Batallas sobre la brea albina
¿Qué herencia nos dejó la televisión? ¿Qué papel juega en la escritura y la creatividad? Esta es una confesión sobre el arte de la desconcentración.
Cuando era niña pensaba que no tenía imaginación. Hija del feminismo –criada por la televisión y por mi abuela, mientras mi mamá trabajaba y estudiaba– mi primer contacto con el mundo exterior fue a través de una pantalla.
Mataba el tiempo observando a un perro inmenso cazar fantasmas con ayuda del azar, a un cavernícola hablar con un marciano sobre sus problemas de pareja y a una familia del futuro que vivía muy cómoda en el año 2000 usando platillos voladores como servicio de transporte público. Cuando me aburría y me iba a jugar sola, me tendía sobre la cama esperando a que los fantasmas y el perro aparecieran para poder salir a perseguirlos. Aguardaba, durante horas, a que por la puerta del cuarto entrara un amigo imaginario para corretearlo por toda la casa. Me gustaba especular sobre la forma que tendría mi compañero de juegos. Tal vez por la puerta se asomaría un robot. O un delfín. O un gato. O una niña con ojos de marciano. O un delfín con patas de perro. O un gato vestido como yo. O una niña con voz de gato. O un delfín con piel de marciano. O un perro con cara de niña. Ninguno jamás cruzó por la puerta. Nunca. Por más de que me concentrara, cerrara los ojos, frunciera el ceño, respirara profundo y pujara con fuerza, nada de lo que visualizaba borroso en mi mente se aparecía de manera concreta frente a mí. Aunque en la televisión los seres imaginarios sí se le aparecían a sus demiurgos como si fueran hologramas o sombras hechas de algo similar a la carne y al hueso. Estaba enferma y confinada a la soledad de un terrible secreto: era una niña sin imaginación.
Otra confesión: envidio a los artistas porque tienen la capacidad de convertir exactamente “eso” que imaginan en objetos tridimensionales, mecánicos, concretos. Envidio el proceso que involucra imaginarse una silla sobre la cual se suspende una rueda de bicicleta. Y luego, efectivamente, tomar una silla y una rueda para componer una gran obra de arte. Mejor aún, tomar la silla y la rueda y reinventar la manera en la que se concibe el arte y, con una sonrisa entre burlona e infantil, llamar al maravilloso objeto creado “un divertimento”. Envidio a quienes tienen que moldear, amasar, rasgar, formar y deformar materiales tangibles para representar lo que está en sus cabezas. Batirse a muerte con tela, papel fotográfico o grafito, pareciera tener un asidero mucho más real que estar constantemente peleando con esa maraña intangible y confusa que es el lenguaje.
En 1932 Henry Miller escribió once mandamientos para intentar organizar una rutina de creación y escritura. Dice el número cinco “cuando no se puede crear, se puede trabajar”, y el número siete “¡hazlo humano! Visita gente y lugares, tómate un trago si así lo deseas”, y el número diez “olvídate de los libros que quieres escribir. Piensa solamente en el libro que estás escribiendo”. ¡San Henry Miller, a ti me encomiendo! Riego mi jardín creativo, que está bastante seco, con un par de gin tonics y prometo serle fiel a mis proyectos y no abandonarlos en la promiscuidad de las ideas inconclusas.
Imagino que el lenguaje es un caldero de brea albina burbujeante donde estoy intentando aprender a nadar. A duras penas logro flotar manteniendo la cabeza por fuera. Doy patadas débiles que no dejan que me ahogue. Cada intento de escribir lo que pareciera ser un relato, un poema, o un fragmento sencillo como este, termina convertido en una lección de natación en la que me obligo a vencer el miedo y a confiar en el principio de Arquímedes. Tengo que concentrarme, cerrar los ojos, fruncir el ceño, respirar profundo, pujar con fuerza y repetir el siguiente mantra: la brea albina no me devorará, la brea albina no me devorará, la brea albina no me devorará. E intentar salir a flote moldeando y rasgando las palabras. Algunas veces siento que todo está perdido y me hundo en el caldero intentando tocar su fondo con las plantas de los pies. La zambullida no es sorda, como cuando uno se sumerge en el mar o en la piscina. Reverberan los sonidos de palabras que parecieran existir sólo por el deleite de ser pronunciadas. Como antílope, o estegosaurio, o plétora. Y la brea albina me vuelve a lanzar enérgica sobre su superficie hirviente.
El diario británico The Guardian le pidió a Zadie Smith que compartiera sus diez reglas sobre la escritura. La número siete es trabajar en un computador que no tenga internet.
La artista, escritora, directora de cine y actriz norteamericana Miranda July grabó un video para ayudar a aquellos que se distraen fácilmente de las labores creativas.
Sobra decir que entre cada una de las oraciones que aquí he escrito hay cientos de fugas hacia catálogos de zapatos, charlas intermitentes por Facebook y una que otra consulta al oráculo del I Ching. También, por supuesto, la ejecución de las instrucciones del video. En 2009, July escribió It Chooses You, un libro que puede ser leído como sus aventuras persiguiendo a quienes se encontraban detrás de los anuncios clasificados de un diario de Los Ángeles que vende baratijas o, como el testimonio de lo difícil que puede llegar a ser el proceso de escritura. A lo largo de sus páginas, July entrevista a una docena de personajes extraños que la hacen cuestionar su vida, sus preocupaciones y la manera en la que ella entiende al mundo. Pero también manifiesta , de manera sincera, lo difícil que resulta terminar un proyecto creativo, pues en el momento en el que comenzó a escribir este libro estaba en medio de la escritura del guión de su película The Future. He de confesar que tengo una relación casi masoquista con la escritura. Cada remiendo de lenguaje que logro enhebrar trae consigo gran satisfacción, pero también un miedo helado y fulminante que me paraliza los dedos y que hace que mi atención se vuelque hacia cualquier otra cosa que no sea escribir. Esa corriente también arrastra submiedos: a veces aparece un miedo rojo ardiente al rechazo, o un miedo al fracaso que se siente como una vara de hierro entre las vértebras, o un miedo a que ni el cuerpo ni la mente sean suficientes para ejecutar aquello que quiero hacer. Ese miedo suena como un latigazo arrítmico y constante en el fondo de la cabeza.
2. Ser sumiso ante todo, abierto, escuchar. 5. Algo que sientes encontrará su propia forma. 9. Las innombrables visiones del individuo. 13. Quitar las inhibiciones literarias, gramaticales y sintácticas. 14. Escribe en recuerdo y asombro hacia ti mismo. 19. Siempre acepta la pérdida. 20. Cree en el santo contorno de la vida. 21. Lucha para hacer un boceto del flujo que ya existe intacto en tu mente. 29. Eres un genio todo el tiempo. Jack Kerouac hizo una lista de treinta creencias y técnicas para la prosa y la vida. Dicen que fue encontrada pegada detrás de la puerta del cuarto del hotel en el que Allen Ginsberg escribió su famoso poema “Howl”.
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