El vacío de los restaurantes
Las puertas están cerradas y los comedores en silencio, algunas cocinas siguen encendidas pero el futuro es incierto. Los restaurantes, uno de los sectores más duramente afectados por la pandemia rema entre la renovación forzosa y el cierre. ¿En qué consiste la esencia de estos espacios? ¿Qué extrañamos de ellos? ¿Qué viene?
n pocos lugares uno comparte y se encuentra tanto con otros como en un restaurante. Mientras alargamos el rato con bocados y sorbos, y compartimos lo que otros preparan para nosotros, el tiempo pasa desapercibido. El rato se alarga, y lo que haya costado llegar hasta allá (tiempo, dinero, el crujir del hambre) se disipan con el café que cierra la comida.
Los restaurantes son lugares donde cultivamos vínculos que difícilmente tendríamos a nuestro alcance en otra parte. En un capítulo de Ugly Delicious, el cocinero David Chang se encuentra con el crítico gastronómico David Hagedorn en el restaurante Annie's Paramount Steak House. Annie’s está en Dupont Circle, un barrio de Washington D.C. donde también está ubicada parte de la comunidad LGBT de la ciudad, y Hagedorn lo visita porque es un lugar donde él, como hombre gay, se siente cómodo. Cuando llegan sus platos, la conversación entre Hagedorn y Chang transcurre así:
—Cuando me sirven este filete lo miro y digo: vaya, está muy delgado. Y no está a tres cuartos, está bien asado. Pero me lo comeré de todos modos. Me lo comería todo. No es…
—No es lo que pedimos.
—No. Y está bien. No lo enviaré de vuelta y no me molesta. No me importa cómo sabe este filete. Este es un lugar donde me siento cómodo, así que seré más tolerante.
En los restaurantes, desconocidos comparten alrededor de un gusto común. Ese encuentro es una forma de comunión a través del gusto; y ese intercambio es un diálogo que convierte la satisfacción de una necesidad biológica en una experiencia cultural.
Que la experiencia cultural que algunos restaurantes ofrecen logre un impacto más dramático en sus comensales depende en buena medida del espacio y los objetos que lo ocupan: las lámparas, las cucharas y hasta el papel en el que está impreso el menú. Cada elemento de la composición –empezando por la comida– tiene una razón de ser y es parte de la consigna de ofrecer algo más que simplemente quitar el hambre. Aunque cada restaurante ponga sus acentos en lugares diferentes, todo hace parte de una historia redonda y atractiva: servilletas de papel para limpiarse las manos luego de comer tacos servidos en bandejas plásticas, tenedores de distintos tamaños para la entrada, el plato fuerte y el postre, música que invita a pedir unos tragos después de la cena.
El asunto con los restaurantes es que dependen de la presencia de sus comensales para poder comunicarse con ellos, y la pandemia los ha obligado a mandar sus mensajes a espaldas de un domiciliario. Sin embargo, como nunca será lo mismo operar desde la distancia, los vestigios físicos que antes protagonizaban las experiencias ofrecidas por los restaurantes se han convertido en el amargo recordatorio de que, al final, todo depende de una (o muchas) transacciones comerciales.
El COVID-19 y las restricciones oficiales hicieron que los espacios más esenciales hayan tenido que modificar su funcionamiento sutilmente: tapabocas, temperatura, por favor desinfecte sus zapatos antes de entrar. Otros, que prestan servicios menos esenciales, han tenido que adoptar modificaciones radicales y en algunos casos, cerrar. En Colombia ha sido noticia el cierre permanente de varios restaurantes de los cocineros Harry Sasson y Jorge y Mark Rausch, quienes han denunciado la dificultad de llegar a acuerdos respecto al arriendo de sus locales y de ajustar caja a punta de domicilios. Ellos, que son reconocidos en el medio y dueños de varios restaurantes en el país, son apenas una muestra del panorama general: según cifras de la Asociación Colombiana de la Industria Gastronómica (Acodres), de los 90.000 restaurantes que hay en el país, cerca de 27.000 cerraron definitivamente a finales de mayo.
Además del golpe financiero, pausar indefinidamente el servicio a la mesa ha generado un desasosiego emocional que todavía permanece. Tener que cerrar sus puertas y reducir sus movimientos al mínimo tiene un subtexto, y es que sus servicios (en este caso, los de los restaurantes) no son esenciales para que salgamos de la pandemia. Entonces llega la pregunta cruda y dolorosa: ¿soy necesario?
Gabrielle Hamilton, dueña y cocinera del restaurante neoyorkino Prune, contestó en forma de ensayo: “Sería casi imposible para mí, en medio de una pandemia, discutir la necesidad de mi existencia. ¿Mis mollejas y mi omelet de parmesano cuentan como esenciales en esta época?”. Hamilton cerró su restaurante voluntariamente antes de que Nueva York entrara en cuarentena y rechazó la idea de recaudar fondos para pagar las cuentas pendientes del restaurante. Ella sabe que ni ella ni su restaurante ni sus omelets son esenciales. Pero quiere creer que sí. “Tengo la esperanza de que importamos en alguna otra economía alternativa; que todavía somos un hilo en la tela que podría deshacerse si nos quitas del tejido”.
Juliana Duque Mahecha, editora y consultora en gastronomía, explica que los restaurantes son lugares construidos a partir de la idea de restaurar, y en esa medida, lugares a los que acudimos en busca de cierta cura o sanación. Que hayan cerrado sus puertas ha dejado a muchos con la sensación de que ya no tienen un espacio en el que, así sea anónimamente, los están cuidando. “En la casa te cuidas de otras maneras. En la casa, si alguien cocina para ti o tú cocinas para alguien, es otra versión, otro canal de cuidado”.
Desde el punto de vista social, los restaurantes no solo sirven para “reforzar y alimentar nuestras relaciones de amistad, románticas y de familia”, como explica Juliana. Hay una interacción con otros actores como los cocineros, los meseros y tal vez más interesante, con “los anónimos”. “La relación con quienes están en las otras mesas, con quienes tú te acompañas en tu individualidad… es el balance de estar solo pero acompañado, y eso no lo logras en la casa”.
Además de permitirnos escuchar la conversación de la mesa de al lado y disfrutarlo, de acuerdo a Duque, los restaurantes son el espacio donde tejemos conexiones “desde el nivel más animal hasta el más sofisticado”: no solo estamos nutriéndonos biológicamente, sino estética y sensorialmente. Estamos comiendo, pero también estamos en un espacio donde la luz, el sonido y las superficies permean la experiencia tanto como la comida.
En Colombia, los restaurantes han funcionado a puerta cerrada por más de tres meses. Durante buena parte de ese tiempo solo tuvieron permitido operar a través de domicilios, y ahora que también existe la posibilidad de vender para llevar, el gremio espera que sus ventas superen el 12% de lo que vendían antes de la pandemia, un umbral del que no han salido en semanas.
Aunque ya es sombrío, el panorama se oscurece más si pensamos en el desarrollo gastronómico del país y la fuerza que puede perder con esta crisis: si no hay espacios físicos que permitan el movimiento de los corrientazos, la comida típica y la cocina de autor, ¿de dónde se agarran las raíces que hecha la comida?
Para Mario Rosero, cocinero y copropietario de Prudencia, un restaurante ubicado en el centro de Bogotá, la pérdida de más restaurantes equivaldría a un golpe cultural culinario. “Tomaría muchísimo tiempo recuperar la confianza, la fuerza y el ánimo para volver a crear esta diversidad gastronómica que apenas estaba empezando”, dice refiriéndose a algunos restaurantes que abrieron hace pocos años y que hasta antes de la pandemia habían creado una suerte de circuito gastronómico en la capital.
Como explica Meghan Flanigan, también copropietaria de Prudencia, el restaurante gira en torno a “la leña, el humo y las técnicas de cocina del campo”. Prudencia está cerrado temporalmente desde mediados de marzo, y aunque Flanigan y Rosero han estado trabajando en planes que se activarán con el tiempo, como fabricar y vender herramientas para cocinar con fuego en casa, ella asegura que “hay una fecha” en la que dejará de ser sostenible tener el restaurante cerrado.
Mesa Franca es un restaurante que en días normales funcionaba con música a todo volumen y luces rojas enmarcando su barra. Ahora, desde las redes sociales, el restaurante se siente igual de vivo: tienen un menú semanal para envíos dentro de Chapinero, otro para el resto de la Bogotá, un deli en su terraza donde venden platos e ingredientes para llevar y una carta de cocteles embotellados. Iván Cadena, jefe de cocina del restaurante, explica que han sido “retos increíbles”, pero que a pesar de que “sabemos dónde estamos parados, en qué momento estamos y cómo lo podemos manejar”, él y sus socios tienen muy claro que se pueden quebrar.
Cadena asegura que además de la pandemia, los restaurantes enfrentan otra amenaza: la idea de que basta con saber cocinar para tener un restaurante. “El cocinero tiene un tema muy romántico con la profesión: cree que solo es llegar a cocinar, mezclar y hacer un plato, pero eso solo es un 10% de lo que necesita para tener un restaurante. Hay que tener claro que cada grano de azúcar es plata”.
Puede no ser el caso de todos los restaurantes, pero la situación actual ha invertido el orden de las cosas para muchos: lo que antes podía percibirse como un derroche de amor por parte de los clientes, ahora es una búsqueda por esos clientes y su amor. Es un recordatorio agresivo de que no solo se puede vivir de lo místico que puede ser un restaurante, y que ante una pandemia, lo que prima es mantener el negocio a flote. Hamilton, la chef y dueña de Prune, lo pone así: “Como muchos de los chefs que son dueños de estos pequeños restaurantes que ahora proliferan por toda la ciudad, a mí me ha impulsado lo sensorial, lo humano, lo poético y lo profano, no el dinero o una sed de expansión. [...] Pero la primera vez que reduces un salario, francamente comprendes que, dejando a un lado las nociones poéticas, tienes un negocio. Y que esa tripulación de tontos que adoras cuenta contigo para ganarse la vida”.
La apertura de los restaurantes en Colombia todavía no es un hecho, y según Juliana Duque, la consultora de gastronomía, “el experimento va a ser muy brutal”. En Cali, donde ya se realizó un simulacro con 25 restaurantes, la idea es construir terrazas y permitir que los restaurantes utilicen el espacio público para poder atender más clientes y garantizar la circulación del aire; en Medellín, por otro lado, proponen controlar los síntomas de la población con una aplicación que determinará quiénes pueden entrar a los restaurantes y quiénes no. En esta ciudad, desde el 6 de julio se puso en marcha un plan piloto para reabrir 12 restaurantes, entre los que están la Repostería Astor, El Cielo, un local de McDonald’s y otro de Crepes & Waffles.
Pero son propuestas, y aun si los restaurantes reabren, como explica Duque, hay interrogantes: “Primero, no sabemos si la gente va a ir. Segundo, no sabemos si la gente que vaya va a hacer sostenible el restaurante. Y tercero, no sabemos si, aún cuando la gente vuelva, habrá un pico de contagios que haga que los restaurantes tengan que volver a cerrar”.
Entre la incertidumbre y el estrés de saber cómo diablos controlar que la gente se ponga el tapabocas para masticar (parte del plan de Medellín), los restaurantes siguen luchando por hacerse necesarios. Empacan en cajitas de cartón lo que antes eran experiencias sensoriales complejísimas y mandan medio litro de cocteles a cualquier esquina de la ciudad. Pero, ¿si empezamos a resolver en nuestras casas, la comida nos queda rica, es más barato comer así y los productores nos están vendiendo directamente? “Pues está como chévere, ¿no?”, pregunta Duque. “El miedo de los cocineros es ese. ‘Éramos súper necesarios. ¿Y ahora qué?’ ”.
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