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Escritura en el duelo

Escribir sangrando: sobre la escritura en el duelo

Ilustración

¿Por qué escribir para cruzar un dolor enorme? ¿Cómo pueden ayudarnos las palabras a cicatrizar el vacío? Partiendo de su testimonio y buscando eco en otras voces, la autora nos comparte cómo la escritura le ha servido para atravesar el duelo que sigue a una pérdida gestacional.

Eran las cinco y cincuenta de la mañana y escribía en el bloc de notas de mi celular. Estaba en el hospital porque atravesaba un aborto espontáneo, tras 20 semanas de gestación (casi cinco meses). “Normal” había sido la palabra que más había escuchado en las ecografías: “Corazón, normal; cerebro, normal; columna vertebral, normal”. Por eso, cuando la membrana se estrelló contra la cojinería del carro (es decir, cuando rompí fuente), entendí que normal ya no era lo que definía mi embarazo. “Aborto espontáneo”, “pérdida gestacional”, “duelo perinatal”, esas serían las nuevas palabras que compondrían mi día a día. 

Sobre eso escribía a las cinco y cincuenta de la mañana, acostada en la camilla en medio de las contracciones de parto. Escribía sobre cómo había llegado al hospital a las nueve de la noche; sobre cómo Fede (mi pareja) y yo nos habíamos tenido que acomodar en esa pieza fría, junto a otras mujeres que también atravesaban un aborto —aunque, supe después, sus embarazos no estaban tan avanzados como el mío, y habían tenido algunos días para asimilarlo, pues abortaban por malformación en el feto—. Escribía sobre cómo mi único deseo era que todo pasara rápido y pudiera estar en casa con Nico, mi hijo mayor.

Escribía, también, comparando esta experiencia con la de mi primer parto: cuando Nico nació fui llevada a una sala de observación, sin él, porque tuvo un fallo respiratorio; sin Fede, porque no permitían acompañantes; sin celular, aún no sé por qué; y lo peor de todo: en la sala todas las otras madres tenían a su bebé recién nacido en brazos, porque los de ellas sí estaban “normal”. Escribía que esta vez, por lo menos, me habían dejado pasar la noche con Fede, tenía el celular a la mano y podía escribir.

Perder a mi hija ha sido una de las experiencias más confrontadoras de mi vida. Como mamá y feminista, apoyo el derecho a decidir. Celebro que en mi país se pueda abortar legalmente sin ningún condicionamiento hasta la semana 24 y bajo tres causales después. Pero también celebro la maternidad deseada y el derecho a llorar un aborto que se hubiera querido no tener. Esa madrugada me sentí confundida: ¿podía estar de acuerdo con el aborto y llorar a mi hija de 20 semanas de gestación? La respuesta también me la ayudó a encontrar la escritura: lo que humanizaba a mi hija era mi deseo de tenerla, ese que construí poco a poco en los cuatro meses y medio que estuvo en mi vientre. El mismo deseo que me hizo besarla cuando nació muerta, sacar su cuerpecito del hospital, convertirla en cenizas y continuar pariéndola a través de la escritura.

Escribir es lo que hago cuando algo muy grande me sucede. Lo hago para entender y evadir. La escritura, como un lápiz, tiene en mí esa doble función. Por un lado, con el grafito, el lápiz ordena experiencias, y, por el otro, con el borrador, evade el aquí y el ahora y escapa a un mundo con más sentido. Mientras las letras se componen en una hoja o en una pantalla, algo dentro mío también lo hace. 
Porque cuando se está tirada en una camilla, con un bebé adentro que ya no se sabe si está vivo, pero con la certeza de que nacerá muerto; porque cuando se expulsa coágulos por la vagina, después de haber tenido un embarazo normal y muy deseado; porque cuando eso sucede la realidad se vuelve odiosa y cruel y, para recuperarse, se tiene que buscar algo que ancle.

Y como yo no sé dibujar ni cantar ni correr ni tengo un hobby específico, como lo único que sé hacer es juntar palabras, y no diría que es mi pasatiempo sino mi trabajo, ese día a las cinco y cincuenta de la mañana, recién despertada, tras haber logrado dormir una hora y media pese a las contracciones cada vez más dolorosas, y como quería decir algo, y me daba pesar despertar a Fede, que por fin se había quedado dormido en la silla rimax a lado de la camilla, solo fui capaz de coger el celular, abrir el chat conmigo misma, que es mi bloc de notas, y leer lo que había escrito a las once y media de la noche, recién acomodados en el cubículo donde tendría que parir a mi hija, leer, editarme (sí, en esas circunstancias me editaba) y seguir escribiendo.

Un fragmento: 

Está viva pero morirá. 

El cuerpo falla. Sale una bola de tu vagina. Líquido y gritos. 

El miedo. 

Descubres cuánto la querías. 

Está viva pero morirá. 

El paseo se termina. 

Estás en una camilla, esperando a que salga,  porque está viva pero morirá. 

Cada cierto tiempo, el abdomen se endurece, el dolor te come por dentro, como si tuvieras un parásito que muerde tus órganos. 

Está viva pero morirá. 

Sáquenla, sáquenla, sáquenla, le dices a Fede. 

Él te mira con dolor y horror.  

El bombillo del cuarto es blanco, pero tú ves todo negro. 

Está viva pero morirá. 

Solo quieres estar con tu hijo mayor, evadirte en sus pestañas.

Unos días después le leería a mi psicóloga ese pequeño texto en su consulta. “Dejaste el trauma plasmado en el momento preciso”, dijo. Y me sorprendió constatar cómo incluso en medio del dolor físico y emocional más grande de mi vida, fui capaz de escribir. ¿Qué tiene la escritura que tantas y tantos acuden a ella en los momentos más difíciles?

Pilar Aguirre es psicóloga, sexóloga y especialista en duelo adscrita a Colsanitas. Es una mujer que, al igual que tantas, tuvo un aborto espontáneo. Hay estadísticas que indican que de cada 100 embarazos, entre 10 y 20 terminan en aborto. Tanto Pilar como yo estamos dentro de esas cifras, con la diferencia de que, actualmente, se habla un poco más sobre el tema. Cuando le sucedió a Pilar, en 1996, a la pérdida gestacional se le llamaba “la novedad”, como si al no nombrar la palabra “aborto” se pudiera escapar al dolor.

Pero Pilar no pudo ni quiso evadir el dolor de perder a su hija Laura, que tenía 22 semanas de gestación, así que no solo decidió nombrar su pérdida, sino darle lugar a través de la escritura. Pilar me cuenta que comenzó a escribir en medio del trabajo de parto de su hija: “Le dije a mi esposo: ‘dame un papel’ y él me pasó una hoja de evolución de una historia clínica, que fue donde escribí la primera carta a Laura”, me dice, mientras pone la hoja escrita a mano frente a la cámara de su computador.

20 años después, en 2016, Pilar compartió estas cartas para Laura en su blog personal. La primera, esa que comenzó a escribir el mismo día de la pérdida, con su bebé aún en su vientre, dice al final: “Decidiste volar y volver a las estrellas. Olvida nuestras lágrimas y recuerda eternamente que te amamos”. 

¿Qué tiene la escritura que acudiste a ella?, le pregunto a Pilar, pues me interesó tanto su historia personal como su perspectiva de experta en salud mental y duelo. “La escritura —me responde— se utiliza como un recurso terapéutico porque te permite ver y escuchar la vocecita interior que todos tenemos: poner lo que esa voz dice en palabras y de esa forma externalizarla. Y también, como se suele decir, lo que no está escrito no se hace historia, desaparece”. 

Cuando era yo la que estaba en la camilla perdiendo a mi hija Gabriela, porque mi cuello uterino se había abierto 20 semanas antes de tiempo (a esto se llama incompetencia cervical, el nombre más horrible que he escuchado), recuerdo haber pensado: “No quiero que desaparezca”, y comenzar a escribir todo lo que se me viniera a la cabeza. También recuerdo, ya en mi casa, que temía mucho olvidarla, que se convirtiera en una simple anécdota, y escribir ese miedo en el cuaderno que mi prima me regaló en el momento más intenso del duelo, y sentirme un poco mejor, porque la estaba dejando plasmada: haciéndola palabras, haciéndola historia. Recuerdo, además, coger ese cuaderno y escribir lo que unos días después leería frente a mi familia y personas cercanas, en el ritual de despedida que le hicimos a Gabriela.

Un fragmento:

“¿Qué hacer con los planes desbaratados, con la ilusión de oler los piecitos de bebé, con el anhelo de ver a Nico ser hermano mayor y compartir la vida con Gabriela? (...) Quiero pensar que esa esperanza no se ha apagado, que es como esas velas que con su pequeña llama iluminan, así sea levemente, el lugar más oscuro. Que Gabriela, aunque ya no está, que ella, con el deseo y la ternura, es una lucecita que entre tanta oscuridad me dice: Todo va a estar bien, mamá”. 

Desde entonces, escribo casi todos los días en ese cuaderno, que se convirtió en mi diario del duelo. La escritura, y no es un secreto, como un desahogo. Y entre más escarbo sobre el duelo, me doy cuenta de que es la herramienta por excelencia para encarar el dolor.

En las noches eternas que sucedieron después de la pérdida, encontré este poema de Anne Sexton:

Alguien que debería haber nacido

se ha ido.

Sí, mujer, esa lógica te llevará

a una pérdida sin muerte. O decí lo que quisiste decir,

cobarde… este bebé que sangro.

Este bebé que sangro y sigo sangrando con cada palabra. Este bebé que es Gabriela y que no ha desaparecido. Este bebé que está en mi diario, en la novela que empecé a escribir, en este texto, en mi frágil memoria que vuelvo cuerpo. Este bebé que, al escribir, hago carne, aunque ahora sea cenizas. Este bebé que con su paso fugaz y precioso nos conmovió para siempre

María Fernanda Cardona Vásquez

Socióloga, periodista, escritora y mamá. A través de su cuenta de Instagram comparte reflexiones sobre la maternidad, recomendaciones literarias y su experiencia en el oficio de la escritura. Es la creadora del podcast "Escribir para narrarnos", un espacio donde conversa con autores reconocidos sobre las complejidades del proceso creativo. Es autora de "Maternidades imperfectas" (2024), un libro que invita a desmitificar la maternidad y la crianza, explorando sus múltiples facetas sin idealizaciones.

Socióloga, periodista, escritora y mamá. A través de su cuenta de Instagram comparte reflexiones sobre la maternidad, recomendaciones literarias y su experiencia en el oficio de la escritura. Es la creadora del podcast "Escribir para narrarnos", un espacio donde conversa con autores reconocidos sobre las complejidades del proceso creativo. Es autora de "Maternidades imperfectas" (2024), un libro que invita a desmitificar la maternidad y la crianza, explorando sus múltiples facetas sin idealizaciones.

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