos años atrapados en Zoom y Meet

Ilustración

Después de este par de años metidos en videollamadas, ¿por qué seguimos sintiéndonos incómodos y torpes cuando nos conectamos a una? La respuesta puede estar en nuestros cerebros y en cómo nos enfrentamos a esta herramienta tan útil como imperfecta.

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esde que estalló la pandemia y el aislamiento se convirtió en la nueva forma de vivir, millones de personas nos la hemos pasado metidos en Zoom y Meet (y los menos afortunados, en Teams). En ese tiempo encontramos el ángulo perfecto para nuestras cámaras, nos emocionamos cada vez que una mascota aparecía por ahí y, como si fueran los sonidos de nuestra propia casa, nos acostumbramos a los paisajes sonoros de las casas de los demás.

Desde marzo de 2020 las videollamadas también mejoraron mucho: hubo ajustes a las plataformas, nuevas características a nuestra disposición y en general, un interés por hacer que la experiencia de los usuarios aumentara conforme a la demanda de estudiantes, empleados y seres humanos ávidos de conexión. El próximo paso, dicen varias fuentes, son las videollamadas que utilizan inteligencia artificial para lograr el encuadre perfecto, y las que reemplazan las cámaras por visores de realidad virtual y a las personas por hologramas.

Sin embargo, por más tecnología y metaverso, las videollamadas siguen siendo una experiencia incompleta cuando las comparamos con una interacción cara a cara. Cuando interactuamos con otra persona, sea un amigo, colega, profesor o familiar, hay un intercambio de información, de experiencias y de emociones que hace que o nos unamos o nos alejamos de la otra persona. Pero de entrada, no estar en el mismo espacio físico que la otra persona nos quita la mitad de las claves para lograr una buena interacción.

Para empezar, una videollamada nos da una posibilidad que difícilmente se puede replicar si estamos en presencia de alguien más: apagar la cámara y controlar cuándo somos vistos. Para Adriana Calderón, neuropsicóloga clínica adscrita a Colsanitas, una de las cosas que esto permite es esconder nuestras emociones: que nadie vea la cara de fastidio que estoy haciendo, que no me vean sonreír o que no vean que estoy completamente distraída. Y para una comunicación eficaz, continúa Calderón, “es importante poder leer la emoción del otro. Eso hace que las relaciones sean realmente abiertas y claras, y que puedan evolucionar mejor. Porque si yo envío mi mensaje y nunca supe si a mi interlocutor le llegó o si no le gustó, la comunicación se va a truncar. El objetivo principal es dar un mensaje y entender cómo el otro toma lo que estoy diciendo”.

Calderón agrega que otro de los elementos que se pierden en las videollamadas es la mirada: no solo no estamos mirando al otro (que no es lo mismo que mirar a un cuadrito en una pantalla), sino que no percibimos cómo nos miran los demás y, en esa medida, cómo están reaccionando a lo que nosotros decimos. El tema puede empeorar si nuestro interlocutor está mirando hacia otro lugar, o si su cámara no lo encuadra de frente sino desde arriba o desde un costado. O, claro, si tiene la cámara apagada.

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Parece como si estuviéramos llenando vacíos: en una videollamada de trabajo, por ejemplo, tu jefe te dice algo mientras tiene la cámara apagada y como tú ni sabes cómo te miró ni qué gestos hizo cuando te habló, no puedes concluir si está furioso y te quiere despedir, o si en realidad no está pasando nada. Lo que ocurre en esos casos, como explica Rolando Salazar, decano de Psicología de la Fundación Universitaria Sanitas, es que “tu propio estado emocional empieza a proyectarse” y a completar lo que tú percibes que tu jefe siente, usualmente llevando a una sensación de angustia: “¿Qué pasó? ¿Era para mí? ¿Qué sigue? ¿Hay molestia?”.

Con las videollamadas también nos empezamos a ver a nosotros mismos todo el tiempo. Hasta hace pocos meses, si no querías verte tu propia cara, tenías que apagar tu cámara o minimizar la ventana de la videollamada y no ver a nadie. Era eso, o entrar en un estado de hiperconciencia sobre tu aspecto y el de tu entorno. Cómo se te mueven los labios cuando hablas, qué gestos haces con las manos, de qué manera se arruga tu nariz cuando te ríes. Es el mismo sentimiento que genera escuchar tu propia voz en una grabación, pero peor.

Para Salazar, esto activa los mismos “ideales del yo” que las selfies o las redes sociales: “es un culto a la imagen y a lo socialmente esperado, que quita tiempo, genera esfuerzos y permite que hagamos una negación de aquello que no me gusta, de esto que no está bien”. Es, en palabras del profesor Jeremy Bailenson de la Universidad de Stanford, como “si alguien te estuviera siguiendo constantemente con un espejo, para que cuando hables con otros, tomes decisiones, brindes retroalimentación y la recibas, te veas en él”. Adicionalmente, como lo manifiesta un artículo publicado en Vox, esta dinámica afecta más a las mujeres: al estrés del encierro y el cambio de nuestras dinámicas cotidianas le sumamos la presión de vernos bien siempre, y las videollamadas se convirtieron en un espacio donde “mujeres de todas las edades y profesiones han estado diseccionando su apariencia”.

Sumados, estos y otros efectos de las videollamadas generan lo que ahora se conoce como Zoom fatigue:  un conjunto de cargas adicionales para nuestros cerebros que, después de días enteros frente a la cámara, tienen consecuencias psicológicas. Para contrarrestar algunas de esas consecuencias, como la que mencionamos en el párrafo anterior, plataformas como Meet habilitaron la opción de esconder tu video sin apagar la cámara. Los demás te siguen viendo, pero tú ya no te ves a ti mismo.

Otro aspecto en el que las videollamadas han interferido es en nuestra atención. No solo dejamos de estar en ambientes controlados donde está mal visto distraerse, sino que, al dejar de compartir ese espacio con otros, nos volcamos hacia el correo, el chat, las redes sociales y las mismas videollamadas para mantenernos en contacto. Y nos distraemos.

Dejar esas demandas atencionales, como le dice la neuropsicóloga Calderón a las notificaciones incesantes, “es bastante complejo. Es un tema que requiere madurez cerebral y de una red que se llama el área de control inhibitorio, que hace que tú puedas dejar de lado la tentación y mantenerte enfocado”.

Las videollamadas, además, facilitan que nos distraigamos: mientras otro habla, nosotros estamos mandándonos memes por WhatsApp, comentando sobre lo que alguien acaba de decir o simplemente haciendo otra cosa. Es una comunicación en diferentes niveles que difícilmente tendríamos si la reunión fuera en una sala de juntas, y que a duras penas lográbamos sostener en el colegio a punta de papelitos que iban de un pupitre a otro.

Conocer en persona a alguien que solo habíamos visto por video también es una experiencia muy extraña: no solo nos damos cuenta que esta persona tiene un cuerpo que se extiende más allá de su pecho, sino que podemos ver su cara a detalle, estudiar sus gestos y *por fin*, leerlos con facilidad. Pero de nuevo, la situación es extraña. Dice Salazar que sería como entrar a la oficina y ver a tu mejor amigo del colegio sentado en tu puesto de trabajo: es alguien conocido, pero el contexto en el que lo conociste y el contexto actual no cuadran.

La buena noticia, al menos en este sentido, es que esa extrañeza se pasa. Luego de compartir un espacio físico con otro, nuestro cerebro empieza a hacerse ideas más claras de quién es esa otra persona y si queremos conectar con ella, y a la larga eso hará que las próximas videollamadas sean menos borrosas.

Porque seguramente habrá más, con hologramas y realidad aumentada.

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María Andrea Muñoz Gómez

Como Dorothy Parker, odio escribir, pero amo haber escrito. Quiero vivir en una montaña con mis dos perras.

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