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La vida que no se publica: encontrar sentido en lo ordinario

Ilustración

¿Qué brillo y qué gracia nos puede ofrecer lo cotidiano? Hoy puede que no sea muy fácil responder a esta pregunta mientras todo nos empuja solo a narrar versiones brillantes de nosotros mismos. La autora explora respuestas siguiendo la invitación de Pepe Mujica de volver a lo importante: a todo aquello que realmente nos sostiene.

Pienso mucho en las mudanzas. Me he cambiado de casa veinte veces. Busco lo mismo siempre: luz por las ventanas, espacios amplios y, con suerte, una terraza o balcón para tomar el sol con todo el cuerpo. Son lo único que garantiza, a veces, que el día termine sin derrota. Luz, ventana, amplitud, palabras que están en el diccionario, pero que en mi cabeza son una imagen, un recuerdo, una sensación. Cuando digo terraza, por ejemplo, veo el sol del mediodía quemándome la piel en la terraza de un apartamento en Bogotá. Cuando no llovía, cuando tenía suerte.

No es el espacio en sí lo que me importa, sino lo que hace con mi cuerpo, con mi ánimo, con mi forma de estar en el mundo. Por eso busco siempre lo mismo, una sensación que pueda volver a habitar. Porque las palabras son metáforas y aunque todos busquemos luz por las ventanas, nunca pensamos en lo mismo. Quisiera recordar más seguido que las palabras construyen todo, tejen los hilos de mis días, de mi relación con el mundo, con otros, con las cosas. Una silla al lado de la cama, una taza para el café, una biblioteca. Objetos que hacen que una casa sea mi casa. Mi refugio. Una relación invisible pero fundamental.

Este año, con la muerte de Pepe Mujica, se apagó una voz extrañamente coherente en una época saturada de espectáculo. Coherente porque su manera de estar en el mundo coincidía con su manera de hablar del mundo. Porque hizo del tiempo algo valioso no por la eficiencia, sino por el sentido. Mujica defendió hasta el final que el sentido de la vida está en lo cotidiano. Hablaba desde el cuerpo, desde el cansancio, desde la cárcel, desde la tierra y también desde el optimismo. Su voz era la de quien sabe que no hay muchas respuestas, pero igual vale la pena hacerse preguntas. La de alguien que había perdido muchas cosas, pero no la capacidad de elegir una vida que no se rinde ante hashtags, no se explica, no se mide. Se vive con una lentitud que no pide nada a cambio. Ni likes, ni aplausos.

Que haya sido coherente no implica que no haya cambiado, dudado o cometido errores. Significa más bien que supo ver la profundidad en lo ordinario y que en su forma de mirar, lo aparentemente simple está anudado. En una de sus últimas entrevistas, dijo que “como vivir es cotidiano, no le damos valor a las cosas más valiosas”. Su frase es una advertencia, una forma de recordarnos que lo esencial casi siempre pasa inadvertido.

Tal vez por eso se ha vuelto tan popular la búsqueda de la “mejor versión” de uno mismo. Una forma brillante de nunca llegar. Una promesa de plenitud que se corre cada vez que creemos alcanzarla. Un molde que repite con otro lenguaje el viejo anhelo de vida eterna que tantas religiones ofrecieron. Ya no se trata de vivir, sino de hacerlo de forma inspiradora, visible, rentable. Como si el sentido viniera después, la recompensa, la emoción, el regalo. No es que el esfuerzo a largo plazo no importe, sino que olvidamos que lo más valioso está en el mientras tanto. En la vida que sucede en medio del intento.

 Porque lo cotidiano no necesita filtros ni exige performance. No está diseñado para gustar. Su fuerza está en que no pide nada, en que se resiste a ser excepcional. Está disponible incluso cuando no lo miramos, como una posibilidad. Una estructura que se sostiene cuando todo lo demás se puede caer.

Entonces nombrar importa porque de esa manera damos forma al mundo. Las palabras no flotan sueltas, no son adornos. Le dan espesor a lo cotidiano, le dan un sitio. Solo se nos da un mundo porque estamos juntos. Porque nuestras palabras están enlazadas con las palabras de los otros: quedamos en tu pastelería favorita, conversamos sentados en el sofá de mi casa, nos movemos en bicicleta, compartimos la mesa. Esas cosas mínimas sostienen la vida porque persisten, están ahí, nos devuelven a un lugar desde donde podemos mirar el mundo con continuidad y con honestidad.

Esa misma intuición atraviesa el pensamiento de Stanley Cavell, el filósofo estadounidense que escribió sobre el cine, el lenguaje, el escepticismo y, principalmente, sobre lo que significa habitar el mundo con otros. Para Cavell, lo cotidiano no es la escenografía de la vida, es el escenario mismo. Un territorio sin espectacularidad donde algo se juega todos los días, aunque nadie lo aplauda. Ahí, en lo que no llama la atención, se pone a prueba nuestra capacidad de reconocer. Reconocer al otro, sí, pero también a uno mismo.

¿Y qué es lo que está en juego en lo cotidiano? Nuestras decisiones. Pero antes de decidir están nuestros pensamientos. Por eso, cuando se dice que para conocer a alguien basta ver cómo trata al mesero, no es por saber qué piensa de los meseros en particular. Esa escena cotidiana revela qué idea se ha formado sobre el respeto, el cuidado, la amabilidad y la atención al otro. Y esa idea está atravesada por la crianza, pero también por las intuiciones morales, las conversaciones diarias y los intereses en los que depositamos nuestra atención para que “respeto”, “cuidado” o “amabilidad” signifiquen algo, algo que se comparte. Algo que sostiene la cotidianidad como un andamio.

Cavell afirma que “la existencia del mundo, y la de otros en él, no es un asunto a conocer, sino a reconocer”. No se trata de planear grandes hazañas para descubrir un nuevo continente, sino de vivir consciente de los criterios que nos orientan. Un criterio actúa como una guía silenciosa de cómo hablamos, cómo escuchamos, cómo respondemos. Se aprende sin recurrir a la memoria, porque no es una regla, es un acuerdo tácito, una fibra sensible, una manera de estar en el mundo. Es una elección que ocurre sin que seamos del todo conscientes, lo que nos permite poner en palabras aquello que realmente nos importa.

Sin embargo, cada vez más, parece que nos cuesta habitar ese espacio silencioso. Como si algo se hubiera roto entre el mundo y nosotros. Como si estuviéramos demasiado ocupados fabricando nuestra imagen como para notar las cosas que componen nuestros días. Ese desencantamiento del que hablaba Weber —ese mundo que deja de tener sentido para nosotros— no se ha ido, solo ha mutado. No es que el mundo esté vacío, sino que lo miramos como si nada nos tocara.

Y en medio de esa desconexión no dejamos de mirar, pero dejamos de ver. Nos equipamos de afirmaciones, de consignas, de métricas, de eslóganes, pero perdemos el contacto con la experiencia, porque ya no nos conmueve. Como si dejar de preguntarnos por la importancia desanudara nuestro lazo con el mundo, con lo otro, con las cosas que consideramos valiosas.

Para Cavell, ese desencuentro tiene que ver con el escepticismo, que no se refiere a que dudemos de que el mundo exista, sino a que no responde a nuestras demandas de sentido. Y entonces lo rechazamos o nombramos de forma tan lejana que ya no nos implica. Como si lo real fuera siempre un borrador que necesita correcciones. Como si el mundo, para tener valor, necesitara parecerse a lo que soñamos viendo una historia de Instagram. O una revelación divina. O una nueva teoría científica.

El problema no es mostrar la mejor cara en redes, ni ver las de los demás. La fisura aparece cuando olvidamos que afuera opera otro tiempo, hay un jardín que florece a su ritmo, una naranja que fue semilla, alguien que respira al lado. Que hay una voz interior que no se oye cuando todo suena. Y esa voz baja y persistente es la que guía. Es la estructura invisible que nos dice si lo que hacemos tiene que ver con nosotros o no, si nos anuda al mundo o nos desorienta. Entonces el riesgo es buscar descanso en una actividad que no deja descansar ni aburrirse. Y sin aburrimiento no hay escucha. Ni adentro, ni afuera.

Quizá por eso el verdadero descanso no sea una rutina de autocuidado ni una agenda con espacios para “desconectar”. Quizá el descanso verdadero sea el gesto secreto de habitar lo que hay, sin la sospecha constante de que debería ser otra cosa. No por resignación sino por prestar atención. Preguntarse con qué criterios hacemos lo que hacemos y elegimos lo que nos importa. De mirar eso que, sin pensarlo, nos guía. Lo que importa, lo que permanece incluso cuando fallamos.

¿Y qué es lo cotidiano, entonces? Para Cavell, “lo cotidiano es aquello a lo que no podemos dejar de aspirar, porque es lo que se nos aparece como perdido para nosotros”. No es una base firme ni un paraíso al que volver. Es ese terreno intermedio donde el mundo todavía se deja habitar. No porque sea simple o puro, sino porque, pese a todo, nos compromete.

Lo cotidiano no es refugio ni consuelo. No es un origen, ni una identidad segura. Es el espacio en el que aprendemos a vivir sin garantías. Donde se prueba quienes somos. Donde nos implicamos aunque no sepamos del todo cómo. Es tarea, es atención, es escucha. Y por eso, cuando todo falla, cuando no sabemos adónde ir, es ahí donde queremos volver. Porque todavía hay cosas que nombrar. Porque aún hay formas de decir que esto importa. Aunque no brille y aunque no venda y aunque no se vea. La invitación de Mujica no caduca, es urgente.

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