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Un amor crónico que no mata

Un amor crónico que no mata

Ilustración

Muchos creen que el VIH es una condena a muerte.
Dos jóvenes de 19 años se enfrentan a la vida en pareja con el virus.

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Mas alla de uno mismo

E


l fin de semana que cumplía 19 años, en junio de 2013, en un encuentro juvenil en una casa de retiro a las afueras de Medellín, Mauricio* estaba a cargo de dar una charla sobre el cuidado del cuerpo. Quería ayudarles a los presentes, jóvenes de barrios populares, a desprenderse de lo que les impedía preocuparse por su bienestar. Se quitó la ropa y en pantaloncillos se paró frente a un espejo.

 —¿Qué ven?, ¿qué los amarra a no cuidarse?

Terminó su charla sobre la prevención de enfermedades de trasmisión sexual prácticamente desnudo. Luego llamó a Daniel*, su novio, también de 19, que estaba en el salón, y le dijo que se alejaran de la casa. Mauricio llevaba su ropa en la mano.

—Vamos a quemar la tristeza que tenemos —le dijo.

Una vez más –lo había hecho en muchas oportunidades–, Mauricio le pidió perdón a Daniel, arrumó la ropa sobre la grama y le prendió fuego.

—Pensemos que se está quemando lo que nos impide ser felices y démosle paso al fuego que nos va a llenar de ahora en adelante —le dijo.

—Fue algo simbólico —afirma Daniel—. Me estaba diciendo que la vida de él era mía, que me entregaba todo. Fue un pacto de “yo siempre voy a estar para vos”, pase lo que pase.

Mauricio y Daniel se conocieron en la universidad, donde estudiaron una tecnología administrativa; trabajaban en una fundación dedicada a atender pacientes con enfermedades infecciosas, neumológicas e inmunológicas; se encontraban a diario y los fines de semana asistían al grupo juvenil. No se cansaban de verse. Viajaban juntos en el Metro cuando iban para sus casas –desde la universidad o el trabajo–. Si Daniel tenía clase a las seis de la mañana, Mauricio lo llamaba a la madrugada para ver cómo había amanecido. Salían a comer, a cine, a un centro comercial o se reunían con sus amigos en un bar o en la casa de alguno de ellos. Dos jovencitos enamorados, gozando un idilio.

Cada uno vivía donde sus padres. Mauricio –blanco, delgado y con cara de buen estudiante– en un barrio popular al oriente de Medellín; Daniel –moreno, bajito, con cara de travieso–, al norte. Vivían separados por el río que atraviesa el Valle de Aburrá, pero los unía algo más fuerte, más visceral y también más peligroso que la misma sangre. Los dos eran portadores del virus de la inmunodeficiencia humana (VIH).

*

En el último año del bachillerato, Daniel le contó a sus papás de su primer novio. Estaba frente al computador, se paró un momento y cuando regresó vio a la mamá leyendo en la pantalla una conversación que tenía en Facebook.

—¿Qué es esto?

—Mami, es que yo tengo novio —le dijo sin titubear, pues le tenía confianza.

La señora quedó pasmada, lo único que pudo hacer fue abrazarlo e irse a dormir. Al otro día se levantó con los ojos hinchados de llorar. Cuando el papá llegó a almorzar y se sentaron los tres en la mesa, el señor empezó a temblar.

—Hijo, ¿qué le pasa a su mamá?

Si daba rodeos no iba a ser capaz de contarle, entonces fue directo.

—Es que le conté que tengo novio.

El padre descargó un vaso que tenía en la mano.

—¿Qué pasó?, ¿qué faltó?, lo tenés todo…

Daniel llevaba una buena vida, sin carencias económicas, pero no tenía recuerdos de la compañía de su padre, de que salieran a montar en bicicleta o a caminar por un parque.

—Si vos me decías que todo estaba bien… —le reclamó el papá.

—Es que todo está bien, yo no necesito que usted me diga que me quiere, pero tampoco me ponga problema por mis decisiones.

*

En abril de 2012, Mauricio y Daniel se conocieron en la universidad. Tenían 17 años. Empezaron a hablar por Facebook y un día se encontraron y se comieron un helado cerca del campus. Regresaron a clase y cada uno siguió su rumbo. Intercambiaron teléfonos y se dieron cuenta de que habían estudiado en el mismo colegio, aunque eran y venían de historias muy diferentes.

—El papá de él tiene más facilidad económica —afirma Mauricio—. Daniel está más acostumbrado a la rumba y a la calle y yo soy más de mi casa. Soy temperamental, él es muy relajado.

Daniel se burlaba de Mauricio.

—Con esa cara de idiota que tiene, no confío en usted —le decía.

—Este tan bobo —respondía Mauricio.

Así se fueron gustando y más adelante salieron con la intención de darle forma a una relación.

* 

Cuando estaba en el colegio, Daniel no tenía restricciones.

—Quizás por moda estuve con un hombre y la moda me gustó y me decidí. Era uno de esos niños malcriados que hacen lo que les da la gana. Lo complicado fue que me rebelé y me fui en contra de la voluntad de mi padre. Fue horrible, pelea tras pelea.

En una de esas, el señor le dijo que había dejado de considerarlo su hijo. El día de los grados de bachiller no quiso felicitarlo. En el camino hacia el parqueadero del colegio, Daniel escuchó que le susurraba a su esposa: “Él o yo”.

—Si usted es tan poco hombre de dejar a mi mamá por mí —lo enfrentó Daniel—, soy más hombre yo, que me gustan los hombres, que usted. Si no es capaz de decir que su hijo es gay, yo lo digo y lo hago quedar en vergüenza.

—Yo quiero mucho al niño. No es ladrón, no es marihuanero, déjelo. ¿Qué mal le hace a la gente? —le explicaba la madre al padre.

Cuatro meses después de haberse comido el primer helado, Daniel invitó a Mauricio a un concierto de Andrés Cepeda. Daniel no estaba seguro de quererse comprometer, pero esa noche Cepeda cantó “Mientras más pasaba el tiempo”, que habla de un noviazgo viejo, y a Daniel le salió la declaración del corazón.

—¿Quieres que seamos novios?

Mauricio dijo que sí y empezó a llorar. Los dos lloraron hasta que se dieron cuenta de que los estaban mirando y les dio pena. En su nueva relación, Daniel fue cambiando la rumba por salidas a cine y a comer con Mauricio, y los sábados asistían a los encuentros juveniles. La madre de Daniel confirmó que su hijo no hacía nada malo, que tenía un buen novio y hasta se hizo amiga de Mauricio. El papá también se dio cuenta de la nueva relación aunque mantuvo distancia.

—Yo lo respeto pero no lo comparto —le dijo a Daniel—. Viva bueno, enamórese y cuídese porque todos terminan igual: con sida.

—Fue como una maldición —afirma Daniel.

* 

A principios de 2013, estando en la universidad, Daniel recibió una llamada. Era una médica del Hospital Pablo Tobón Uribe. Semanas antes, él había donado sangre.

—¿Qué? Tengo sida, ¿cierto?

—Por ética profesional tenemos que hablar en persona —respondió ella.

Entró al consultorio y estuvo ahí una hora. Mauricio se quedó afuera. La doctora le explicó que la clínica revisaba la sangre de las donaciones para evitar contagios.

—¿Cómo es tu vida? —dijo ella para tantear el terreno.

—Venga, dígame pues…

Ella sacó un cuadro y le explicó qué era el virus, cómo atacaba, qué era la carga viral, las defensas o CD4 (los linfocitos que el virus ataca), los diferentes estados de la enfermedad, el momento en que se llega al sida. “Cállese, yo me voy a morir”, pensaba Daniel.

La doctora llamó a Mauricio y al verlos tan jóvenes se puso a llorar. Mauricio miró a Daniel y recibió de su novio una mirada de odio.

—Te amo y vamos a lograrlo juntos —le dijo Mauricio.

—Es una enfermedad crónica pero no mortal. No te vas a morir —aclaró la doctora.

Daniel abrazó a Mauricio y la médica siguió llorando.

—Estaba decepcionado del mundo —confiesa Daniel—. “¿Cómo voy a comer de la cuchara de mi mamá?”, pensaba. Son bobadas, pero se le vienen a uno a la cabeza.

Salieron del hospital y se fueron para un parque a seguir llorando. En los días siguientes, Daniel se ponía triste por cualquier cosa. La mamá lo contemplaba, el papá lo abrazaba, pero lo único que él hacía era llorar.

—No tengo nada —les decía.

Contarles era darle la oportunidad a su padre de que le dijera “Te lo dije” y volviera a rechazarlo. Lo llevaron donde un psicólogo. Al mismo tiempo, Mauricio empezó su propio proceso para practicarse la prueba y saber si él también era portador del virus.

De acuerdo con el Índice de estigma en las personas que viven con VIH, realizado en 2011 por la Red Colombiana de Personas Viviendo con VIH o con Sida (Recolvih), “el estigma y la discriminación son realidades diarias para las personas que viven con VIH y para quienes pertenecen a grupos especialmente vulnerables a la infección”. El miedo aleja a las personas de las pruebas presuntivas, de los tratamientos, y las puede poner en riesgo. La sociedad sigue sin entender del todo y todavía sataniza las implicaciones del virus y la diferencia con la enfermedad.

*

Un mes después del diagnóstico de Daniel, el 19 de marzo de 2013, le entregaron los resultados a Mauricio. En el consultorio lo recibió una psicóloga. La confirmatoria era positiva. Lo primero que Mauricio recuerda es que ella le hizo un reproche.

—¿Por qué no se cuidó?, usted tan joven…

Mauricio lloraba y lloraba.

—Pensé que me iba a morir, y no es un pensamiento fácil de asimilar ni de sacarse de la cabeza —confiesa—. No tenía la menor idea de que había un tratamiento antirretroviral para el VIH.

Sintió miedo y tristeza por su familia, por su pareja, por sus amigos.

—Eso es falso —afirma ahora—, uno no se muere por culpa del virus.

Daniel lo esperaba afuera del consultorio. Se abrazaron. Daniel no le dijo nada. Mauricio llamó a la empresa donde estaba haciendo la práctica y dijo que no iba a ir. En ese momento no le importaba si tenía que renunciar. Eso era mejor que explicar lo que le había pasado.

—No quiero estar con nadie, ni hablar con nadie, ni ver a nadie —le decía a Daniel.

Llegó tarde a la casa, dijo que estaba muy cansado y se acostó.

—No necesariamente uno debe contarle a la familia porque es un choque muy fuerte por la ignorancia que tienen las personas. Hacer entender a los padres que el VIH no mata es un proceso largo. Esa noticia jode a toda la familia. Por eso me acosté y al otro día fui a trabajar.

Mauricio y Daniel se llamaban decenas de veces al día. Mauricio sentía que algo malo le iba a pasar. Daniel estaba preocupado por la reacción de sus padres si se llegaban a enterar.

—Yo sentía rabia conmigo mismo por haber desconocido la situación y por pensar que, si fue por mi culpa, Daniel estaba pagando las consecuencias de vivir con el virus —dice Mauricio. Y lo mismo pensaba Daniel.

*

A pesar de que el diagnóstico fue solo seis meses después de iniciado su noviazgo, hizo que el lazo que los unía se hiciera mucho más fuerte. Los dos sabían lo que el otro estaba sintiendo. No tenían que decirse “es que no me entendés”, “no sabés cómo me siento”. Vivían las mismas experiencias, las mismas consultas médicas, las mismas recomendaciones; no sin altibajos, porque muchas veces se confundían. Juntos superaron la depresión y el autorrechazo. Pocas parejas en esa situación lo hacen: no aceptar su propia realidad y echarle la culpa al otro, las rompe. En mayo llegaron al grupo de apoyo de la fundación en la que luego trabajarían juntos en un proyecto del Fondo Mundial contra el sida, la malaria y la tuberculosis para crear conciencia sobre la importancia de las pruebas y de la prevención de situaciones de riesgo.

A la par con las campañas publicitarias y la entrega de condones, una de las prioridades actuales de las instituciones es el diagnóstico temprano. Aunque los prejuicios y la discriminación persisten, los pacientes que viven con el virus cada vez tienen más alternativas para llevar una vida decente si lo detectan a tiempo. Los tratamientos antirretrovirales son más variados, accesibles y disponibles y han probado su efectividad.

Un año después del diagnóstico, Mauricio y Daniel habían aprendido a aceptarse y podían continuar con sus vidas con normalidad. Siguieron estudiando y encontraron trabajo.

—El virus no se quita pero uno tiene que aterrizar. Si no, te quedás viviendo un duelo eterno por algo que no te va a matar, que tiene alternativas —dice Mauricio.

Y sin embargo, no es tan fácil como suena. Cada tanto se encontraban con situaciones que los desanimaban, como los exámenes de recuento de CD4 y de la carga viral, que son el verdadero resultado del estado en el que estaba su salud. Por medio de análisis de sangre, se establece la cantidad de virus que hay en el cuerpo y la cantidad de CD4. Hay personas, como Daniel, que pueden vivir mucho tiempo sin iniciar tratamiento y otras, como Mauricio, que por sus bajas defensas y alta carga viral deben iniciar el tratamiento antirretroviral tempranamente.

El sida es hoy una enfermedad crónica como la diabetes o la hipertensión, y muchos pacientes mueren de causas comunes que pueden afectar a cualquier persona: cáncer, paro cardiaco o un accidente de tránsito. Existen parejas en las que ambos miembros viven con el virus, como Mauricio y Daniel; parejas serodiscordantes, en las que uno es portador y el otro no; con el tratamiento adecuado es posible que una madre portadora tenga un bebé sano. La sangre encuentra nuevas formas de fortalecer los vínculos y sobrevivir.

*

—Mi primer recuento fue tres meses después del diagnóstico. Tenía los CD4 en 404 (por encima de 500 se considera una persona sana) —dice Mauricio.

Las EPS manejan determinados rangos para autorizar el inicio del tratamiento. En la de Mauricio, debía ser menor de 200 (a pesar de que la OMS recomienda iniciar tratamiento en 500). La carga viral estaba en más de 87.000 copias del VIH (el rango va entre 0 y 10 millones). Entre más alta sea la cantidad de copias y menor el número de CD4, más débil es el sistema inmune y mayor el riesgo de contraer enfermedades oportunistas y entrar en la fase sida.

—Me sentía bien y no hice nada.

Por esos días fue el encuentro juvenil en el que Mauricio, sin ropa, intentaba convencer a sus compañeros de la importancia de cuidarse. En diciembre le hicieron el segundo recuento. Los CD4 bajaron a 255 y la carga viral subió a 107.000 copias. Entonces el médico le recomendó iniciar el tratamiento antirretroviral. Mauricio seguía sin sentirse enfermo, no tenía reacciones físicas.

—Eran más emociones, sentimientos y pensadera de uno. Cuesta mucho iniciar el tratamiento. Uno sabe que ahora sí está enfermo y que necesita de una pastilla de por vida para estar bien.

Los CD4 de Daniel reaccionaron mejor. Se mantenían entre 700 y 900.

—Ya no me estresa la enfermedad —dice Daniel—. Mi vida es relajada y eso ayuda mucho. Haber dicho “no importa quién fue, nos amamos y lo admitimos”, nos mantuvo unidos.

Se han perdonado muchas veces.

—Así uno no confíe en el otro, con el diagnóstico no hay opción: o perdona o perdona. Ya no importa lo que usted diga de su pasado —dice Daniel.

*

Hoy en día, cuando está en su casa, en familia, Mauricio a veces piensa: “¿Qué pasaría si les cuento ahora que estamos comiendo?, ¿qué cara pondrían?”.

—No puedo decir cuál sería su reacción, pero sería un golpe muy duro, a pesar de que uno ha intentado educarlos. Es como la esposa que le dice al esposo que tiene cáncer.

—A mi familia la estoy mentalizando desde ya —dice Daniel—. En algún momento les tengo que contar.

—Yo voy a tener VIH, ustedes saben eso —les confiesa a sus padres.

—Yo lo cuido —afirma la mamá.

—Pero… —dice el papá.

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*Nombres cambiados por petición de las fuentes.  

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Alfonso Buitrago Londoño
(Medellín, 1977) Cronista, editor y profesor universitario. Después de fracasar en su intento de ser futbolista, taxista y médico, se dio cuenta de que lo mejor era contar el cuento. En su libro El hombre que no quería ser padre habla de esos fracasos. En El 9. Un fotógrafo en guerra cuenta la historia de un reportero gráfico del conflicto armado colombiano, punkero militante, criado en la Medellín dominada por el narcotráfico. Publica sus historias en un periódico local llamado Universo Centro, que tiene su sede en la buhardilla de un bar de rock. Los domingos sale a montar en bicicleta con su hijo Lorenzo.
(Medellín, 1977) Cronista, editor y profesor universitario. Después de fracasar en su intento de ser futbolista, taxista y médico, se dio cuenta de que lo mejor era contar el cuento. En su libro El hombre que no quería ser padre habla de esos fracasos. En El 9. Un fotógrafo en guerra cuenta la historia de un reportero gráfico del conflicto armado colombiano, punkero militante, criado en la Medellín dominada por el narcotráfico. Publica sus historias en un periódico local llamado Universo Centro, que tiene su sede en la buhardilla de un bar de rock. Los domingos sale a montar en bicicleta con su hijo Lorenzo.

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