Una esmeralda en medio del mar
-Junio 3, 2016
En los alrededores de Santa Marta los paisajes son de un contraste abrupto. Solo aquí es posible ver la nieve desde la playa. Minca es una muestra de ello.
Esta pequeña población, a hora y media de Santa Marta, se alza sobre el mar para descubrir flores que destellan en medio del verde que enmarca los ríos helados que nacen en lo alto de la montaña. Con cerca de cuatro mil habitantes, Minca se dedica a la agricultura y al ecoturismo, dejando atrás los días de violencia que azotaron con fuerza las estribaciones de la Sierra Nevada.
En moto, carro o taxi se transita por una carretera destapada y llena de baches hasta Minca, puerta de entrada a la Sierra Nevada de Santa Marta, declarada Patrimonio de la Humanidad y Reserva de la Biosfera por la Unesco en 1980. Una vez allí, la oferta de hostales y hoteles es abrumadora. Un total de 64 establecimientos para descansar son anunciados en Internet, en las calles del pueblo y en la boca de cada uno de sus habitantes, que reciben por igual al colombiano o al extranjero que llega a sus tierras.
De día, el calor del Caribe se siente en las calles del corregimiento, mientras en las noches la neblina parece borrar las casas mientras trae el frío. En los alrededores del pueblo hay varias actividades ecológicas. Para quienes prefieren caminar, a una hora de distancia por los senderos vírgenes y llenos de guadua se alzan las cascadas del río Minca, así como se ven los cultivos que dan origen al café y cacao de tipo exportación.
A dos horas de caminata, también se encuentran San Lorenzo, El Dorado y una de las reservas de aves más importantes de Colombia. La Sierra Nevada de Santa Marta es el centro de endemismo más importante del mundo con 36 especies (y 55 subespecies) de aves de rango restringido a estas montañas. 18 afrontan algún riesgo de extinción a nivel global y 22 a nivel nacional. Así mismo, 132 migratorias han sido registradas en estos caminos.
Aquí es mejor llegar a pie, en bicicleta o en carro todo terreno, ya que el sendero es destapado y por tratarse de un clima húmedo, la lluvia es constante y el barro está por doquier. Pero no hay que preocuparse. Una vez se baja de regreso al pueblo, la buena comida también es un motivo para no querer salir de esta pequeña joya en medio del paraíso.
Aquí es posible comer los tradicionales chorizos y tamales que desde hace 46 años elabora doña Teresa Pérez, una paisa verraca y luchadora, que defiende el pueblo como si hubiese nacido en él, hasta los raviolis de tres quesos y el carpaccio de pescado, pollo o carne del chef sahagunense Ovidio Oviedo –del Hotel Sierra’s Sounds– pasando por el chocolate de doña Carmelina Ramírez, los crepes y las cervezas de colores del bogotano Moix Muica, los capuchinos y las tartas de café y nueces del Café de Lizette, las tortillas españolas y la paella valenciana de Patricia Camacho y Juan Pablo Cabo, los helados de frutas de doña Adira, la parrilla fusión de Sergio Torres, del restaurante Bururake, que ha desarrollado recetas tan exóticas como el lomo al tamarindo, pollo en salsa de frutas rojas o a la de maracuyá, así como carne en salsa de chocolate y un bife de chorizo con chimichurri criollo que no tiene nada que envidiar al que se come en Buenos Aires. Al caer la noche, la actividad se reduce a las costumbres típicas del pueblo, en contraste con el ritmo europeo de los hostales. Por un lado el vallenato, los corridos, las frías y el billar imperan en el casco principal del corregimiento, mientras los visitantes prefieren dormir temprano, sin electricidad y sin dispositivos tecnológicos, luego de clases de yoga, chocolate con queso fresco o un buen partido de cartas al calor del vino.
De esta manera, con el correr de las horas, en medio de la vegetación exótica y el trópico con sabor a sal, los grupos de turistas llegan de todos los rincones del planeta en busca de aventura, belleza, tranquilidad y contacto directo con la naturaleza.
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