Reinvención de la discoteca
Debo empezar por confesar que me estoy volviendo viejo o al menos estoy actuando como tal. De otra manera no entiendo por qué me parece tan insoportable salir a una discoteca en Bogotá cualquier noche de viernes o sábado. No lo hago desde que me di cuenta de que el mejor bar que puede haber es la propia casa. ¿No me creen? Aquí les dejo algunas razones irrefutables:
El trago es muchísimo más barato que en cualquier sitio y, mejor aún, lo llevan a domicilio a toda hora; uno pone la música que quiere, al volumen que le parezca (aún a riesgo de que se quejen los vecinos) y si quiere bailar solo tiene que correr un poquito los muebles de la sala. No lo pueden atracar, hacerle el paseo millonario o tener una pelea con algún borracho que lo haya cogido entre ojos.
¿Más? Bueno; si le da sueño y se quiere dormir, ahí en el cuarto está la cama y si le fue bien con alguna de las amigas que invitó, ahí en el cuarto está la cama.
Suena a discurso de viejo, "¡Ay! Pero es que salir a las discotecas capitalinas se ha vuelto insoportable". ¡Pues sí!
Alguien debería emprender una cruzada para reinventar estos lugares (un empresario visionario, digamos) porque no tiene mucho sentido visitarlas así como están ahora.
Empecemos, como se debe, por el principio: ¿quién se inventó eso de los “covers”? ¿A cuento de qué tiene que pagar uno veinte y hasta treinta mil pesos por sólo tener el derecho de entrar a un lugar? Hasta ahí vaya y venga; la cosa se pone peor cuando uno descubre que algún genio de la rumba decidió que las discotecas de moda no deben tener mesas ni sillas. El resultado: un montón de gente parada, moviendo torpemente la cintura con una botella de cerveza en la mano mientras el sitio se va hacinando más y más. Y el remate: ciento y pico mil de pesos por una simple botella de aguardiente que, si uno va en grupo grande, se acaba en dos rondas. ¿No es un poco absurdo?
Deberíamos emprender una cruzada por rescatar el concepto de bar-discoteca y no entender las dos cosas como entes separados. Que vuelvan a existir esos lugares donde no cobren por el simple hecho de cruzar la puerta, donde uno pueda sentarse tranquilo a tomar unos tragos y si quiere bailar pueda hacerlo sin problema en un ladito; un lugar donde el volumen de la música sea razonable, donde la gente no se amontone tanto que le resulte imposible moverse y, sobre todo, donde no le cobren una fortuna por el trago.
¿Es mucho pedir o es que, definitivamente, ya me volví un viejo? Mientras eso no suceda tendré que seguir en la casa.
Perdón, vecinos.
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