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Depresión en becados

Depresión en becados

Ilustración

Ganar una beca representa una oportunidad que puede cambiar la vida. Esos cambios no solo involucran aprendizaje y crecimiento. El choque social y presiones de todo tipo pueden traducirse en cuadros depresivos. Este reportaje explora la salud mental de los becados en programas como Ser Pilo Paga y se detiene en casos que revelan la otra cara de una moneda de alto precio. 

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Andrés

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o era la primera vez que le pasaba, pero eso no significaba que cada vez que sucedía fuera menos intenso. El corazón le palpitaba al ritmo y a la velocidad del bombo de un baterista de rock. Sin darse cuenta, se encontraba bañado en sudor y su propio cuerpo ardía como una hoguera. En su mente revoloteaban, de aquí para allá, pensamientos siniestros junto a la profunda intranquilidad de que algo malo iba a suceder en cualquier momento, aun cuando racionalmente sabía que estaba en un lugar seguro. No podía soportar más estar en clase: estaba teniendo un ataque de pánico.

Andrés –cuyo nombre fue cambiado por solicitud suya– ingresó a la Universidad de los Andes en 2016 como uno de los 39.996 beneficiarios en todo el país de la beca Ser Pilo Paga, otorgada a los mejores estudiantes de bajos recursos económicos en Colombia.

Lo que se suponía que iba ser una oportunidad para acceder al preciado recurso de la educación se convirtió en un verdadero calvario por cuenta de la depresión y la ansiedad. Ya le habían diagnosticado estos trastornos del estado de ánimo desde el colegio, pero fue precisamente durante su etapa universitaria cuando mostraron su cara más inclemente.

La falta de orientación vocacional, la presión académica e incluso la adaptación a una ciudad como Bogotá fueron factores que sumieron a Andrés en una tristeza insondable que en su momento lo llevó a internarse en la Clínica La Inmaculada, por cuenta de una crisis depresiva.

Su caso no es una cruel excepción a la regla. Al contrario, es un ejemplo más del creciente registro que da cuenta del precario estado de la salud mental de los colombianos en general –especialmente en relación con la depresión– y de la vulnerabilidad de los estudiantes universitarios en Colombia.

Solo en 2018 se registraron 180.515 episodios individuales de depresión en el país, según cifras entregadas por el Ministerio de Salud en respuesta a un derecho de petición. Esto equivale aproximadamente a 10 veces la población estudiantil de la Universidad de los Andes.

Entre los jóvenes de 16 a 24 años la situación es particularmente grave, ya que en ese mismo año se registraron 29.033 episodios individuales de depresión en estas edades.

Más allá de la cifra específica, quizás lo que más llama la atención es el crecimiento vertiginoso de este trastorno en la población colombiana.
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Cifras deprimentes


En 2009 se presentaron 65.029 episodios de depresión en toda la población. Es decir, el diagnóstico de este trastorno creció en un 277.6% desde 2009 hasta 2018. Para los jóvenes entre los 16 y los 24 años, la cifra para esa misma anualidad era de tan solo 3.638 casos, lo que implica un aumento de un 798% en los diagnósticos de episodios de depresión durante los últimos 9 años.

Ha sido tal el panorama a nivel estadístico y epidemiológico, que el último Boletín de salud mental sobre depresión, emitido por el Ministerio de Salud en marzo de 2017, reconoce explícitamente que “la depresión se ha convertido en un problema de salud pública”.

A pesar de esto, la depresión entre la población estudiantil universitaria, becada o no, sigue siendo un problema invisible.

Como lo reconoce el Ministerio de Salud, en la actualidad no se cuenta con cifras cruzadas que permitan saber cuántas personas que sufren depresión están cursando algún programa de educación superior, una población que el Ministerio de Educación cifró en 2017 en 2,4 millones de personas. La razón es que, según las autoridades nacionales de salud, “los Registros Individuales de Prestación de Servicios de Salud (RIPS) no dan cuenta de si las personas con diagnóstico de depresión se encuentran adelantando algún tipo de educación universitaria”. Esos RIPS son documentos que deben llenar y registrar todos los profesionales de la salud cada vez que atienden a un paciente y donde consignan múltiples datos, desde información personal del paciente hasta el diagnóstico médico.

En el Ministerio de Educación el panorama resulta igualmente sombrío. “El diagnóstico de enfermedades mentales no forma parte de las variables de seguimiento de la población estudiantil”, reconoce dicha cartera en respuesta directa a un derecho de petición, aun cuando hay serios indicios que apuntan a que el panorama es preocupante entre el sector de la población al que pertenece Andrés.

Aproximadamente el 15,5% de los estudiantes padecen depresión moderada o severa. Eso es tres veces más que la media mundial, ya que según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS) aproximadamente el 5% de la población mundial padece depresión.

Si a la ecuación le añadimos los casos de depresión leve, resulta que un 42,9% de los estudiantes se encuentran afectados por depresión, según concluyó un estudio realizado entre 1344 estudiantes de Medellín, por un equipo multidisciplinario de profesionales de la salud y la educación, compuesto por Javier Gutiérrez, Liliana Montoya, Beatriz Toro, Adelaida Briñón, Esmeralda Rosas y Luz Salazar de la Universidad CES en 2010.   

La única fuente gubernamental que puede dar alguna pista a nivel estadístico sobre el estado de la salud mental de los estudiantes colombianos es el Sistema Nacional de Información Superior (SNIES), gestionado por el Ministerio de Educación.

Allí se especifica, según datos consolidados por el mencionado Ministerio, que en 2017 había 187 estudiantes universitarios en Colombia que sufrían de algún tipo de discapacidad psicosocial, un concepto sombrilla que agrupa los trastornos depresivos, bipolares, de ansiedad (de angustia, obsesivo/compulsivo, estrés postraumático) y de personalidad.

Esa cifra tiene un fuerte subregistro ya que, como reconoce el mismo Ministerio de Educación, “el reporte de esta variable se realiza a través de autodeclaración, razón por la cual las estadísticas que se obtienen no representan la totalidad de la atención de esta población en el  sistema de educación superior en el país”.

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Daniela y Johanna

A sus 25 años, Daniela Acosta todavía recuerda vívidamente el día de su inducción en la Universidad de los Andes. Han pasado ocho años desde entonces, pero cuando lo cuenta se agarra un mechón de su pelo blondo oxigenado y se lo echa para atrás, enarca su ceja derecha y abre los ojos completamente. “Escuchaba que mis compañeros decían cosas como ‘qué asco que nos toque con becados’”, cuenta Acosta, con cierta extrañeza y dolor en su voz.

Daniela estuvo estudiando seis años por cuenta de la beca Quiero Estudiar otorgada por la Universidad de los Andes a los mejores puntajes de la entonces llamada prueba ICFES. Durante ese tiempo, para ella fue muy difícil hacer amigos entre sus compañeros de arte e historia.

“Yo entré muy prevenida por la diferencia socioeconómica y por la idea de que todo era competencia en Los Andes […] Entré y le tenía miedo a la gente por eso”, dice.

La difícil adaptación a un contexto en el que se sentía foránea la hizo experimentar una tristeza desconocida: en ella ya se empezaba a incubar la depresión, esa misma que le diagnosticaron por primera vez en 2014 y a la que contribuirían otros factores.

Johanna López vivió una experiencia muy similar cuando empezó a estudiar administración de empresas en la Universidad Javeriana en el 2009, gracias a una beca para hijos de los empleados. La imposibilidad económica de llevar un estilo de vida similar al de sus compañeros la hicieron sentirse marginada: las salidas a restaurantes durante la hora del almuerzo o la ropa de marca que usaban le producían un sentimiento de alienación. En ese momento Johanna pensó que lo mejor era botar la toalla y no seguir en la universidad.

Las historias de Daniela y Johanna hacen parte de un fenómeno que ha sido estudiado extensamente por la psicología.

Para María Angélica Silva, psicóloga clínica y profesora de la Universidad Javeriana, son varios los factores que hacen que los estudiantes sean una población especialmente vulnerable a la depresión. “Entre los 14 y 21 años están sucediendo varios cambios biológicos y están en una etapa de ciclo vital compleja donde están construyendo su identidad. Entrar en una universidad de élite para un estudiante becado, de clase media o clase baja, es un choque cultural muy fuerte. Se da cuenta de que sus compañeros tienen más, y ello tiene impacto sobre su autoestima”, dice Silva, quien tiene un consultorio privado desde 2003 en donde atiende casos de adolescentes y también trabaja en la Clínica Monserrat.

Este choque cultural, añade, “es un factor de riesgo [para la depresión] altísimo. Inclusive yo a nivel preventivo, cuando trabajo con los padres que van a escoger universidad, trato de movilizarlos a que comprendan que esto afecta el éxito. Un chico tendría más éxito en una universidad de valores económicos intermedios, siendo de los mejores, resaltando”, dice esta psicóloga, quien también trabaja con jóvenes beneficiarios de la beca universitaria Bachilleres Ecopetrol, ya que también es psicóloga adscrita a la petrolera colombiana.

Es tal la dimensión del problema que un estudio realizado entre 5.021 estudiantes universitarios de Estados Unidos demostró que la condición socioeconómica es un factor de riesgo para la depresión, la ansiedad y la ideación suicida, ya que quienes provenían de familias pobres económicamente tenían mayor probabilidad de presentar alguno de estos trastornos. Esta fue la conclusión a la que llegaron Daniel Eisenberg, Sarah Gollust, Ezra Golberstein y Jennifer Hefner, investigadores del Departamento de Políticas y Administración Sanitaria de la Universidad de Michigan.
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De la presión a la depresión

Johanna no abandonó la universidad, aunque sí se cambió de carrera, a psicología.

Allí encontró la que sería su verdadera vocación. Eso no significaba que los problemas fueran a desaparecer: sabía que para conservar la beca debía tener el promedio por encima de 3,8. Cada evaluación, cada quiz, cada taller, eran pruebas no solo para su intelecto sino también para su capacidad económica de poder estudiar en el futuro. Eso la hizo convertirse en una estudiante muy esmerada, pero las evaluaciones eran para ella una fuente de presión muy fuerte.

A eso había que sumarle la presión de sus padres. “A veces sentía que la presión era mi mamá. Ella me decía ‘tienes que sacar buenas notas’. Al final del semestre me preguntaba ‘¿y cómo vas con las notas? ¿Y los parciales qué tal? ¿Y los trabajos? ¿Y cuándo vas a meter electivas?’. Claro pues como ella trabajaba allá sabía todo lo que uno tenía que hacer: las complementarias, las electivas, los profesores […] Al final te metía mucha presión, y yo siempre estaba pensado: ‘¿Y si pierdo la beca? ¿Y si pierdo la beca? ¿Y si pierdo la beca? ¿Y si pierdo la beca? ¿Qué voy a hacer, cómo voy a pagar la universidad?’”, cuenta Johanna recreando con su voz una angustia que contrasta directamente con la firmeza y la seguridad de su mirada profunda.

La cristalización de este estrés llegó el día anterior a un examen final de psicología clínica. Después de estudiar toda la tarde con sus compañeras, Johanna llegó a su casa exhausta y con toda la intención de acostarse a dormir. Cuando entrecerraba los ojos en su mente aparecían las probables preguntas del examen. En vez de descansar, su cerebro repasaba los conceptos y preparaba las posibles respuestas que iba a dar.

Súbitamente su garganta se cerró y empezó a quedarse sin aire; su corazón latía con la velocidad y el ritmo irregular y sincopado de un bailarín de claqué. Estaba empapada de sudor frío. Johanna pensaba que se iba a morir.

Su mamá la llevó a urgencias. El doctor que la atendió le explicó que estaba teniendo un ataque de pánico. La solución para su dolencia era tan sencilla que resultaba paradójica: Johanna tenía que calmarse.

Al otro día, a pesar de haber pasado una noche de pesadilla, fue a tomar su examen. Las ojeras eran la evidencia de una noche angustiosa y eran tan profundas que contrastaban en su piel morena. Le fue muy bien: sacó 4,7.

“Entre estudiantes becados existe una presión mayor […] Tras de que el joven está reventado con una serie de exigencias académicas, tiene un papá en la casa que le dice que van quebrar por su culpa, que va a perder la beca, que ya no va a poder estudiar”, explica María Angélica Silva, para quien la presión familiar es otro factor de riesgo para la depresión y la ansiedad, especialmente en estudiantes becados.

Esta presión familiar, según explica Silva, puede generar estrés, un factor que incide negativamente sobre la salud mental.

La presión académica y el exceso de trabajo o estudio es otro factor de riesgo que incide sobre la posibilidad de tener depresión. “El mayor índice de depresión que tengo en mi oficina es de estudiantes de medicina, ya que dicha carrera implica mucho estudio”, dice Silva.

Para ella hace falta mucho trabajo en el área de prevención. “Hay que hacer muchas más campañas en donde se promueva el reconocimiento del derecho al descanso y programas de calidad de vida, en donde se promueva que descansar es parte del estudio”, complementa.

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Luego de estudiar ingeniería de sistemas en los Andes durante un semestre, Andrés decidió que quería cambiarse de carrera: era algo a lo que tenía derecho como beneficiario de la beca Ser Pilo Paga. Empezó a estudiar literatura, un área más afín con sus intereses. A pesar de esto, a menudo veía impotente cómo la carga de trabajo se le acumulaba y le paralizaba: los ensayos argumentativos, reseñas, libros por leer y clases por atender lo desesperaron hasta que sencillamente no pudo tolerarlo más.

Se encontraba a cientos de kilómetros de su familia y de su ciudad natal. Tampoco tenía muchos amigos en Bogotá, así que no contaba con una red de apoyo que pudiera aconsejarlo. Rápidamente lo invadió una tristeza profunda. Andrés estaba sumido en una crisis paralizante que hacía que nada a su alrededor tuviera sentido.

Cuando fue a la decanatura de estudiantes de su universidad –encargada de velar por el bienestar de los estudiantes–, y que cuenta con un equipo de psicólogos para asesorar a los alumnos, lo remitieron inmediatamente a la Clínica La Inmaculada, ya que estaba sufriendo un episodio depresivo grave.

El tiempo que Andrés estuvo internado en La Inmaculada fue suficiente como para que tuviese que retirar el semestre. En la universidad le ayudaron a hacer el papeleo necesario para justificar ante el Estado el retiro temporal y no perder la financiación. Desde el gobierno le mantuvieron la beca, aunque le solicitaron que —ya que no estaba estudiando— devolviera el dinero del subsidio de sostenimiento.

Aunque son varios los factores que, en materia de salud pública, se identifican como potenciales generadores de riesgo de depresión entre estudiantes, el que se suele identificar con mayor preponderancia en los estudios epidemiológicos generalmente está relacionado, como en el caso de Andrés, con la presión académica.

El 40,4% de los estudiantes afirma no tener tiempo suficiente para descansar, según un estudio realizado en 2014 entre 973 alumnos de la Universidad de Cartagena, por Katherine Arrieta, Shirley Díaz y Farith González –quienes son egresados de la maestría en salud pública de la Universidad Nacional–. Dicho estudio también concluyó que el 75,4% de los estudiantes pueden presentar sintomatología depresiva.

Al preguntarles a los estudiantes con depresión severa de Medellín, en la investigación de la Universidad CES, cuáles situaciones les provocaban mayor estrés, el  58,3%  dijo que el volumen de los temas de estudio; el 58% mencionó las presentaciones orales; el 45% afirmó que las evaluaciones escritas;  y el 31% señaló las expectativas sobre el futuro.
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La búsqueda de alternativas

La imposibilidad de conseguir amigos entre sus compañeros de carrera hizo que Daniela Acosta se refugiara en el taekwondo, deporte en el que llegó a obtener el cinturón azul. Las patadas y los puños se convirtieron en su mejor aliado para liberar el estrés, hasta que llegaron las lesiones.

En un lapso de tres años sus rodillas y los ligamentos acumularon más de 20 lesiones –entre fracturas, luxaciones y desgarros– y dos intervenciones quirúrgicas.

No poder practicar su deporte favorito, así como el constante dolor que sufría en sus huesos y músculos, sumados a dos episodios de violencia sexual (uno sucedido en la universidad), la sumieron en un estado de desesperanza y tristeza abismales. Su psicólogo le diagnosticó depresión.

Daniela empezó a ir a las consejerías de la decanatura de estudiantes de su universidad para recibir apoyo académico y psicológico, pero las dejó rápidamente cuando, según cuenta, una de las profesionales en psicología de allí le recomendó bañarse con sal marina para manejar la ansiedad y la depresión.

Sus días se volvieron letárgicos y las actividades de la universidad dejaron de tener sentido. Un día, en el taller de arte de la universidad, contempló la posibilidad de quitarse la vida, pero un profesor logró detenerla antes de que se autoinflingiera alguna lesión, aunque este nunca le comunicó a ninguna autoridad universitaria dicha situación para poder tomar medidas apropiadas y salvaguardar la salud de Daniela.

Meses después de ese incidente, Daniela se sumió en otra crisis de depresión. Durante semanas fue incapaz de escribir —una de las actividades que más disfrutaba— palabra alguna para sus trabajos universitarios. Por más que lo intentara conscientemente, su mente no le obedecía y mientras tanto los trabajos se acumulaban. Decidió darle una segunda oportunidad al servicio de psicología de la decanatura para buscar asesoría, y allí decidieron reportar el caso y le sugirieron que debía internarse en una clínica. Esa misma tarde Daniela estaba completamente sedada y bajo evaluación psiquiátrica en la Clínica Monserrat. A la semana le dieron el alta y a los pocos días se graduó de su primera carrera.

DEPRE2
separadorEl caso de Andrés era conocido ya entre varios profesores de su facultad. “En muchos casos los profesores me decían que si no podía resistir las clases, pues que me saliera […] En una clase de la carrera tuve un ataque de ansiedad. La profesora reportó ante el departamento, pero el departamento no hizo nada”, cuenta.

Para ambos, las medidas desplegadas por la universidad para cuidar de la salud mental de los estudiantes son insuficientes, a pesar de los esfuerzos que se adelantan para implementar estrategias de prevención y atención en materia de asistencia psicológica.

La Universidad de los Andes, por ejemplo, tiene múltiples programas de apoyo a los estudiantes que gozan de alguna financiación. Cada psicólogo en el Centro de Diversidad de la universidad tiene asignado a un grupo de becados y constantemente les envían correos en donde les informan de los diferentes canales de apoyo con los que cuentan los estudiantes. Solo en 2018, el Centro de Diversidad, que hace parte de la decanatura, realizó 2190 consejerías –entre toda la población universitaria–, un espacio en donde los estudiantes pueden hablar con un psicólogo para buscar asesorías en temas tan variados como los requisitos para renovar la beca, la administración del tiempo o incluso sobre asuntos personales. Nunca hacen atención clínica, ya que los casos más graves los remiten a profesionales especializados.

Desde la decanatura también realizan talleres de primeros auxilios emocionales para capacitar a los profesores de la universidad en este tema, aunque no son de asistencia obligatoria. Ya que la ley lo obliga en muchos casos, la capacitación de empleados en materia de primeros auxilios tradicionales es una práctica difundida entre las estructuras corporativas colombianas, mientras que en lo que se refiere a los primeros auxilios mentales, psicológicos o emocionales, hay un rezago claro, por cuanto la capacitación en este aspecto es totalmente opcional.
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Otros horizontes, el mismo panorama

Johanna no paraba de sonreír abundantemente. Sus dientes emitían un destello intenso que permitía reconocer que la respuesta era la esperada. Después de graduarse como psicóloga en la Javeriana, la Organización de Estados Americanos (OEA) se comunicó con ella para decirle que le iban a otorgar la beca a la que había aplicado.

Ilusionada, emprendió su camino hacia Florianópolis, en el sur de Brasil. Empezó su maestría en psicología en la Universidad Federal de Santa Catarina (UFSC). La primera barrera a la que se enfrentó fue el idioma. Johanna había estudiado portugués, pero a pesar de eso no lograba entender gran parte de lo que le decían sus profesores, compañeros de piso y de universidad. Ello le dificultó mucho hacer amigos. Johanna también se sentía desarraigada: le hacían falta su pareja, Felipe, y su familia.

A Johanna se le acumuló la carga académica (tener que escribir los trabajos en portugués hacía que se demorara más haciéndolos) y la desesperación se apoderó de ella. La sonrisa fulgurante se había convertido en un desconsuelo amargo.

“Todos los días llamaba a mi novio llorando por Skype. No comía, no dormía: yo no era yo” dice Johanna. La presión de saber que si se retiraba de la maestría tal vez tendría que devolver el dinero que desembolsó la OEA era casi tan punzante como la de imaginar qué pensarían su familia, sus amigos y sus conocidos por haber desaprovechado semejante oportunidad.

Ante esta encrucijada, Johanna optó por darle prioridad a su salud mental. Tan pronto finalizó el primer semestre, notificó en la facultad que no seguiría estudiando y cogió un vuelo para Bogotá. En la UFSC le ayudaron a gestionar los trámites de retiro para que no le cobraran el reembolso de los recursos girados por la OEA. Al volver, su familia la recibió sin reproches y con una sonrisa colectiva.

Durante su periplo por Brasil, Johanna cuenta que nunca recibió ningún tipo de acompañamiento ni de la OEA, el ICETEX o la Cancillería para afrontar los retos que implicaba estudiar en el exterior. Se sintió sola y abandonada en un país que no era el suyo, así como quizás se sienten los muchos jóvenes estudiantes universitarios colombianos que atraviesan una situación similar en su propia tierra.

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La respuesta oficial

El Ministerio de Educación reconoció, en respuesta a un derecho de petición, que en la actualidad “no cuenta con una acción específica para la atención directa de [los beneficiarios de la beca Ser Pilo Paga y Generación E] sino que desde sus  competencias […] acompaña a las Instituciones de Educación Superior en la definición de orientaciones para lapermanencia estudiantil”.

Al preguntársele al Ministerio de Salud qué programas o políticas públicas se han adelantado por parte del Estado, o el actual gobierno, para la prevención o tratamiento de la depresión entre la población estudiantil universitaria en Colombia, la respuesta fue escueta y abstracta: “actualmente se adelanta una mesa de trabajo con [la Asociación Colombiana de Universidades] ASCUN para trabajar de forma conjunta en el diseño de estrategias que impacten en esta problemática para esta población específica”.

Las cifras en materia de atención en salud mental también resultan reveladoras. Buscar apoyo especializado a través de la EPS puede llegar a ser un verdadero suplicio y un desincentivo muy grande. En el Ministerio de Salud no cuentan con datos específicos que permitan saber cuánto tiempo puede demorarse obtener una cita con un especialista en psicología o psiquiatría, ya que de acuerdo con dicha cartera “en la actualidad existen alrededor de 75 entre primeras y segundas especialidades médicas, por lo que exigir el reporte de los tiempos de espera de cada una sobrepasa la capacidad tanto técnica como de recurso humano de muchas instituciones”.

Sin embargo, la Encuesta Nacional de Salud Mental de 2015 cuenta con datos globales. El dato más reciente de la encuesta es de 2011 y dice que una cita con un especialista (en cualquier área) se demora en promedio 8 días.

Camilo Ramos, quien sufre de distimia (o trastorno depresivo persistente) y estuvo becado durante un semestre en la Universidad de los Andes, dice que en su momento tuvo que llamar más de 10 veces a la línea de atención de Compensar para agendar una cita con un psicólogo antes de desistir y buscar un especialista particular.

De acuerdo con la Encuesta de Evaluación de los Servicios de las EPS, realizada por el Ministerio de Salud en el 2016, al 27,4% de los usuarios del sistema de salud les indicaron que “no había agenda” para acceder a algún servicio médico, es decir que sencillamente no había disponibilidad.

Por su parte, el cronograma de María Angélica Silva para la atención de pacientes de Ecopetrol está lleno a dos meses. El sistema de salud de Ecopetrol si bien es público, al concentrar a una parte específica de la población, es percibido como un sistema privilegiado.

Esta dificultad para acceder a servicios en materia de salud mental en gran medida obedece a la falta de profesionales en esta área. Según cifras del año 2017, proporcionadas directamente por el Ministerio de Salud, había 1003 psiquiatras en toda Colombia, es decir uno por cada 44.865 habitantes. Un país como Estados Unidos, que según la revista Forbes atraviesa por una carestía de profesionales médicos con esta especialización, cuenta con 28.000 psiquiatras (uno por cada 11.678 habitantes). Países como Finlandia, Alemania, Grecia, Francia y Luxemburgo –que lideran el ranking europeo en esta materia– cuentan en promedio con un psiquiatra por cada 4500 habitantes, de acuerdo con la Oficina de Estadísticas de la Unión Europea.

La precaria prestación de servicios en materia de salud mental tiene un efecto perverso sobre el bolsillo de los pacientes, quienes se ven obligados a pagar médicos particulares que no son necesariamente económicos, por cuanto la oferta es escasa y la demanda sigue creciendo.

Daniela Acosta, por ejemplo, paga más de 200.000 pesos por una hora de atención psiquiátrica con un médico particular. Este valor no es excepcional, ya que la hora de consulta entre varios psiquiatras consultados puede oscilar entre los 180.000 hasta los 350.000 pesos, en un país donde el salario mínimo es de 828.116 pesos.
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¿Qué sigue?

Muy pronto Andrés se graduará como literato. Solo le faltan un par de semestres. Con el tiempo ha aprendido a convivir de manera funcional con la depresión.

Johanna está en Bilbao, donde su pareja hace un doctorado y ella estudia una maestría en discapacidad en la Universidad de Deusto. Ambos están becados. Ella está feliz y se siente tranquila, aunque confiesa que se le dificulta entablar amistades significativas con los vascos. Su idea es regresar a Colombia cuando Felipe y ella terminen sus estudios.

Dentro de seis meses Daniela terminará su maestría en arte en la Universidad de los Andes. Ella pudo cursar el programa gracias a una beca ofrecida por el Centro de Español de la universidad. Gran parte de su obra artística, así como su tesis de grado, gira en torno a su experiencia como paciente de la Clínica Monserrat.

Al entrar a su oficina se le ve trabajar meticulosamente sobre pequeñas fichas cuadradas de papel. Su espalda se arquea hacia delante y la luz de la lámpara se derrama sobre sus manos mientras permuta aleatoriamente (para el ojo diletante) entre 10 tipos diferentes de lápices (cada uno para un matiz o una sombra distinta).

Sobre los papelitos, que más bien parecen diapositivas polaroid de 3x3, se distingue invariablemente una cama en una habitación pequeña. La luz cambia a medida que se avanza por lo dibujos. Las sombras suben y bajan con un ritmo incierto, pero la cama sigue ahí: inamovible e inmutable, casi ominosa.

Los medicamentos que toma le han servido. “Hay unos días mejores que otros”, explica Daniela con tranquilidad. “En últimas a la depresión se le gana la batalla todos los días un día a la vez”.
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