Libros que nunca debimos leer
No queremos decir que leer esté mal. De hecho, agradecemos haber leído los libros de la siguiente lista porque nos hicieron disfrutar de mejores obras. En cambio, estas lecturas nos dejaron más problemas que satisfacciones. Las agrupamos en cuatro categorías. La tortura del Álgebra de Baldor la dejamos para otra oportunidad.
¡OH, MUNDO HORRIBLE!
Vivimos tiempos aciagos. Y en eso llevamos como tres mil años. La decadencia, la desesperanza, la pérdida de valores y el ocaso de la sociedad (al menos de la colombiana) no parecen temas propicios para adolescentes que ya tienen suficientes problemas con sus propias hormonas y los cuestionamientos de su edad. Eso tampoco significa que nos volvamos indiferentes o nos alimentemos de falsas esperanzas, pero no resulta muy alentador leer historias como las de No nacimos pa’ semilla, sentirse juzgado sin haber hecho nada por Juventud en éxtasis y Un grito desesperado o ser catalogado como castrochavista por leer el resumen de Las venas abiertas de América Latina (admitimos que no fuimos capaces de leer el libro completo). Queridos profesores, así no se genera conciencia sino, más bien, apatía.
¿QUIÉN SE HA LLEVADO MI QUESO DE CABEZA?
En el lado opuesto al anterior se encuentra esta categoría. Los libros de autoayuda son los que más se venden en Colombia (y no somos el único país con ese dudoso récord). Quizás por eso, a algún profesor se le ocurrió que sus estudiantes podían comprar los libros de su clase mientras hacían mercado con la familia y empezaron a obligar la lectura de obras como ¿Quién se ha llevado mi queso?, La culpa es de la vaca (que ríe) y otros manuales para sentirse mejor persona mientras el universo conspira con la CIA para cumplir los sueños de las corporaciones. En la misma línea fuimos forzados a los campos de concentración llamados Juan Salvador Gaviota, Ética para Amador y El alquimista, obra que nos hizo entender que Paulo Coelho es el Ricardo Arjona de la literatura.
FANTASÍAS DESANIMADAS DE AYER Y HOY
Mientras eso sucedía en la clase de Filosofía o Sociales, la asignatura que debía motivarnos a leer y alimentar la imaginación con el placer de la literatura, se convirtió en un martirio por culpa del culto a España que nos quedó de la educación católica. El cantar del Mío Cid, El lazarillo de Tormes y El Carnero nos enseñaron que los libros pueden ser unos somníferos muy saludables. Por otra parte, aprovechándose de la debilidad mental de los niños, nos hicieron creer (o se lo creyeron ellos mismos) que seríamos más inteligentes por leer mamotretos pseudosimbólicos como El Principito, El mundo de Sofía o Rayuela. En el lado positivo, estos libros nos hicieron valorar más las clases de Educación Física o disfrutar en vacaciones con libros de largo aliento como Don Quijote o La Divina Comedia.
ANDRÉS CAIXEROX
La literatura colombiana puede resultar difícil para un estudiante de colegio. Por supuesto, leer a Gabriel García Márquez nos ha servido para definirnos como nación y, en el lado opuesto, Fernando Vallejo hace que uno odie cada centímetro del país. Sin embargo, en la adolescencia uno aún no tiene suficientes referencias y argumentos para entenderse como ciudadano. Entonces no ayuda mucho que le pongan a leer Rosario Tijeras o Satanás, novelas plagadas de clichés, con un supuesto realismo digno de Manuel Teodoro y la profundidad narrativa de un diario amarillista. Los profesores más cool también pueden dañar muchas cabezas con la lectura de las fotocopias colombianas de Bukowski y Salinger, los trilladísimos Andrés Caicedo y Rafael Chaparro Madiedo, con sus novelitas psicodélicas ¡Que viva la música! y Opio en las nubes, que pueden sentirse muy vanguardistas cuando uno no sabe que existen Malcolm Lowry y William S. Burroughs.
Ilustraciones a cargo de los alumnos del taller de ilustración online del nivel 2:
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