La memoria de Dicken Castro
Muchas cosas se dicen de Dicken Castro: que es el padre del diseño gráfico en Colombia, que fue un profesor excepcional, que fue un gran arquitecto, incluso que plagió imágenes. A sus 93 años, este paisa que para algunos es un mito viviente, nos recibió en su casa para iluminar con los destellos de su memoria lo que aún sigue siendo una vida resplandeciente.
icken Castro estaba sentado en un sofá de cuero negro, el mueble se encontraba ubicado en la sala de su apartamento al norte de Bogotá. Detrás del diván había una biblioteca robusta que se redujo a la mitad, según cuenta su esposa. Castro regaló un montón de libros cuando se mudaron de una amplia casa campestre que tenían en Suba al edificio donde pasa su vejez.
En un país donde cualquier aparecido es llamado “doctor”, en la nación en la que Juan Manuel Santos usó el término “profesor” para referirse de forma despectiva a su oponente Antanas Mockus en la carrera por la silla presidencial, es un milagro que el término “maestro” conserve esa aura que solo se reserva para calificar a los grandes. Muchas de las personas que se relacionan o se relacionaron con Dicken Castro lo llaman así. A los pocos segundos de la conversación con el arquitecto sucedieron dos cosas: me di cuenta de que Castro está perdiendo la memoria y Germán Martínez, que es su enfermero desde hace casi un año, interrumpió la charla para ponerle un audífono en su oreja derecha.
La primera pregunta, ya con el audífono, fue si recordaba su encuentro con la arquitectura. Dicken respondió que su madre era una arquitecta innata. Dijo que la arquitectura es su vida y que todo lo que hace lo realiza en función de este oficio. Afirmó que tenía la pretensión de que las cosas que diseñó sigan influyendo de manera positiva en las personas. No respondió concretamente al interrogante. La salud de Castro empeoró nueve meses atrás, cuando se rompió la cadera. “El accidente lo deprimió, lo cambió, ya no podía salir como antes. Al ver limitada su movilidad entró en un estado de melancolía. Por suerte se ha venido recuperando y su ánimo está cambiando”, comentó su enfermero.
Por suerte, Lorenzo Castro –el único de los hijos de Dicken que siguió sus pasos en el oficio– pudo responder por su progenitor. “Mi abuela era una arquitecta innata, mi padre contaba que de niño la acompañaba a la Catedral Metropolitana de Medellín. Él quedó fascinado con esta obra. Un amigo de mi abuelo le regaló un lote en Santa Helena y mi abuela decidió construir una casa sin que su marido lo supiera. Mi padre tenía unos diez años cuando acompañaba a su mamá a ver cómo evolucionaba la construcción. Ella tenía mucho criterio arquitectónico; sin darse cuenta se fue metiendo en ese mundo y de paso influenció a mi padre en su gusto por el oficio”.
La familia del arquitecto llegó a Bogotá en 1936, cuando él tenía 14 años. Su papá, Alfonso, que por esa época era Senador de la República, lo matriculó en el colegio público Camilo Torres. Más tarde, Dicken entró en la facultad de arquitectura de la Universidad Nacional. A Castro se le dibujó una sonrisa en la cara al oír el nombre de su alma mater. Me dijo con voz entrecortada: “La Nacional sigue viviendo en mí. Ese ánimo de libertad, de conocimiento, de relación con el saber es tan impresionante”. Su vínculo con la institución ha tenido varias etapas que se resumen en una premisa: el buen hijo siempre vuelva a casa. Castro fue alumno, profesor y una de las primeras personas que pensó que valía la pena estudiar arquitectura en el país, cuando casi todos se iban a Europa.
En la facultad, el antioqueño tuvo la suerte de encontrarse con una serie de estudiantes que más adelante se convirtieron en referentes de la arquitectura colombiana, entre ellos estaban Hernán Vieco, Germán Samper y Pablo Solano. También tuvo grandes maestros como Leopoldo Rother, Karl Brunner y Bruno Violi. Por esos días estaba en boga la escuela racionalista blanca italiana y el debate se movía entre dos polos: la arquitectura neoclásica y la moderna. Según Lorenzo, los ídolos de su padre en épocas de estudio fueron Walter Gropius y Le Corbusier pero enfatiza que nunca dejó atrás el amor por lo colombiano y lo precolombino.
Orlando Beltrán, alumno de Castro en la escuela de diseño gráfico quien, en la actualidad, se desempeña como profesor en la Universidad Nacional, dice: “Pertenecí a la primera generación que obtuvo el título de diseñador gráfico (1975). Dicken dictaba taller y tuvimos una relación estrecha que terminó en un ofrecimiento de trabajo en Dicken Castro y Compañía. Él quiso a la universidad con pasión. A finales de los ochenta, cuando aún era profesor, en alguna pedrea tiraron una papa que rompió el vidrio de su carro. Eso lo indignó mucho, creo que fue una de las cosas que hizo que renunciara”.
El viajero
Si se escarba en la biografía del arquitecto, la palabra “viaje” titila como un anuncio de neón. Con un tono pausado y ronco, Castro me confesó: “Para bien o para mal soy un viajero, siempre estuve interesado en conocer el país y el mundo. Mis viajes por Colombia moldearon mi gusto por la cultura popular”.
Dicken se casó con Lía Jaramillo en 1960, año en el que regresó al país. Antes de este suceso tuvo un peregrinaje en el exterior que empezó en la Universidad de Oregón – Eugene, institución en la cual ganó una beca para realizar un posgrado en arquitectura y urbanismo. Luego de darle una probada a su café, Castro me dijo: “Es una universidad muy buena pero no pretenciosa, todo lo que hablaban me impresionaba muchísimo”. Después de terminar sus estudios, Castro se desempeñó como profesor asistente de esa universidad y luego se mudó a Nueva York. Allí trabajó con una firma de arquitectos. “Le mandaban a hacer cosas en el Asia, diseñaba hospitales”, recuerda su esposa.
Después de esta experiencia, Castro se mudó a Holanda, país donde estudió planificación urbana en el Bouwcentrum de Rotterdam (1958). “Fue una maravilla estudiar allí. Era un conocimiento que yo no esperaba. Yo soy más americano, pero americano realmente; la sinceridad de los holandeses, lo mucho que me enseñaron fue increíble”, recuerda el arquitecto. La familia Castro tiene dos anécdotas de esa estancia de Dicken que alguna vez fueron narradas por él. Lía recuerda una de ellas con una sonrisa y una calidez que denota la admiración que tiene por su esposo: “Dicken consiguió una habitación en una casa de una señora que casi no hablaba inglés, entonces le dijo que tomaba el cuarto si lo dejaba hacer lo que quisiera. Empezó por poner el tapete al revés. La señora decía: “¡crazy míster Castro!”. Pasó feliz. Conoció Grecia, Italia, los países nórdicos y Alemania”.
Lorenzo guarda un recuerdo más técnico de la peregrinación de su padre por el viejo continente: “En Europa visitaba los museos con regularidad. También se dedicó a ver la arquitectura románica, que son iglesias compactas, chiquitas y pesadas que en alguna medida se parecen a la Catedral Metropolitana de Medellín. Entre sus estancias en Estados Unidos y Europa también se empezó a interesar por el diseño gráfico. Visitó las oficinas de diseñadores importantes en el mundo que lo empaparon del tema”.
Pero los viajes no terminaron en Europa. Lorenzo narra otros recorridos menos académicos: “íbamos cada quince días a una finca de la familia de mi mamá que quedaba en La Dorada, Caldas. Nos conocíamos cada curva de la carretera, casi que podría citar cada frase de mi papa: “miren el río Magdalena, como le pega el sol”, “miren esa nube”, “miren esa casita con ese rombo rosado en la pared”. Él gozaba con todo lo que veía, el viaje se hacía parando en todos lados. Había comida: el roscón de arequipe en Albania recién salido del horno, los platos gigantescos de los restaurantes de los camioneros. Hacíamos muchos desvíos para descubrir sitios, él siempre encontraba pozos y todos nadábamos con él”.
Los viajes a la zona cafetera también fueron importantes para la formación del arquitecto: a raíz de estos desplazamientos se enamoró de la guadua y de las decoraciones de los buses colombianos. Orlando Beltrán recuerda unas vacaciones junto a su amigo y maestro: “Tenían una finca en La Dorada y me invitaban. Una de las cosas que se hacían era recorrer el perímetro de la finca a caballo. La primera parada era en la casa de un campesino que tenía un rancho de guadua con piso de tierra y un fogón de tres piedras. El señor calentaba el café y uno entraba y se sentaba alrededor de las piedras. Dicken se sentía perfecto allí. A los ocho días almorzábamos en el comedor reservado a los socios eminentes de Los Lagartos y Dicken se sentía como en casa; creo que esa mezcla es él”.
Agua, guadua y ladrillo
Si se tuvieran que nombrar los elementos con los que se asocia la vida de Castro, estos serían el agua, la guadua y el ladrillo. El arquitecto nadó hasta los 87 años y en 1938 participó en los Juegos Panamericanos y Centroamericanos, tanto en el equipo de wáter polo como en el de natación. A nivel nacional ganaba todo, especialmente en la categoría de estilo libre y espalda hasta que lo desbancó un nadador apodado “El Tiburón” González. La magia de la guadua lo atrapó en sus viajes por el eje cafetero. Castro escribió un libro titulado La guadua (1966) que se imprimió bajo la tutela del Banco de la República y que muestra la versatilidad del material. “Cuando todo el mundo veía el uso de la guadua como arquitectura de pobres, mi padre le dio importancia. Le fascinó por su versatilidad, porque las construcciones hechas con guadua no tenían problemas con los sismos y por la dignidad que producía en las personas que la usaban al levantar sus viviendas”, afirma Lorenzo. El interés por el ladrillo como material de sus construcciones viene de nuevo por su gusto por lo popular: “seguramente muchos no pueden pañetar una pared, el ladrillo es lo que está a la mano. Los otros arquitectos cultos en Colombia usaban ladrillo prensado en el exterior, mi padre lo empezó a usar en el interior. Entonces uno piensa en la Catedral Metropolitana de Medellín, que es un espacio impresionante, que le entra una luz increíble y que está hecha de ladrillo tanto por fuera como por dentro. Esa imagen él la tenía muy adentro”, concluye su hijo.
Los logos que diseñó Dicken Castro son diversos, algunos se los ha tragado el tiempo, muchas de las empresas que contrataron sus servicios hoy son historia. Dentro de lo que vale la pena mencionar se encuentra el antiguo logo de Colsubsidio, el del XXXIX Congreso Eucarístico Internacional, el de la Cámara de Comercio de Bogotá, el del Archivo General de la Nación, el de la Organización Sarmiento Angulo, el diseño de las antiguas monedas de $200 y $500… la lista es muy larga. Dentro de su obra arquitectónica hay que mencionar el refugio infantil del Club Los Lagartos (1955), el mercado de Paloquemao (1960), la plaza de mercado del barrio Restrepo (1967) y el centro de exposiciones y bodegas de Alpopular en Ipiales (1976).
El 13 de julio de 1994, específicamente en la sección “Correo” del periódico El Tiempo, Dicken Castro fue acusado de plagio. Todo sucedió porque Castro incluyó la imagen precolombina que se encuentra en el libro Animales mitológicos, de Antonio Grass, en la moneda de $200. Dicken se defendió de la siguiente manera: “En ningún momento he pretendido ser autor de tal motivo. En la sustentación del diseño, la cual se incluye, cito la fuente del motivo precolombino Quimbaya que aparece en un uso el cual he aplicado al diseño de la moneda de doscientos pesos”. ¿Se puede plagiar un diseño precolombino?, se preguntarán algunos; “Castro se aprovechó del patrimonio cultural de los colombianos”, dirán otros. El caso no pasó a mayores y está abierto a la interpretación del lector. Lo que sí queda claro es que Antonio Grass autorizó al antioqueño para usar una imagen que ni siquiera es de su autoría. En la carta de El Tiempo, Dicken concluye: “Consciente de que el motivo en cuestión aparecía en una investigación hecha por Antonio Grass, me permití solicitarle su consentimiento (…) y él muy amablemente me autorizó para ello en carta que también adjunto”.
Los últimos pasos
Orlando Beltrán habla del legado de su mentor: “Es una persona que armó un mundo para los diseñadores gráficos, construyó un universo en el que algunos quedamos incluidos. Un mundo es una manera de ver, de hacer, de ser. Ese mundo ya no existe, era un mundo de papel. Dicken dejó huellas en lo académico, en lo arquitectónico, para la comunidad de diseñadores colombianos siempre será un referente”. Además de ser arquitecto y diseñador, Castro también es pintor y fotógrafo. En su faceta de pintor hay algo maravilloso que recuerda su hijo: “Él no buscaba ser nadie en la pintura, practicaba esta actividad por puro goce. Le encantaba sentarse en medio de la naturaleza y reproducir paisajes. Algo parecido le pasaba con la fotografía”.
Hoy, el día a día de Dicken Castro, según su enfermero, es así: caminan cinco cuadras, casi siempre se dirigen a la cafetería Don Pedro, aunque hace días que no visitan el lugar porque está lloviendo mucho. El frío le da muy duro al arquitecto, razón por la cual ahora van a una cafetería más cercana que está ubicada en un gimnasio de pilates. Según el enfermero, Dicken Castro es reconocido por la gente, lo saludan, se muestran atentos y amables con él. Luego de que se toman unos cafés, retornan al apartamento para almorzar. Después de comer, Castro lee un poco, a veces lo visitan sus amigos y familiares, en la tarde suele reposar. Los fines de semana van a cine. La última película que vieron fue El abrazo de la serpiente.
En las paredes del apartamento donde Dicken Castro pasa su vejez, además de la biblioteca robusta, se pueden ver fotos y cuadros de su autoría. Dos imágenes llamaron mi atención. La primera es una foto en la que el arquitecto está con su esposa en un espacio interior que podría ser el de una cabaña perdida en el bosque. La segunda es una acuarela que se vale de colores pasteles y un negro intenso para representar una playa. Las dos imágenes me transmiten una sola idea: sencillez, la misma que Dicken Castro ha proyectado a lo largo de la conversación. Tal vez para muchos él no sea un santo, para mí tampoco: solo me quedaron impresiones vagas de la persona que tengo en frente pero tengo una percepción positiva del personaje que acabo de entrevistar. Al terminar la conversación, me despido de Lía, del enfermero y le estrecho la mano a Dicken. No me queda más remedio que despedirme, honestamente, con la frase: “gracias por su tiempo, Maestro”.
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