
¿Para qué peregrinar? Un ensayo a pie por el Camino de Santiago
¿Para qué se peregrina? ¿Qué encuentran caminando los que no creen y los que sí, los que lo hacen con propósito y los que no saben qué los llevó a buscarlo? Mientras camina con su morral —más pesado de lo que debió llevarlo—, el autor nos cuenta sus reflexiones, alegrías y pesares de viaje por el Camino de Santiago de Compostela.
La estructura misma del viaje ya es narrativa.
Y, como salir de la realidad cotidiana ya tiene algo de ficción,
no hay que inventar nada −lo que permite inventarlo todo−.
César Aira
24 de junio de 2025
El aire es aún una mezcla entre pólvora y sardinas. Anoche fue São João, tal vez la fiesta más importante del año en la ciudad, y Oporto todavía no ha despertado. Sin un segundo de retraso, con apenas unas sillas ocupadas, el maquinista libera los frenos y los tres vagones silban, se ponen en movimiento. En el mapa impreso a un costado del vagón cuento tres paradas desde Porto-Campanha hasta Valença: la frontera entre Portugal y España, donde comenzaré a caminar.
Pero fue en la Catedral de Oporto, Sé do Porto, la mañana anterior, donde comenzó el camino. Es curioso que lo más bello de la Catedral sean sus azulejos, pues estos representan escenas de Las metamorfosis de Ovidio, una obra con 250 narraciones mitológicas que desembocan en Roma, esa ciudad de peregrinación santa que, en la Edad Media, vería con ojos preocupados a la cada vez más influyente Santiago de Compostela. En Sé do Porto compré mi pasaporte de peregrino y recibí mi primer sello. Tendré que sellarlo por lo menos tres veces al día para certificar los más de 100 kilómetros de caminata hasta la Catedral de Santiago. Allá reposa el apóstol desde el siglo IX.

Según mi lectura de Google Maps, supongo que el tren dibujará una línea recta hacia el norte entre Oporto y Valença. Supongo mal. Tras detenerse en Nine, estación en la que nadie baja y nadie sube, el tren gira hacia el occidente, hacia el Atlántico, y yo siento ese vacío en el estómago del turista que no sabe si compró el tiquete adecuado ni habla el idioma del conductor. Ese mismo vacío lo había sentido una vez en Vietnam cuando con dos amigos quisimos hacerle el quite a las agencias de turismo y comprar pasajes de bus a la isla de Cát Bà directamente en la terminal de Hanói. Recuerdo las risas del ayudante de flota que asentía cada vez que le mostrábamos la isla en el mapa, cada vez más preocupados, cada vez más cerca de China.
Fue el santo Pelayo quien encontró el cuerpo del apóstol, muchos siglos después de su muerte, cuando ya Galicia había sido liberada de los musulmanes. Un día del año 813, Pelayo buscó al obispo Teodomiro para contarle que llevaba varias noches viendo una lluvia de estrellas sobre un lugar específico del bosque Libredón, cerca de donde luego se construiría la Catedral de Santiago. El obispo y su diócesis viajaron hasta el lugar indicado por Pelayo y tras excavar la tierra encontraron tres tumbas y tres cuerpos. Uno de ellos, decía la inscripción, era Jacobo, hijo de Zabedeo y Salomé y hermano de San Juan.
La fortuna del giro inesperado en Vietnam fue atravesar en ferry las casi 400 islas del archipiélago de Cát Bà; ahora, la fortuna del tren a la frontera es bordear las playas rocosas del Atlántico. Media hora después estoy en Valença; soy el único en bajar del tren. Si la decisión había sido andarlo solo, no encuentro mejor augurio de bienvenida que esta estación desierta. Busco en el celular el camino hacia el puente fronterizo que me conducirá a Tuy, el pueblo español al otro lado de la frontera, aprieto los cordones de los zapatos y comienzo a caminar. Ahí mi primer pensamiento: la frontera. Y la primera pregunta: ¿cuántas? Y después esta frase de Verónica Gerber: “En los límites −en las orillas− donde las cosas tienden a desdibujarse”.
24 de junio de 2025 (tarde)
Había un cuerpo pero hacía falta la leyenda. El apóstol Santiago fue decapitado en Palestina en el año 47 por desencuentros teológicos. Dos de sus seguidores, afanados porque los romanos querían apoderarse del cuerpo, lo embarcaron en Jaffa y saltaron con él al Mediterráneo. Eran Teodoro y Atanasio. Las corrientes del mar y luego las del océano los llevaron hasta las costas gallegas, a la altura de Iria Flavia, lo que hoy es Padrón y a donde espero llegar en tres días. Así desembarcaron el cuerpo del apóstol en Galicia.
Camino 19.7 kilómetros entre Valença y O Porriño. Como descargué una aplicación de senderismo, todo esto es nuevo, sé que el desnivel positivo, los metros de ascenso, son 296. Sé también que quemo 1361 calorías, porque llevo un reloj que las cuenta, y que hacer este primer día de camino me toma 4 horas y 12 minutos. A cien metros del albergue ni los hombros ni la espalda ni la cintura son capaces de sostener la maleta y me duelen las plantas de los pies como si acabara de correr una maratón descalzo sobre piedras. No fue buena idea comprar los zapatos de trekking apenas dos semanas antes de viajar. Mientras intento arrastrarme hasta el albergue, pienso que hoy me crucé con pocos peregrinos, contario a lo que había leído sobre hacer el camino en los primeros días del verano.

Annie Dillard dice que la palabra peregrino, que aparece mucho en el antiguo testamento, hace referencia al sentido errante de un pueblo nómada, a la sensación de extrañeza de un pueblo suplicante, a la intuición de pérdida severa de un pueblo inteligente. Errar, me quedo con esa palabra que es también equivocarse y que deviene en condena. Será el dolor en los pies.
En la puerta del albergue de O Porriño, me abre Nuria con una sonrisa y de inmediato me recibe los zapatos, me pone el sello en el pasaporte de peregrino en el que escribe “¡¡Campeón!!”, me muestra la cocina, el baño, la lavandería y mi cama, es una habitación compartida, para luego dejarme solo. Al fin una ducha helada.
A esa hora de la tarde en la que los locales hacen siesta y las cocinas de los restaurantes están cerradas, el único lugar que encuentro para almorzar es un Döner kebab. Pido un durum falafel con papas y antes de terminar ya me están pidiendo, amablemente pero en una mezcla de español y turco que me cuesta entender, que me vaya que ellos también van a cerrar. El calor a esta hora es insoportable.
25 de junio de 2025

El segundo día sufro. La culpa, de nuevo, es mía. Las razones son dos: la primera, exceso de peso en la maleta y la segunda, exceso de confianza. Estoy haciendo el camino portugués, uno de los tantos que hay para llegar hasta la Catedral de Santiago y que parten desde diversos lugares de Europa. Desde Portugal salen dos caminos, ambos en Lisboa. Uno transita la costa y el otro, el interior del país. Se puede comenzar en cualquier punto, aunque el certificado de peregrino lo entregan solo a los que hayan caminado al menos 100 kilómetros. Desde Valença, según las guías que encuentro en internet, hay seis etapas hasta Santiago. Tengo apenas cinco días. Entonces, el segundo día, esto lo decidí también en Bogotá, hago dos etapas en una. De noche todavía, salgo de O Porriño con demasiada ropa en la maleta. El destino es Pontevedra.
Entre los siglos XI y XIII la peregrinación se transformó en un fenómeno internacional. Tuvieron que ver las monarquías y el culto religioso —el peregrinaje como materialización del mundo espiritual puso a Santiago a la altura de Roma y Jerusalén—. Los reyes de Aragón y Navarra y Castilla y León institucionalizaron compensaciones por hacer el camino: matrimonios con linajes relevantes, intercambios de favores, regalos; a lo que sumaron órdenes militares para proteger algunos tramos y la creación de redes de hospitales, posadas y albergues. Hay motivos más oscuros: las cruzadas contra el Islam trajeron en masa a soldados cristianos hasta la península. En el siglo XII se escribió el Codex Calixtinus, el texto más importante en la promoción del camino. Así se fue creando el mito.
A medio camino, una hora después de haber cruzado Redondela, cuando entiendo que caminar otras cuatro horas va a ser un reto más mental que físico, porque de lo físico queda poco, me siento a descansar frente a un viñedo. Y del viñedo sale un hombre de unos cincuenta años y la piel curtida de quien trabaja en el campo. Me ve agotado y me dice que lo acompañe, que a doscientos metros hay una fuente de agua y un lugar mucho más cómodo para recuperarse. Sueño con una Coca-Cola helada. Caminamos juntos sobre una carretera sin sombra.
“Esta no es una buena hora para caminar, mejor es salir temprano”, me dice. Como no quiero extenderme en explicaciones , le digo que no tengo más tiempo, que trabajo en Colombia y las fechas de los tiquetes. Se queda en silencio. Frente a nosotros no solo aparece la fuente, sino un food truck en el que venden gaseosas, hay un sello para el pasaporte y una mesa en la que me sentaré a descansar. Al fin responde: “¿Tiempo? Pero si tenemos todo el tiempo del mundo”. Luego se despide y se pierde por un camino a la derecha.

26 de junio de 2025
“Podríamos comparar el deambular con el dibujar: así como el dibujante traza una línea con su lápiz, también el caminante −avanzando− marca una línea con sus pies”, escribe Tim Ingold en un ensayo titulado Pisadas a lo largo de la senda.
Llevo una hora caminando y el primer café de la ruta está desbordado de peregrinos. Quiero desayunar pero la fila me espanta y decido continuar. Tengo agua y frutos secos. Es suficiente, por ahora. Mientras avanzo pienso en este texto que se escribe como la línea de Ingold, creando una capa adicional sobre una sedimentación de once siglos, o de veinte. Camino y escribo en presente; el bosque gallego que forma un arco sobre el destapado hace sombra.

Hay una pregunta que, entre peregrinos y después de dos días de caminata, se convierte en lugar común: ¿Por qué estás haciendo el camino? Why are you walking to Santiago? Comencé sin una respuesta y ahora creo que ni siquiera la pregunta es importante. Algunos hablan de búsqueda espiritual, otros mencionan un reto físico, algunos caminan por compartir esas horas y esos días con algún familiar o algún amigo que ven poco o hay quienes quieren caminar todos los caminos, agotar las posibilidades. Razones sobran, pierdo la cuenta de las historias que escucho al avanzar. Lo importante, me parece, está en esa línea colectiva que vamos marcando con los pies, que excede lo espiritual y que brinda sentido. Y esa línea está, como este texto, en el presente, sucediendo ahora, ni antes ni después, sino en la sencillez del instante en el que decido −decidimos− levantar un pie y luego el otro para avanzar. En presente y en plural, parece que así se puede escribir el camino.
Llego temprano a Caldas de Reis. Hoy duele menos el cuerpo y tengo energía para ir hasta el río y tomarme una cerveza.
27 de junio de 2025
La concha es el principal símbolo del camino. Vieira o venera, se llama. La llevan los peregrinos colgada de sus mochilas, aparece en los montículos −mojones− de piedra que indican la ruta y cuántos kilómetros faltan para llegar a la Catedral, en los sellos sobre el pasaporte y en la entrada de cafés y albergues. La concha es una institución. Leo distintas versiones sobre su origen y me gusta esta que lo sitúa en Padrón, hacia donde estoy caminando.
Cuando Teodoro y Atanasio llegaron con el cuerpo del apóstol a las costas de Galicia, por la playa caminaba una comitiva nupcial. Estaban celebrando una boda pagana, y aunque los marineros habían advertido que venía una tormenta y el mar se pondría peligroso, marchaban por ahí hacia la casa de la novia. Y desde allí vieron la barca de los discípulos de Santiago a la deriva, cuando el mar ya estaba picado. El novio entró a caballo al mar para intentar rescatarlos, pero una ola se lo tragó. Pese a que los invitados a la boda intentaron alcanzarlo, nadie tuvo éxito. El novio, con su último aliento, se encomendó a los cielos. Entonces la tormenta se calmó y el hombre sintió que una fuerza incomprensible lo jalaba hacia la tierra. El caballo, casi ahogado, logró nadar los últimos metros hasta la playa, y toda la comitiva vio como salían ambos del agua cubiertos completamente de vieiras. Al mismo tiempo, la barca con el apóstol, a pocos metros, alcanzaba la playa.

Aunque falta un día para llegar a Santiago, mi cuerpo parece acostumbrarse a la rutina. Levantarse con los primeros ruidos del albergue a las cinco de la mañana, alistar la maleta, preparar un tinto y comer algo, no mucho, porque todavía es temprano, agua en la cara, zapatos, cada vez más blandos, colgarse la maleta —la consciencia, cada mañana, de haber empacado mal— y salir a caminar.
Entro a Padrón después de mediodía. Me baño y salgo a buscar los famosos pimientos. No lo miro en internet, pero asumo que este es su lugar de origen: los límites entre peregrino y turista son difusos. Camino por el centro, la arquitectura es medieval, del siglo X según la placa de alguna iglesia, cuento demasiadas para una ciudad tan pequeña. El restaurante lo atiende una mujer de Medellín y le pido una ración de pimientos al padrón, otra de pulpo a la gallega y una caña. Luego dos.
28 de junio de 2025
Entre el peso, el cuerpo y la distancia aparecen las horas del camino. Para llenarlas no hace falta sino tensar músculos y estar dispuesto a conversar con uno mismo. El diálogo es extenso, hay debate, surgen contradicciones, siento la fatiga, a veces alcanzo alguna conclusión más o menos interesante, pero de inmediato me contradigo o simplemente la olvido y sobre esa interrogación intento escribir aquí. Sobre la lectura del camino, de mi cuerpo y mi equipaje en el camino, de sus personajes y de sus paisajes y de su historia, de los albergues y de los restaurantes y de los ríos que atraviesan cada pueblo, de los edificios medievales y del exceso de iglesias. El camino está plagado de símbolos: piedras, mojones, vieiras, flechas, murales, grafitis, mensajes, fotos, saludos, gestos, bosques, ritos y templos. Quizá la búsqueda espiritual de la que hablan algunos peregrinos se encuentra ahí: en el cuestionamiento constante del ser que ocurre al caminar.
Acercase a Santiago es cambiar de paisaje. Muchos kilómetros antes de la Catedral ya camino sobre autopistas, el bosque quedó atrás, y en algunas curvas logro ver los primeros edificios de la ciudad. Y después de cuatro horas el paisaje es, ahora sí, urbano. Ya no somos peregrinos sino flâneurs, paseantes que se internan en el barrio antiguo de la ciudad y buscan al apóstol, pero también algo más. Cambia la perspectiva; reclino la cabeza, observo hacia arriba.
Y es ahí cuando aparece, monumental e imponente, la Catedral de Santiago de Compostela y esa plaza llena de peregrinos que celebran, cada uno a su manera, el cumplimiento de la meta, la llegada a destino. ¿Es el final o el inicio de una búsqueda? La arquitectura desborda los ojos, o será el sol.
Frente a la Catedral, al otro lado de la plaza, está la iglesia de San Pelayo. Hacia allá me dirijo. Recuesto la mochila sobre la pared de piedra y me dejo caer yo también. Miro hacia la Catedral por entre los arcos que sostienen el techo del pasillo de la iglesia. La sombra da reposo. Saco la cámara y la apoyo en el suelo, inclino el objetivo hacia el cielo e intento, en esta última foto, capturar la historia; es inevitable no imponer mi perspectiva, mi pequeño archivo, mi memoria.


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