
Tres coleccionistas de stickers nos cuenta sobre sus tesoros gráficos
Los stickers son obras de arte de bolsillo: texturas, colores y acabados definen el estilo de cada autor, como un manifiesto gráfico propio. Y existe una comunidad que colecciona calcas con devoción, intercambiándolas para nutrir archivos personales —y a veces colectivos— a punta de trueques. Esta es la historia de tres de ellos para descubrir cómo comienza esta afición, cuántas piezas conservan, y cuáles son sus joyas más preciadas.
Angie Quintero
“Siento que simplemente es algo que me gusta y que empecé a organizar”, es lo primero que me dice Angie cuando le pregunto desde cuándo colecciona stickers, como frenando en seco y quitándose a sí misma el rótulo de coleccionista. Además de ilustradora, Angie es una apasionada del orden, dupla que le ha permitido conservar su archivo de stickers meticulosamente clasificados en folders: perros, gatos, calaveras y plantas son algunas de las categorías de su colección.
Al igual que muchos, Angie tenía una fascinación por los stickers de los cuadernos en el colegio, pero estos jamás fueron despegados de su hoja madre. Aunque se resiste a llamarse a sí misma una coleccionista, conserva más de 2500 stickers. Estos están guardados en folders gruesos, cajas y bolsitas bajo su cama en Bogotá. Cada que llega un sticker nuevo, guardarlo es un ritual: debe encontrar la caja y el folder específico para guardarlo. Como un proceso de sedimentación gráfica. “Les pongo cinta por detrás y los pego en una hoja. Nunca les quito el adhesivo”, aclara.


Como ilustradora, al igual que muchos en este nicho, Angie crea sus propios stickers. Sus primeros diseños fueron, de hecho, los que abrieron el folder de su colección. En su obsesión por ordenar, anotaba en el reverso de cada uno la imprenta que los produjo, la calidad, la resistencia, y otros detalles técnicos que solo una diseñadora meticulosa registraría. Hoy sigue imprimiendo los suyos, especialmente antes de viajar, para pegarlos en lugares lejanos o cambiarlos en ferias. “Siempre prefiero el intercambio antes que la compra”, afirma. Y, claro, de ahí que haya un gusto especial por los stickers de sus amigos ilustradores. “Me gusta ver el progreso que han tenido. Tengo stickers suyos de todos los años”, dice. Su colección es también un archivo afectivo.
Admite que desde hace un tiempo la colección se le creció; era tan animal que decidió ser más selectiva, por lo que decidió excluir aquellos stickers “chambones” o hechos a la ligera. “Hubo un tiempo en el que mucha gente hacía stickers muy feos, letras de graffiti mal cortadas, con marcador borrable. Entonces dejé de guardar esos”, explica. Su selección no responde a marcas, estilos o técnicas específicas, sino a una estética visual que valora el cuidado, el detalle y el diseño. Entre sus tesoros están:

Su sticker más histórico: una pegatina de Obey, traída por un colectivo directamente de la tienda del artista. “Es el primero que tengo en el folder, como el hit número uno”, añade como dato curioso.

Su sticker más raro o particular: un fanzine diminuto que contiene versiones en miniatura de stickers famosos de Bogotá, pensadas para ser pegadas en spots estratégicos de la ciudad, pero que evidentemente jamás saldrán de su caja.

Su sticker más hermoso o estético: un sticker metalizado y serigrafiado comprado en Perú al artista Holly Draco. “Es tan lindo que ni siquiera lo he metido al folder. Ese va para enmarcar”, afirma.
A pesar de ese nivel de dedicación, Angie insiste en que no es coleccionista. Quizás la palabra le suena a obsesión o acumulación sin sentido. En su caso, se trata más de un modo de registrar las imágenes del mundo sin que se borren.
Andrés Cabra
Más conocido como Cabra entre la comunidad gráfica, este ilustrador no comenzó su colección de stickers como quien decide guardar estampitas en un álbum. Lo suyo empezó por error, por impulso y por la calle. “Llevo aproximadamente 15 años pegando stickers”, dice como quien reconoce un vicio noble. La colección no nació de un acto planificado, sino del azar, de la emoción de regalar su gráfica y del deseo de ver a otros responder con la suya.
Su primer contacto formal con esta afición fue en la universidad, cuando un profesor propuso un taller básico: hacer un sticker. Su entusiasmo fue tanto que resultó comprando más material del necesario y terminó con cincuenta piezas extra. “Comencé como regalándolos, pegándolos en la universidad, en la calle, como un caletico con el miedo de que alguien me dijera algo y como que uno no supiera qué hacer”, me comenta sobre ese primer bombing. Hoy en día tiene más de 130 diseños propios.


Su pareja lo animó a asistir al evento Tome pa’ que pegue con apenas cinco stickers en el bolsillo, pero allí conoció el circuito del intercambio. El primer sticker que lo dejó boquiabierto fue el de Cris Ilustra, un mono icónico. Desde entonces, cada feria, evento o viaje es una oportunidad para sumar piezas, compartir diseños y tejer comunidad gráfica.
Cabra resalta que no vende sus stickers: los intercambia. Su colección, que supera los 3.000 ejemplares, es el resultado de años de trueque, afecto y reconocimiento mutuo. “No he comprado muchos stickers. Mi colección es más chévere porque no he pagado por ella”, dice con orgullo. Su colección descansa en cajas, sobres, carpetas y álbumes. Algunos están clasificados por tamaño, otros por procedencia, otros por temática. También, exhibe algunos en retablos plagados y sin un espacio vacío. En estos retablos tiene pegatinas de artistas como Juan Sin Miedo, Angi Q, Rabbit, Santa Cruz, Juanchaco y Frijol.
Una de sus joyas más grandes es La Biblia del Sticker, un archivo físico creado dentro del proyecto Péguelo Aquí, que reúne más de 500 artistas de toda América Latina. Juanito Dos, Toxicómano, Santa Cruz, Rabbit, Mucha Bestia, Apolo Verde, Ente, Enao, Gavilan o el colectivo 123Klan son apenas algunos nombres de esta colección.
La Biblia está bajo el cuidado de Cabra, pero cada vez que sale, genera peregrinación: artistas y coleccionistas se acercan a verla, a buscar su propio trazo dentro de esa enciclopedia de papel adhesivo. Cuando le preguntamos por las joyas de su archivo, las respuestas fueron inmediatas:

Su sticker más histórico: el mítico Dos de Juanito, cortado a mano y pegado en todos los semáforos de Bogotá durante su adolescencia.

Su sticker más raro: un sticker de Dub, una especie de pulpito anónimo que solo aparece en ciertos muros de la ciudad.

- Su sticker más hermoso: una pieza de 123Klan en gran formato y enmarcada como reliquia gráfica.
La colección de Cabra es que no discrimina por técnica ni por perfección. En sus cajas hay stickers metalizados, de serigrafía, de papel, tornasolados o diminutos como una mosca. Ha reunido piezas de Colombia, Argentina, México, Perú, Ecuador, Francia, incluso algunas del colectivo Lincoln Design, responsable de gráfica para marcas globales como Red Bull o Nickelodeon.
Juan Afanador
Juanchaco comenzó a coleccionar por la dulzura de la nostalgia. Su primera colección fueron los álbumes de chocolatinas Jet, la emoción de llenar estos álbumes con su papá y pegar calcomanías en la puerta de su habitación fue tal que desde entonces no dejó de hacerlo. Esta tradición gráfica que viene desde la infancia y ha evolucionado con los años, lo ha llevado incluso a imprimir adhesivos XL para pegarlos en plena calle.


Lo que entonces en un inicio era un juego, hoy es un archivo disperso en cajitas, libros, cuadros y libretas. Juanchaco no tiene un método infalible de clasificación. Lo intentó, sí. Primero por gusto, luego por materiales, hasta que se rindió. “Me desgasto mucho organizándolos”, admite. Su forma de archivar es más bien intuitiva, incluso algo caótica en apariencia. Su colección —que cuenta por cientos, si no miles de piezas— es, sobre todo, un testimonio de encuentros y correspondencias entre ilustradores.
La mayoría de sus stickers no los compró: los intercambió. Al igual que Cabra, su colección creció en eventos como Tome pa’ que pegue, donde se reunía la escena local y cada ilustrador llegaba con los bolsillos repletos de stickers. Juan no hace distinciones entre lo bonito y lo feo. Guarda todos los que le llegan. Lo hace por respeto a la gráfica, al gesto de dar, al acto de intercambiar. Para él, los stickers son “una conversación con artistas” que no necesita validación institucional. Las joyitas de su corona plegable son:

Su sticker más histórico: uno pack del reconocido artista McBess, cuando visitó su tienda en Berlín. “Más allá de que son de los estudios que más me gustan, fue muy bacano ver que a través del sticker puede haber una cercanía real”, afirma.

Su sticker más raro: un Baphomet impreso en un material rígido desconocido de un artista mexicano. Juan intentó replicar ese acabado en imprentas de Bogotá, pero nadie supo cómo hacerlo.

Su sticker más bello: un sticker de gran formato de Ekiem el cual guarda hace más de doce años. También destaca un libro de Tony Delfino, colectivo mexicano que recopiló en una edición limitada sus diez años de trabajo gráfico.
Aunque no se considera artista, Juancho también ha creado sus propios stickers. Empezó en 2012, como vía de escape frente al mundo agotador de la publicidad, su profesión. Esta necesidad de crear lo llevó a dibujar muñequitos inspirados en Dragon Ball, Cartoon Network y todo ese imaginario visual de su generación. Su primer sticker fue un gato con casco de astronauta, desde entonces, ha creado más de cien diseños propios.
En sus años más activos, salía por noches enteras a hacer bombing en las calles capitalinas. Ahora lo hace menos. “Prefiero regalarlos”, dice. Lo mueve más el intercambio que la ocupación del espacio. “El espíritu del sticker no es arruinar la ciudad, sino interactuar con ella”, aclara. Critica la limpieza sistemática de señales por parte de la alcaldía, pero también la inconsciencia de quienes pegan a lo loco sin pensar.


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