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Las ollas de la resistencia en Bogotá

Las ollas de la resistencia en Bogotá

Fotografía

Entre las multitudes que se toman las calles de la capital por el paro nacional, hay quienes encontraron una misión de no acabar: hacer ollas comunitarias para calmar el hambre de cientos de personas que a diario protestan y resisten.

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Héroes

Después de los cantos y las arengas, después de las banderas ondeando al revés y las multitudes que bailaban y se indignaban por igual hace pocas horas, todo lo que queda en el monumento a Los Héroes es un frío ventoso que mueve las palmas de cera que rodean la plazoleta, como si acá no hubiera pasado nada.

En el centro, una llama cenicienta protegida por dos adobes sobre los que aún hierve una olla y, alrededor de su calor, doce o quince gatos que aún alzan la voz con euforia para gritar: “¡El pueblo no se rinde, carajo…!”. Son casi las diez de la noche del día número 40 del paro nacional y los que quedan frente a la estatua de Bolívar esperan un vaso de tetero (aguapanela con leche) que es la última opción del menú de hoy.

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Frente a la olla –nueva, de 50 litros– está Yesid Casas. Tiene 23 años, creció en el barrio Santa Teresita, donde aún vive con su madre, es chef de profesión y en pocos días viajará a México para trabajar durante una temporada en hoteles de Puerto Vallarta, después de meses de buscar camello en Bogotá sin resultado.

Yesid es el cocinero jefe de esta jornada inaugural en la que ha llovido, ha salido el sol y ha vuelto a llover, y se le da con naturalidad porque hacía lo propio en el Movistar Arena y en otras tantas cocinas industriales.

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Yesid Casas

No conoce a ninguna de las personas presentes, ni ayudantes ni comensales, pero decidió liderar esta maratón de cocción monumental, en la que han comido más de 200 personas, por una angustia personal:

–Todos estos días he estado pensando que debo hacer algo por el país antes de irme… Pensaba que debo dejar un aporte, con todo lo que está pasando. Entonces se me ocurrió cocinar, que es lo que sé hacer. La gente tiene hambre y yo puedo ayudar, entonces le hice.

–¿Y cómo hiciste?

–No, uno va viendo quién se quiere unir… Eso fluye.

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De esa forma nació hoy, un largo viernes, la Zona Humanitaria de Héroes: ha brotado de las voluntades que se juntaron en esta primera olla comunitaria, sazonada por Yesid y sus colaboradores novatos, desconocidos todos entre sí hasta que prendieron este fogón callejero y se dieron cuenta de que los unía esa misma angustia.

Así mismo, desde hace un par de años, han nacido las ollas comunitarias que, durante estos días de efervescencia, se han multiplicado en Bogotá para que coman todos los que hoy salen a resistir con hambre, porque tienen hambre.

Pura espontaneidad.

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Portal Resistencia

El hambre manda. Más que el amor, más que la crisis económica, más que las autoridades, el hambre manda por estos días. De acuerdo con cifras del DANE de marzo de 2021, por cuenta de la pandemia y la cuarentena, 2,4 millones de hogares en Colombia han pasado a comer solo dos veces al día y más de 179 mil escasamente llegan a comer una sola vez al día.

Los cálculos, que son solo un subregistro de la realidad, son palpables en cualquier zona del país. Zonas como el vasto sur de Bogotá. Esas cifras se convierten en un rostro –miles de rostros- en lugares como el Portal Resistencia, rebautizado, como ya todo el mundo sabe, por los manifestantes que se han radicado aquí en el último mes y medio.

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De día, el lugar es muy diferente a lo que se ve en los noticieros. Lejos de una zona de combate, parece más una feria, un carnaval. Cientos, miles  de personas reunidas sobre la plaza de la estación de Transmilenio, que permanece fuera de funcionamiento, se extienden como una enorme sábana humana sobre los andenes y las calles a lo largo de cuatro manzanas.

La gente parcha, comparte, canta, salta, se pasea de un lado a otro entre los vendedores que se la rebuscan con puestos ambulantes de chorizos, arepas de queso, mazorcas, tacos, sánduches, perros calientes, pañuelos, banderas, sombrillas, pola, pegados… Entre el caos de alegría, como un faro que todos reconocen, está el letrero de la estación que ha sido modificado y dice ‘Portal Resistencia’ y a sus pies descansa este lugar seguro al que cualquiera puede acercarse: la olla comunitaria que se prende a diario.

Sin un orden estipulado, cada día hay alguien cocinando. En la jornada 43 del paro, la cocina está liderada por las chicas de Ruta de Ollas Comunitarias. Feministas, jóvenes, activistas, todas nacidas y criadas en el sur de Bogotá, que ellas llaman ‘los sures’ –porque no hay uno solo, sino varios: Bosa, Usme, Kennedy, Ciudad Bolívar…– han pasado toda la semana recorriendo ese circuito de barrios alzando ollas donde la comida es cada vez un lujo mayor.

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María Fernanda es una de ellas. Trabajadora social, 24 años, cabello largo y rojizo, ojos verdes como lagunas, pañuelo morado atado al cuello, mira la fila de gente que, plato en mano, se acerca al fogón para recibir su porción, y dice como incendiada: “el hambre es rabia”.

En abril de 2020, cuando comenzó el confinamiento estricto en Bogotá por cuenta de la pandemia del Covid-19 y los sures quedaron a la deriva, María Fernanda sintió la desesperada impotencia de ver las noticias sobre el hambre y no hacer nada. Habló con Paola y Camila, amigas de la universidad, se pusieron de acuerdo, no copiaron a las medidas restrictivas y, a solo un mes de cuarentena, cuando la incertidumbre mantenía a la gente encerrada, salieron a pedir alimentos entre sus conocidos, se consiguieron una olla prestada y se fueron a Ciudad Bolívar, donde encontraron calles enteras con casas que sacaban pañuelos rojos en las ventanas.

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Tocaron esas puertas y fueron sumando voluntades. Nunca habían prendido un fogón en la calle, pero uno de los vecinos lo hizo. Nunca habían cocinado para más de tres personas y querían alimentar a todo un barrio, y un par de vecinas lo hicieron. Ese primer día comieron más de 300 personas. Desde entonces, todas las semanas organizan ollas comunitarias que van de barrio en barrio por los sures de Bogotá y a las que cada vez se unen más personas que no dudan en ayudar pelando papas, picando cebollas o soplando la llama cuando ven la olla puesta. El hambre es rabia, pero cocinar es la forma que han encontrado de calmarla.

Así han pasado un año de olla en olla, cada una menos difícil de organizar que la anterior. Porque, claro está, cocinar para 300 personas no es fácil. Requiere todo un día de ejecución y algunos previos de organización: reunir fondos, donaciones, pensar un posible menú con lo que haya, mercar por montones cuando se puede y transportar el mercado con el que se alimentarán centenares de personas. Y, aún así, teniendo todo eso asegurado, se corre el riesgo de que las cosas no salgan del todo bien: puede ser que el arroz quede masacotudo o que las papas se deshagan; puede ser que las lentejas queden pegadas o que al caldo le falte sal.

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De eso, María Fernanda y su colectivo han aprendido mucho. Saben, por ejemplo, que hay que frotar el exterior de la olla con jabón rey antes de ponerla en el fuego, para que no se vaya a tiznar y sea más fácil lavarla.

Saben que lo mejor que pueden preparar son sopas y la vieja confiable siempre será un sancocho, porque todo el mundo queda contento. Saben que los desechos orgánicos que deja cada jornada se pueden aprovechar y por eso, junto a otros colectivos que vienen a cocinar, como Plato Revolucionario o algunas personas del barrio, hicieron una zanja en el prado donde está el letrero del Portal y han hecho pacas orgánicas y abono con los que han creado, del otro lado de la plaza, una huerta comunal.

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Y también han aprendido cosas que no son de cocina, pero de las que solo se dieron cuenta cocinando con otros. Para María Fernanda, por ejemplo, ha sido ver que las madres que vienen a cocinar para cientos de personas que ahora saben que en este punto tienen un plato al día asegurado, ya eran feministas antes que ella, pero no de papel y concepto, sino de la práctica del día a día, mujeres que admira y ahora reivindica porque le han enseñado una labor que siempre había visto como una forma de sometimiento y que, ahora, sabe que para muchas es una forma de empoderamiento, un acto político.

–El hambre es rabia… –dice María Fernanda viendo la fila de personas con el plato en la mano–. Pero en mí ha sido una rabia movilizadora. Por eso he venido acá. Yo sé que no sé lo que es el hambre, yo soy una privilegiada que ha podido ir a una universidad y tener comida, también porque mis papás fueron explotados… entonces si yo sé eso, tenía que hacer algo. Sé que no vamos a acabar con el hambre del mundo… Pero bueno.

–¿Pero bueno...?

–Pero bueno… hoy ya comieron más de 300 personas.

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Ciudad Bolívar

Llegar a El Paraíso implica un camino largo e incierto que, desde el centro de Bogotá, puede tomar entre una hora y media y dos horas. Es el último rincón de Ciudad Bolívar y la ruta más fácil es llegar hasta el Portal El Tunal, tomar TransMiCable hasta la última estación y caminar 25 minutos entre calles que van perdiendo el asfalto a medida que se avanza hasta que se convierten en caminos destapados. Ese recorrido lo hace Billy Spears en el día 41 del paro nacional, porque sabe que, si no viene, seguramente algunos de los niños del barrio no comerán nada en todo el día.

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Billy tiene 36 años, creció en el sur de Bogotá, fue rebuscador desde que dejó la casa de sus padres a los 18 y desde hace más de diez años, por puro empirismo, se convirtió en diseñador de vestuario. Ha vestido elencos completos de teatro y ballet y diseña ropa única por encargo, pero con el tiempo ha ido dejando la moda a un lado. “Yo sé que te puedo hacer ver divina, así como de pasarela y que te sientas una chimba… pero en un momento me dije: ‘esto es tan efímero…’, quería contribuir con algo que dejara un legado de verdad”, recuerda.

Por eso, y por un impulso que atribuye a un despertar espiritual, hace seis años empezó  a preparar refrigerios para llevarles algo de comida a personas que, intuía, pasaban hambre. Comenzó repartiendo sánduches a indigentes en la Caracas y a desplazados en el centro de Bogotá.

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Billy Spears

Con el tiempo y la experiencia, fue creando una serie de estrategias que hoy se reúnen en una iniciativa que ha llamado Somos Love. Su mayor logro es una idea revolucionaria: ha dispuesto neveras comunitarias en puntos difíciles de Bogotá que llena con alimentos comprados con donaciones y en esas neveras las familias de los sectores tienen una parte del mercado básico solucionada.

Su idea de seguridad alimentaria no paró ahí y, desde hace dos años, se ha dedicado a hacer ollas comunitarias que abastece haciendo trueques, alianzas con restaurantes y convocando a espontáneos que en el camino se suman a su entusiasmo. Así llegó a El Paraíso hace más de un año. Es un tierrero que hace las veces de paradero de buses del SITP, atravesado por un arroyo a los pies de una montaña donde se mezclan tugurios y vegetación, en la que viven unas 200 familias desplazadas, todas con niños. “Desde que vi el lugar me enamoré”, dice. Hoy ha regresado junto a un colectivo de profesores que vienen a hacer recreaciones: ellos juegan y les enseñan a los niños y Billy prepara una chocolatada con sánduches con la ayuda de una familia del sector.

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Antes de llegar, hacen una parada estratégica en una legumbrería y compran un bulto de papas, otro de cebolla larga, otro de plátanos verdes, cinco kilos de tomate, mangos, mandarinas y bananos para llenar la nevera comunitaria que hay en el paraíso y que, espera, ayude al mercado de 60 familias.

Todo eso, con cien mil pesos que recibió en donaciones. Con lo que le queda de dinero, compra cinco paquetes de pan tajado, jamón, queso y siete paquetes grandes de chocolate de taza de los cuales saldrán 124 vasos de chocolate y 124 sánduches.Cuando va cayendo la tarde y el frío empieza a caer sobre la montaña, el olor de chocolate caliente que hierve en la olla es un imán de niños que llegan con la cara pintada.

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“No tiene que ser una preparación difícil siempre”, dice Billy sirviendo el chocolate vaso por vaso. “Con pan, queso y chocolate le calmas el hambre a un niño y también la angustia a un papá que no tiene cómo darle de comer. Los niños no tienen la culpa”, sentencia. Antes de que anochezca los niños comen y algunos repiten. Antes de tomar el camino de regreso a Chapinero, Billy deja la nevera llena. Una semana después, volverá a estar vacía.

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Héroes

A las ocho de la mañana del día 40 del Paro Nacional, Lizeth volvía a casa en bici, desde el Parkway hasta la 85. No quería entrarse, así que se quedó dando vueltas por el norte y en Héroes encontró lo que buscaba: un parche de gente.

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Como el parche era una olla comunitaria, Lizeth, que se le mide a lo que aparezca, se ofreció a ayudar siguiendo las instrucciones de Yesid Casas que esa mañana se levantó dispuesto a hacer un sancocho para todo el que llegara a resistir. Parchando y con el apoyo de Jorge Aristizábal y Juliana Samper, crearon la Zona Humanitaria de Héroes. Trece horas después, en el momento en que del sancocho ya no queda una gota de caldo y lo único que hay son doce, quince gatos arengando en el frío, esperando un vaso de tetero, Lizeth es una máquina de repartir comida que contagia a todo el que llega con una euforia imposible de eludir.

Flaca, pelo negro y liso, pinta de leñador, un perfil fino de prócer y una actitud de pregonero de corrientazo, explica, pola en mano, el feliz agotamiento que siente después de la jornada de su primera olla comunitaria.

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Habla acelerada, con una agitación que mezcla acento rolo, boyacense y paisa. Parece una versión aguardientera de Winona Ryder haciendo un monólogo del Águila Descalza:

–Es que esa llama, ¡mira esa llama! Ese fuego es todo… ese fuego es el corazón, es lo que queda… Yo venía y vi esto y dije: “Bueno, ¿qué hay que hacer, pues?”. Es que esto es así, arremangándose y poniéndose a hacer… ¡Ese fuego es el corazón de todo esto!

–¿Y estaba rico el sancocho?

–¡¿Qué?! ¡¿Rico?! Ay, papi… si yo me muero, ¡nadie levanta los muertos en mi casa! –y gritando hacia el grupo en la olla–: ¡Oigan, ¿que si quedó rico el sancocho?!

Un grito de éxtasis al unísono confirma que sí.

En medio de las palmas de cera que sisean en el viento helado, el fuego de la olla sigue ardiendo. Una patrulla de la policía ronda, pero no hace nada. La muchachada comienza a repartir la ollada de tetero, envenenada con un toque de guaro, y no se irán hasta haber vaciado los 50 litros que todavía hierven. Mientras tanto, empiezan a limpiar la plazoleta que ahora es su cocina. Más tarde, cuando la olla esté vacía, empezarán a lavarla.

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BREVÍSIMO DIRECTORIO DE OLLAS COMUNITARIAS EN BOGOTÁ

Ya sea que quiera donar dinero o alimentos, ayudar a montar fogón, picar revuelto o lavar loza, puede empezar contactando ollas comunitarias como estas:

Ruta de ollas comunitarias
@rutadeollascomunitarias

Zona Humanitaria de Héroes
@zonahumanitariaheroes

Plato Revolucionario
@platorevolucionario

SomosLove
@somoslove

Al calor de la olla
@espaciohumanitariop.americas

Colectivo Revolución Integral
@revolucion_integral

La olla de todos
@laolladetodos_16

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Adrián Atehortúa

Periodista

"Adrián Atehortúa. Periodista. Lee. Escribe como puede"

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