Adiós buseta, adiós
Despedir a los buses de transporte público se volvió un rito desde que Bogotá anuncia su desaparición cada dos meses. De acuerdo con los últimos reportes, los buses que sobreviven se irán en noviembre de 2015 pero, como no solo los conductores serán los afectados por la medida, quisimos saber qué otros oficios perdieron la batalla contra el progreso.
unque la lista de peros es interminable y nunca sabremos cómo sería Bogotá si las reglas del transporte público hubieran sido respetadas desde el principio, no significa que el bus no sea una opción para millones de personas en la ciudad que no pueden usar otro medio de transporte ni que todos los conductores de servicio público actúen igual o la tengan fácil. Por un lado, madrugan un montón: Iván Saza, por ejemplo, comienza la ruta a las cinco de la mañana y termina a las diez de la noche. Es decir, se levanta a las 3:45 a. m. para limpiar el carro, revisar el motor e iniciar el día, y llega a su casa a las 11:00 p. m., cuando casi toda su familia ya está dormida.
De acuerdo con un estudio de Global Green Growth Institute, se estima que un colombiano pasa en promedio 480 horas al año en un bus –eso es el equivalente a 20 días con sus noches–. Si hacemos el cálculo, para un conductor de buseta que trabaja de lunes a viernes con jornadas de 18 horas, se estima que al año dura 1.080 horas manejando: exactamente, 45 días enteros.
“A veces, cuando uno va en un trancón, los pasajeros gritan y le pegan al bus y es algo que uno no puede controlar; o hay otros momentos en los que la gente quiere dormir un poco más en la casa y espera que uno le reponga los minutos de sueño a punta de velocidad; eso es difícil, realmente uno se vuelve un artista detrás del timón”, afirma Iván, sin contar con los huecos, las alcantarillas abiertas y los otros conductores que le dificultan su labor. Y aunque eso no justifica la montaña rusa que se vive dentro de un bus, incluyendo el sobrecupo, es indiscutible que el gen colombiano de llegar con el tiempo justo (es decir, media hora tarde) es una de las causas del tráfico caótico de nuestras ciudades. La ruta de Iván aún no ha sido tomada por el Sistema Integrado de Transporte Público (SITP) y, aunque le han ofrecido ser parte del programa, dice que lo que le pagarían no es suficiente para sostener a su familia.
El SITP parece un paso a la modernidad y representa, sin duda, una deuda que tenía Bogotá con sus habitantes: ya no hay que andar contando las monedas de $50 ni rogando al cielo que las vueltas lleguen a nuestras manos o esperando a que el bus pare donde tiene que parar. Sin embargo, hay cierto sabor y calidez que se va a perder, según Heyner Navarro, publicista, artista y creador de muchos de los letreros que ahora son basura u objeto de colección en los mercados de pulgas de la ciudad. “Este cambio lo que hizo fue deshumanizar el oficio; el conductor ya no puede ir acompañado de su familia, no puede hablar con nadie ni escuchar música, no puede aislarse con una cabina para más seguridad ni poner el vidrio oscuro para evitar que el sol lo enceguezca; mucha gente conocía a los conductores, ahora es una fortuna saber para dónde va el bus”, sostiene.
Navarro comenzó a hacer los letreros hace 25 años y cuenta que, cada vez que se trazaba una nueva ruta en la ciudad, él se reunía con los conductores para revisar el trayecto y mirar los lugares por los que el bus iba a pasar. A partir de ahí se elaboraba la plantilla que incluía colores, logos de supermercados o puntos gráficos y numéricos para que el pasajero reconociera su destino de una manera más fácil: “había días en los que a los conductores se les olvidaba darle la vuelta a la tabla cuando iban de regreso e igual la gente se subía porque ya conocía la ruta”, afirma el artista.
Otra de las críticas que hace Heyner a la implementación del SITP es que las autoridades no tuvieron en cuenta a los diseñadores para la creación de las tablas, problema que ha sido evidente para muchos ciudadanos a la hora de estrenar los buses azules (o anaranjados o rojos, todavía nadie entiende el porqué de los colores exteriores). Incluso hay letreros que mencionan lugares nunca antes escuchados por la mesa de trabajo de Bacánika: Catalina 2, Kassandra… pocos de los nuevos letreros indican las calles por las que se mueven los buses y hasta dónde llegan. La confusión no es problema único de esta redacción, todo el tiempo se escuchan preguntas de los pasajeros y la cosa empeora cuando uno no tiene saldo y resulta imposible recargar una tarjeta.
Engrosando el memorial de agravios, los buses eran un punto de convergencia de varios oficios artesanales como la tapicería, la iluminación, el sonido y la decoración, que no se tuvieron en cuenta en la formalización del transporte público. Más allá del kitsch, ese estilo visual de los buses se había convertido en parte de la esencia cultural de Bogotá. César Lee Rivera, conductor y pintor, tenía un taller junto a su hermano donde hacía objetos decorativos y pintaba buses pero tuvo que cerrarlo: “la mercancía se dañó o hemos tenido que revenderla a camiones fuera de la ciudad. Perdimos cerca de 35 millones de pesos en inventario”, admite el bogotano.
Para él, un solo bus movía más de 80 familias pero la indiferencia del gobierno ante las personas que trabajaban en tapicería, montallantas, aseo, mecánica e incluso los que hacían los bombillos de los letreros, ha provocado que, a falta de empleo, encuentren en la delincuencia una fuente de supervivencia: “ver gente que uno conoció caer en el vicio, en el robo, fue muy tenaz”, confiesa César.
Tal vez lo más contradictorio de este tipo de reformas es la ceguera estatal para prever que ciertos sectores de la población se van a ver afectados, no hay espacios de encuentro de ellos con el Estado o una lectura comparada de las consecuencias de estas propuestas con las cifras del Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE) sobre los empleos informales, actividad laboral de quienes trabajan y perciben ingresos al margen del control tributario del Estado y de las disposiciones legales en materia laboral.
Sus cifras solo se divulgan cada año para demostrar que el desempleo (aún cuando no es formal) ha descendido. Según el informe del “trimestre octubre - diciembre de 2014, del total de ocupados en las trece áreas relacionadas con los buses, 48,2% se clasificó como informal, 0,8 puntos porcentuales debajo del registro en el mismo trimestre de 2013”. ¿Qué nos dice esto? ¿Hay más empleo formal? ¿Qué están haciendo todas las personas que trabajaban en oficios paralelos al transporte urbano? Nada se relaciona porque en Colombia hacemos estudios que se miden a favor de las expectativas de crecimiento para el sector político, no con miras a crear alternativas antes de que se ejecuten los proyectos, ni mucho menos después.
Según explicó a El Tiempo Stéfano Farné, director del Observatorio de Mercado del Trabajo de la Universidad Externado, “en los últimos tiempos, las cifras de desempleo han bajado, pero no porque la gente esté enganchándose, sino porque se está retirando de la búsqueda”. Como quien dice, los cambios siguen, empleo hay; o más bien, la gente se lo rebuscará o simplemente dejará de hacer lo que venía haciendo.
Hoy, cuando la desaparición de los buses urbanos es inminente, solo queda reflexionar sobre la cantidad de manos que intervienen en algo tan corriente como un vehículo, en su identidad y en su alma, y en la red de personas que unidas por vínculos familiares o laborales construyeron una vida haciendo stickers, cortinas, forros que decían prohibido fumar en diez idiomas distintos o vírgenes de plástico con luces intermitentes que brillaban cuando el bus frenaba. Más allá de criticar la transformación de modelos ciudadanos de movilidad –porque, de hecho, agradecemos que Bogotá ya no se transporte como en 1915–, podemos proponer otra mirada de estas reformas que, aunque parezcan bienintencionadas, ignoraron labores que tenían que ver con miles de familias que, seguramente, se adaptarán a otros nichos del mercado. ¡Brindemos por el fracaso, digo: progreso!
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