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Un parque de depresiones

Un parque de depresiones

Fotografía

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Atracciones indeseables, pésimo servicio y humor negro en contra de la sociedad y las instituciones son los ingredientes de la sátira de Banksy a los parques de diversiones… aunque su galería artística deja claro que –tal como lo demuestra el producto en el que terminó convertido el artista– el sistema es el enemigo a menos que pague. 

C

uenta Rubén Blades que Gabriel García Márquez le decía que era el desconocido más popular del mundo porque nadie lo conocía, pero todos sabían quién era Pedro Navaja. Con permiso de los dueños de los derechos de autor del Nobel, hay alguien al que le queda mejor esa definición: el artista británico Banksy. Su identidad era un misterio desde cuando hace veinte años sus obras empezaron a aparecer de un día para otro en las paredes Inglaterra o en el muro de la franja de Gaza o en videos en los que, con sombrero y barba postiza, colgaba sus cuadros en grandes museos del mundo. Lo era cuando pasó a ser considerado artista y las autoridades que antes borraban sus grafitis ahora los protegían, llegando al ridículo de enmarcarlos para que no fueran dañados por vándalos, calificativo con el que antes se referían a él. Y siguió siéndolo cuando el mismo sistema convirtió sus ácidas críticas en libros de mesa de centro, almanaques y cifras estrambóticas en subastas, y a él en un personaje irreverente y polémico, la forma políticamente correcta en que el establecimiento se refiere a sus bufones. 

En todo caso, su obra todavía es capaz de confrontar, divertir y sorprender. Eso pasó con su sátira a Disneyland llamada Dismaland, un juego con la palabra dismal (triste o deprimente) presentado como bemusement park (parque del desconcierto) en lugar de amusement park (parque de diversiones). Abierto por cinco semanas, fue una extraña reproducción de la experiencia de fantasía y felicidad que vende Mickey Mouse, pero con elementos más consecuentes con un mundo en el que, para Banksy, “el cuento de hadas ha terminado y estamos caminando dormidos hacia la catástrofe”. Y con precios más accesibles: la entrada costaba entre 3 y 5 libras esterlinas y los fines de semana había conciertos con grupos como Massive Attack por apenas 20. La idea, hay que decirlo sin querer sonar como Fotocopias Colombianas, apareció pocos meses antes en un capítulo de BoJack Horseman en el que Todd crea su propio parque de diversiones caótico, llamado Disneyland, sin saber que la marca ya existía. Digamos que simplemente fue una casualidad. 

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Para demostrar que iba en serio, la pieza que dominó el escenario replicó uno de los mayores símbolos de Disney: el castillo de La Cenicienta. Ubicado en su parque principal, en Orlando, Florida, es el edificio más fotografiado de Estados Unidos y su dibujo es el logo de la empresa y de su productora cinematográfica. Tal como aquel, el de Dismaland –creado por Block9, dúo especializado en escenografías e instalaciones– fue la pieza central, pero allí estaba quemado, como si hubiera estado en una zona de guerra. Frente a él, en lugar de un límpido lago, tenía uno con un líquido verde que parecía producto de un vertimiento químico. Semihundido en el agua, un vehículo antidisturbios usado durante el conflicto de Irlanda del Norte lucía un tobogán junto a sus lanzagranadas.

2.vehiculocontobogan

—¿Dónde está La Sirenita?— pregunté al notar la ausencia de la escultura que debía estar en el lago a una de los miembros de logística que deambulaba con la mirada perdida, las manos en los bolsillos y mascando chicle con movimientos exagerados; como los demás, tenía una diadema de Mickey Mouse y un chaleco fluorescente con la palabra dismal.

—Está cagando— respondió sin cambiar de actitud y se largó encorvada y arrastrando los pies. Todos los apáticos miembros del staff eran una parodia de esa exageradamente acogedora forma de servicio estadounidense que es objeto de burla en Inglaterra.

—¿Tienen lápices, lapiceros, o algún otro elemento peligroso?— preguntaba la primera de ellos al revisar los bolsos tras una fila larga, como la de un concierto, y solo nos percatábamos de la ironía después de haberlo abierto mecánicamente. En ese momento ya éramos parte de la obra.

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—Todavía se puede ir, no se pierde de nada— decía la que sellaba los tiquetes con desgano y daba paso al cuarto de control de seguridad. Diseñado por el artista y director de videoclips Bill Barminski, reproducía los de las empresas y aeropuertos: los vigilantes se apresuraban a pasar sus scanners por nuestros cuerpos para que alcanzáramos a sentir la molestia que suele acompañar a esa situación antes de percatarnos de la farsa: todo, desde esos scanners hasta las pantallas, era de cartón. Tras ello, la encargada de entregar los mapas del sitio simplemente los dejaba caer cuando la gente había estirado la mano esperando recibirlos. En ese momento, otro de ellos podía pasar ofreciendo uno de esos globos negros en los que se leía la frase que confirmaba el que fue el papel de muchos: “yo soy un imbécil”. 

4.-staff

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4.-imanimbecile

—¿Y La Sirenita?— le pregunté al tipo malencarado en la entrada del castillo.

—Quizá se ahogó— respondió mirando con desencanto el charco verdoso.

Sin respuestas, pensé que su ausencia podía deberse a una demanda de Mickey Mouse. Pero la suposición se derrumbó al entrar y encontrar la escultura de la carroza de La Cenicienta en un trágico accidente de tránsito; su cuerpo inerte salía por una ventana, sus caballos también habían muerto y todo era iluminado por los flashes de los paparazzis que eran parte de la composición. Producida por Banksy, hacía una obvia conexión con la muerte de Diana de Gales, reafirmada en la descripción del catálogo: “entre en el cuento de hadas y vea cómo se siente ser una princesa de verdad”.

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Ubicado en Weston Super Mare, en el suroeste de Inglaterra, el lugar elegido por Banksy fue el lote abandonado donde funcionó el Tropicana, un balneario que abrió sus puertas en 1937, que tuvo la piscina al aire libre más larga y honda de Europa y que está abandonado desde que lo destruyó una tormenta hace quince años. Según dijo al Weston Mercury, el periódico local, recordaba ir de niño y lo entristeció verlo así, por lo que emplazó su parque allí para llamar la atención de las autoridades. Eso concuerda con la versión oficial sobre su identidad, según la cual nació muy cerca, en Bristol, la ciudad reconocida por una escena de la que surgieron Massive Attack o Portishead, y por ser uno de los principales focos de arte urbano del país. Westonianos como Ivor y Joan Skidmore, la pareja de ancianos dueña de la casa de huéspedes donde nos quedamos, estaban agradecidos, pero sin ilusionarse.

—A las autoridades no les importa, ni siquiera viven aquí— dijo él, tras recordar con añoranza sus clavados en la piscina.

—En cambio nosotros íbamos allí, y llevamos a nuestros hijos pero no podemos ir con nuestros nietos— complementó nostálgica su esposa. 

—Lo que se sabe de Banksy es que tiene mucho dinero, pero nadie lo conoce— continuó él.

—Quién sabe si lo vimos algún día correteando en El Tropicana, sin saber que se iba a convertir en esta especie de vándalo millonario— agregó ella.

—Debe ser muy importante porque ha venido gente de todo el mundo, de lugares tan lejanos como Australia. Unas francesas hicieron fila seis horas y no alcanzaron a entrar. ¿Por qué es tan importante?— preguntó él.

—Es un artista muy reconocido— contestó ella.

—¡Pero si nadie lo conoce!— exclamó él con razón, desde un mundo en el que para darse a conocer había que ser alguien.

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Varias atracciones de Dismaland no parecían hechas para que los asistentes participaran pero sí para confrontarlos. Una de ellas, creación de Banksy, era consecuente con esos días en que el mundo estaba conmovido por los sirios que dejaban su país en precarias embarcaciones para buscar asilo en Europa. Insertando una moneda, se podía conducir con un timón un barco de la policía que perseguía dentro de un estanque a otros dos llenos de refugiados, varios de cuyos cuerpos flotaban en el agua. Muchos lo hacían, no se sabe si experimentando la incomodidad de sentirse parte de los opresores, y otros, asqueados o afligidos, no podían. Lo mismo pasaba con la instalación de Paul Insect y Bast, en la que al son del ska y el reggae se podía hacer bailar a unas marionetas con vestimenta de hip hop, solo que el hilo era la soga con la que serían ejecutados. El Pato Donald yacía muerto bajo ellos.

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Era extraño ver a las personas participando como lo harían en un parque de diversiones ante atracciones que no parecían diseñadas para ello, lo que llegaba al extremo con los que metían la cara en un orificio junto a los dibujos de dos piratas somalíes para tomarse la foto feliz que sería si estuvieran posando junto al recientemente fallecido Pato Donald. O los que caían en la trampa del fondo blanco con un orificio para la cara y otro para sacar la mano con el celular y tomarse una selfie, haciéndolo sin enterarse de que muy probablemente esa fuera una forma de decirles cuán idiotas parecen cada vez que lo hacen.

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También se podía interactuar con juegos de feria con objetivos imposibles, como el que consistía en pagar dos libras esterlinas para tumbar un yunque con pelotas de ping pong y llevárselo. 

—¡Eso está arreglado!— gritaba haciéndose el enojado un tipo al que la encargada le lanzaba las pelotas de mala gana, alguna incluso a la cara. Otro juego consistía en derribar latas con balas de goma, pero estas no caían y las armas eran cargadas por un tipo con cara de asesino. Uno más era la fuente con la escultura de un pelícano cubierto de petróleo, donde se pagaba para atrapar unos patos de plástico con unas cañas de madera, pero cuando se estaba a punto de lograrlo los miembros del staff las movían con displicencia.

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No podían faltar una rueda de Chicago y un carrusel, que iban más rápido de lo normal. El segundo tenía a un carnicero sentado sobre unas cajas de lasaña empuñando un cuchillo, con uno de los caballos de la atracción colgando a su lado como en un frigorífico. 

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Quemado por las mismas causas que el castillo, un carro de helados servía para comprar catálogos de la exposición. A su lado, unas sillas de playa estaban frente a una caseta de mallas metálicas, cuyos anuncios explicaban por qué no habría show. Cerca, se encendía una hoguera con libros de Jeffrey Archer, escritor y político local que estuvo en prisión por escándalos de corrupción.

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Una de las piezas más destacadas, al menos por su tamaño, era Big Rig Jig, la escultura de Mike Ross que podría relacionarse con una montaña rusa pero definida en el mapa como “obra maestra de ensamblaje artístico postindustrial en la que dos monstruos bailan ballet”.

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Menos pretenciosas eran las bancas de Michael Beitz inspiradas en un rollo de papel higiénico y una rampa para patinetas, o el puesto de retratos de la inglesa Nettie Wakefield en el que las caras no importaban. También había una pantalla con un rotativo de cortos y una carpa bajo la que se hallaba una especie de pesadilla de la tradición del té.

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Aquí y allá estaban, abandonados y sucios, esos vehículos mecánicos que se activan con monedas, uno de ellos era un feliz delfín saltando sobre un cilindro metálico de algún contaminante. Sin más opciones, los niños iban a un arenal donde jugaban con motosierras de plástico. También hubo lugar para una gran atracción: las ballenas asesinas. Y, por supuesto, para la política.

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En un costado del parque había tres galerías que, según el catálogo, eran “la mejor exposición de arte contemporáneo jamás reunido en un pueblo costero de North Somerset”. Una de ellas estaba a oscuras y tenía una ciudad miniatura enrejada y sumida en el caos, obra de Jimmy Cauty: edificios quemados, carros estrellados y calles destruidas, sin civiles pero con policías por todo lado; lo único que se oía era el ensordecedor escándalo de sus radioteléfonos y sus sirenas, que proveían la iluminación junto a los postes de luz. Era como si la sociedad se hubiera esfumado y solo quedaran ellos para garantizar un control que ya no existe.

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En otra, también a oscuras, había varias obras entre las que se destacaba un feto marcado por multinacionales. Y la divertida Danza de la muerte, de Banksy, en la que la muerte aparecía conduciendo un carro chocón en medio de una marcha fúnebre que se convertía en la canción “Staying alive”, de los Bee Gees, haciéndola bailar rídicula y divertidamente.

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feto

Pero todo era diversión hasta que se entraba a la otra galería, en la que toda la lógica de Dismaland cambiaba porque funcionaba con los protocolos habituales de los establecimientos de su tipo: la displicencia del staff se convertía en cordialidad, y su desgano en sonrisas para responder preguntas sobre las obras de nombres como Jenny Holzer, Paco Pomet, LU$H –a quien no le dieron permiso de ingreso al país– y Damien Hirst, el artista más caro del mundo, sobre quien se dice que podría ser Banksy o integrar el colectivo que estaría detrás de la marca Banksy. Lo único que faltaba era que pasaran meseros repartiendo vino para sentirse en una verdadera farsa de coleccionistas de arte.

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En un lugar como Dismaland, que se presentó como una propuesta que funcionaba opuestamente a las reglas, esta galería era un contrasentido. En todo caso ya está claro con el mismo ejemplo de Banksy que el sistema es el enemigo a menos que pague, y mejor si se trata de millonarias sumas, como las que seguramente se pagarán por las obras suyas que estaban expuestas: la escultura de una culebra que se había tragado a Mickey Mouse y la perturbadora pintura en blanco y negro en la que una mujer está encerrada en su pequeño mundo mientras todo se derrumba a su alrededor.

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Desde el principio, desde la dificultad para comprar los tiquetes por Internet, que fue tema de las redes sociales, todos fuimos parte de la obra. Lo fuimos al recorrerla, al participar o no en sus atracciones, al criticar o no que tuviera una galería en la que todos sonreían, al pagar o no por derribar un yunque con una pelota de ping pong, al pensar o no que Banksy se convirtió en parte de lo que critica. Pero, por si no estaba claro que todos integrábamos la farsa, aún era posible explicitarlo en una de sus obras más fotografiadas, esa especie de pesadilla en la que una mujer es atacada por unas palomas en una banca.

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Tal vez nunca sepamos quién es Banksy. Podría ser cualquiera: un hombre, una mujer, un grupo, Damien Hirst, el príncipe Harry. Podría ser el que aparece entre sombras y con la voz distorsionada en Exit trought the gift shop, el documental sobre arte callejero nominado a un Oscar en el que figura como director, y que muestra con el ejemplo de Mr. Brainwash cómo se puede crear un artista que se convierta en un fenómeno; es decir, qué tan fácil pudo haber sido inventar su propio mito. También podría ser el habitante de la calle que a la salida le pidió dinero a una amiga del grupo con el que iba, y que tuvo la mejor respuesta cuando ella le dijo que no: “What a dismal day!”. Pero esta anécdota también podría ser inventada.

20.salida

 

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Carlos Vallejo

Periodista

Periodista y guionista de televisión. Trabajó como redactor en Semana y Arcadia y fue coordinador editorial de la revista Axxis. Ha colaborado en  SoHo, Donjuan, Esquire, Bocas y El Malpensante. En televisión, ha sido investigador y guionista de varios programas y ha escrito documentales para Discovery Channel, Señal Colombia y RCN.

 AUTORTW

Periodista

Periodista y guionista de televisión. Trabajó como redactor en Semana y Arcadia y fue coordinador editorial de la revista Axxis. Ha colaborado en  SoHo, Donjuan, Esquire, Bocas y El Malpensante. En televisión, ha sido investigador y guionista de varios programas y ha escrito documentales para Discovery Channel, Señal Colombia y RCN.

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