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educación de mujeres

Las consecuencias adultas de crecer entre mujeres en colegio femenino

Ilustración

¿Cómo la ausencia de contacto constante con hombres en un entorno educativo femenino puede moldear nuestra percepción de ellos y las dinámicas de interacción siendo adultos? Recapitulando su historia y la de sus amigas, la autora nos cuenta.

No podría decir que me llevo particularmente bien con los hombres cisgénero. Siento, más a menudo de lo que me gustaría, que hay una barrera entre ellos y yo. Entre su humor y el mío, sus historias y mi interés, su manera de ver el mundo y mis pensamientos inamovibles. Me pregunté, en mi cumpleaños más reciente, rodeada de las amigas que han acompañado mi camino, si esa separación y falta de comprensión se debía a pasar toda mi vida en colegios femeninos católicos. No pasó mucho tiempo para deducir que la respuesta era sí.

Mi mamá siempre tuvo claro que mi educación tendría esas características. Dice que, para ella, las amistades entre mujeres “ayudan, levantan y protegen” y que quería eso para mi también. Su ejemplo no ha sido basado únicamente en palabras, sino también en las amigas de ella a las que llamo tías sin tener vínculos de sangre. Y cuando me veo a mí, y a la tía que seré para las hijas de Gina, Paula, Constanza, Mariana, Valentina y Luisa —por mencionar a algunas—, pienso en que su teoría funcionó, con una que otra consecuencia inesperada.

Los primeros encuentros

Mi infancia se construyó en un universo de mujeres: a excepción de mi papá, quienes me rodeaban eran las monjas, mis profesoras y las niñas con las que asistí al colegio. Fueron ellas junto a quienes exploré la imaginación de la primera infancia y de quienes aprendí las dificultades que vienen con los primeros años de estudio. En esa época, mi relación con el género masculino era prácticamente nula, a excepción de algunos primos a los que no veía lo suficiente como para comprender su actuar. 

Eran, para mis ojos de 10 años, seres diferentes a mí, la mayoría de veces con gustos muy distintos a la hora de jugar lo cual, a esa edad, es la base de la conexión. Y podría decir que eso era todo, desinterés, pero lo cierto es que también sentía cierto temor a lo desconocidos que eran para mí.

Mi subconsciente retenía los comentarios negativos que algunas religiosas hacían sobre los niños, diciéndonos, en la primera infancia, que eran “bruscos y sucios”, y ya en la adolescencia, que podrían convertirse en la fuente de todos nuestros “pecados”.

¿Embarazo? Culpa nuestra por mantener relaciones sexuales por fuera del matrimonio. ¿Acoso? Quizás deberíamos revisar el largo de nuestra falda o cómo actuamos a su alrededor. ¿Un profesor manteniendo una “relación amorosa” con una estudiante? A palabras necias, oídos sordos. Que la conversación alrededor del género masculino siempre estuviera ligada de culpas mal atribuidas generaba un sentimiento en mí que hasta el día de hoy sigue presente.

Confesiones de una típica adolescente

En esa época adolescente, en la que verse al espejo se convierte en una obligación tediosa, mi lugar seguro eran las amigas con las que me encontraba cada día a las 7 de la mañana antes de iniciar clases. La cotidianidad del colegio era una en la que no nos importaban los aspectos físicos que, más allá de esas puertas, se convertían en lo más relevante. “Allá me permitía ser libremente yo y no tenía que pensar dos veces qué iba a decir porque mis amigas eran —y son— una extensión de mí misma a su manera única”, recuerda Valentina, amiga mía desde ese entonces.

Y por eso mismo, que la relación con las mujeres a mi alrededor se viera atravesada por la mirada masculina fue uno de los momentos más difíciles dentro de mi experiencia adolescente. Quizás no pasó con aquellas más cercanas a mí, pero un sentimiento general de inseguridad y envidia sí se apoderó de mí. Quién era yo y cómo me presentaba al mundo se vio atravesado por el male gaze, y las mujeres que tanto conocía se convirtieron en competencia cuando los estudiantes de colegios masculinos llegaban por integraciones intercolegiales. “Mis diálogos internos cambiaron porque empecé a pensar mucho en qué era atractivo para ellos y cómo verían mi cuerpo comparado con el de las demás”, recuerda Valentina.

Por aquellos días la energía del colegio cambiaba por completo. La calma que trae la costumbre se transformaba en una energía casi frenética por ser una versión más “adecuada” de nosotras, con el cabello suelto y la falda más alta. “Si antes ya existía rivalidad entre mujeres, porque uno en la adolescencia está atravesando ese tipo de emociones, cuando se involucraban los hombres eso se duplicaba”, recuerda Juliana, quien también atendió a colegios femeninos toda su vida.

Esa época, en la que se dieron los primeros pasos de las amistades con hombres, me enfrentó a una versión de mí misma que al día de hoy aún no reconozco del todo. Una que acomodaba su atuendo y su personalidad a lo que esperaban otras personas. Una que negó su gusto por la música pop, por el color rosado y por las cosas extremadamente femeninas para parecer más interesante. “Tener amigos hombres era muy importante en ese momento dentro de los colegios femeninos, te hacía popular, entonces uno se acomodaba demasiado”, recuerda Juliana. 

Muchos años después, cuando recordamos entre risas esas épocas con mi grupo de amigas, todas aceptamos que crecer en un colegio femenino afecta la manera en la que nos comportamos frente a los hombres. En lugar de verlos como parte de la cotidianidad —que es lo que, imagino, sucede en colegios mixtos— su presencia se convierte en un hecho importante, su atención hacia nosotras, la validación de nuestro físico; y qué tan relajadas parecíamos a su lado, nuestra personalidad. “Cuando uno normaliza estar con hombres en el día a día no requiere de tanta aprobación masculina como cuando se está únicamente rodeada de mujeres todo el tiempo”, explica Juliana. 

Y es cierto: lo descubrí en la universidad.

Los primeros encuentros

Pasar de estudiar únicamente con mujeres a un ambiente mixto en la universidad puede compararse perfectamente con la escena de Mean Girls, cuando Cady Heron —interpretada por Lindsay Lohan— llega a su nuevo colegio y no encuentra su lugar entre la gente. “No viví una relación progresiva con ellos sino que llegaron de un momento a otro y eso me puso en un contexto desconocido para mí, obligándome a descubrirme en ese entorno”, recuerda Valentina sobre sus primeras semanas en Administración

En mi caso, aunque ahora había hombres a mi alrededor en un contexto similar al mío, fueron las mujeres el refugio al que me acerqué, incluso sin conocerlas. La familiaridad me permitió encontrar, de nuevo, un grupo de amigas con el que comencé a navegar ese nuevo entorno. Esa seguridad que ellas me brindaron fue, también, lo que me permitió vivir mi mejor época con amigos (y subrayo “amigos”, porque es importante). Logré comprender mejor su manera de ver el mundo y cómo se enfrentaban a él, tan distinto a mi perspectiva, lo que hizo que creciera en mí una tolerancia hacia nuestras marcadas diferencias.

Sin embargo, esas nuevas amistades, aunque no todas superficiales, fueron breves. Se disolvieron junto con las fiestas de fin de semana, el desinterés por las charlas profundas, los comentarios sobre el cuerpo de otras mujeres y el machismo que ocasionalmente se colaba en sus bromas.

Para Juli, que tampoco conserva amistades con amigos de la universidad, la causa fue otra: “Ellos estaban interesados en mí más por una atracción física que por quién era realmente”.

No encontré con ningún hombre cisgénero —además de mi novio— una amistad tan emocionalmente estable como las que tengo con las mujeres. Tampoco lo han hecho la mayoría de mis amigas, cuyos círculos sociales son muy parecidos al mío. Esa falta de integración desde la infancia marcó tanto mi cerebro, el de todas nosotras, que el vínculo sigue sin funcionar de la misma manera. No obstante, eso no quiere decir que mi relación con ellos no haya cambiado con los años. Normalizar su presencia desde la universidad los bajó de ese pedestal que yo misma había creado, en el que su opinión pesaba más de lo necesario.

No puedo imaginar qué tan distinta sería mi vida si hubiera crecido en un colegio mixto, donde los niños, adolescentes y hombres hubieran formado parte de mi panorama diario. Seguramente me habría ahorrado muchas competencias innecesarias que construí en mi mente, pero no hay manera de saberlo. Lo que sí tengo claro es que ese día a día rodeada solo de mujeres fue lo que me permitió crear los vínculos que hoy son los más importantes en mi vida. Y que mis amigas digan lo mismo me confirma, con total seguridad, que si pudiera volver atrás, no tomaría una decisión diferente. Quizás mi mamá tenía razón.

Zamira Caro Grau

Comunicadora social y periodista de la Pontificia Universidad Javeriana. Nacida en Barranquilla, pero hija adoptiva de Bogotá desde los cuatro años. Disfruta inmensamente escribir sobre música, mujeres, viajes, bienestar y las películas del año que la han hecho llorar. La puede leer en revista Bacánika y en Diners.

Comunicadora social y periodista de la Pontificia Universidad Javeriana. Nacida en Barranquilla, pero hija adoptiva de Bogotá desde los cuatro años. Disfruta inmensamente escribir sobre música, mujeres, viajes, bienestar y las películas del año que la han hecho llorar. La puede leer en revista Bacánika y en Diners.

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