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Escalar a pedalazos: sobre la obsesión ciclista por coronar los altos

Ilustración

¿Qué mueve a tantos a subir el alto de Patios, de Letras, la Cuchilla, Las Palmas, el Kilómetro 18? ¿Qué alimenta día tras día la obsesión por escalar a pedalazos? Intentando no quedarse sin aire en su bicicleta, el autor nos guía por la ruta íntima que va de la obsesión con el rendimiento al amor a la montaña.

Lo primero es el ruido. 
El caucho de la coraza raspando el pavimento pide autorización y, sin saber si la consigue o no, cuestiona y sufre cada metro, cada centímetro de asfalto y de piedras empujadas a la berma por camiones que solo saben subir estas lomas en segunda marcha −la tercera ahogaría el motor. Pero era el ruido, lo primero, y no de estallido sino de ritmo y cadencia. O era la sombra del ciclista pintada sobre la carretera con un sol de las seis de la mañana, ese al que le cuesta atravesar la neblina que deja la helada en la sabana de Bogotá; una sombra que resulta contradictoria porque se traslada junto al ciclista pero, contraria a la expresión del rostro de este, con su casco, su mirada enfocada detrás de gafas anchas, su cabeza inmersa en los kilómetros que lleva, en cómo conseguirá avanzar los que faltan, no sufre.

Lo cierto es que manzana, radios y rueda aceptan el contrato que ha impuesto el pavimento, giran y suben sobre una montaña que se estira. Entonces el ciclista abre la boca casi desgarrando las comisuras de sus labios y busca el oxígeno que escasea, no porque haya menos sino porque la presión atmosférica disminuye, y el cerebro y los pulmones, acostumbrados a otras altitudes, suplican por ese hilo delgado que les permita coronar la cima y convertirse en reyes.
Coronar, ¿de eso se trata?, piensa el ciclista mientras baja un piñón con el eco en la montaña. Otro, y se para en pedales. El ciclismo de ruta competitivo se mide en segundos y depende, casi siempre, del éxito o del fracaso en el ascenso. Revientas o te revientan. Firmas el nuevo contrato con el equipo World Tour o vuelves a correr la Clásica de Marinilla. Las piernas del pelotón suplican a quien pueda escucharlas por un poco de oxígeno para sus fibras.

 Lograr el alto o rendirse ante la gravedad medida en grados de inclinación. El ciclismo de ruta competitivo es eso: soportar el dolor más que los rivales, porque de otra manera sería imposible. No es un deporte de resistencia anaeróbica, se trata, más bien, de quién es el más apto para sufrir.

Propongo otra lectura. No la de coronar, sino la de permanecer, con la cadencia constante, aspirando a que no termine nunca el trance ni la observación del cuerpo que sube la montaña sin siquiera pisarla. 

Qué sensaciones resultarían del ciclismo de ruta sin que hiciera falta medirlo todo hasta el cansancio o el sufrimiento. Porque estas palabras no están dirigidas al ciclista profesional, sino a todos los demás. Pareciera que el ciclismo (el deporte) amateur (aficionado) olvida el disfrute, su razón esencial de ser. Pareciera que es el ruido de la competencia el que guía la relación del ciclista con su bicicleta y, a la de estos, juntos, con la montaña. Y me pregunto si es más importante medir la fuerza con la que se escala o darle lugar al silencio para poder escucharla

Sufrimiento es una palabra que viene del latín y que conjuga sacrum con facere y que quiere decir hacer sagradas cosas. ¿Dónde está lo sagrado en reventar cada una de las fibras de los músculos de las piernas, en llevar al límite el corazón para que tarde dos o tres días o toda una semana en recuperarse, en bajar dos segundos el récord personal en la aplicación que mide los segmentos de la carretera?, ¿dónde queda la montaña?

El ruido se ha transformado en la distorsión de un canal de televisión mal sintonizado en 1984, transmitiendo la victoria de Lucho Herrera en el Alpe d’Huez (convirtiéndose, además, en el primer ciclista amateur en ganar una etapa en toda la historia de la carrera); sube en la bicicleta de cuarenta millones o en la de dos, lleva la pinta Go Rigo Go o la pantaloneta con la que más tarde lavará el carro en el patio de la casa, corona en 16 minutos o en una hora, come geles de glucosa comprados en la tienda naturista del Parque de la 93 o el bocadillo de la chaza de Belisario. Y el ruido es sufrimiento y el sufrimiento, hace rato, dejó de ser sagrado. 

Propongo otra lectura, decía. Subir a Patios a las cinco de la mañana de un martes de marzo no sale en televisión nacional, ni se escribirán libros sobre aquella proeza, ni hablará Egan en su podcast sobre el nuevo PR de Carlos Ospina en Guasquita. Que sufran en el pelotón del Tour de Francia, sí, pero qué tal subir el Alto del Vino por el placer de escuchar lo que la Cordillera Oriental tiene por contar, sentir sobre los brazos el aire que pierde grados de temperatura, con la mirada no en la pantalla sino recorriendo los cambios en el color de la vegetación, cuántos verdes es capaz de contener un metro cuadrado, preguntarse, y ascender desde la tierra que insola hasta los tres mil metros de altitud.

Si la montaña está viva, si la montaña es toneladas y milenios de material cósmico, ¿para qué morir sobre ella? Lo que propongo, al final, es ser la sombra y, como dice Mónica Ojeda en Chamanes eléctricos en la fiesta del sol, estar atento a la imagen del tiempo que guarda la cordillera porque esa imagen, por lo general, es una nota musical.

Recuerdo una pregunta de un examen de física de los primeros años del bachillerato. No sé si final o parcial, no recuerdo si en el colegio había parciales. Había exámenes, cada tanto, que nos medían y nos clasificaban, como los récords en la montaña. Y entonces éramos mejores o peores estudiantes, de nuevo el ruido. Debíamos estar en sexto o séptimo. En sexto u octavo, mejor, porque el colegio en el que estudié decidió reformar su bachillerato, volverlo internacional, enseñar hasta el grado doce porque el once hasta el que habíamos pactado no era suficiente. Pero el cambio no aplicó para los que ya estábamos ahí y entonces a los que cursábamos sexto, de repente, nos tocó ponernos el uniforme de octavo. De corbata. Todos iguales, apenas diferenciados por las notas. Impecables. 

Y entre sexto u octavo, el profesor de física preguntó en un examen, cuando esas preguntas impresas en las fotocopias parecían el quiebre entre un mundo de posibilidades infinitas y una ruta de fracasos definitivos, por qué un ciclista se balancea, baila en los pedales como dicen los que narran las carreras por televisión cuando no tienen nada más que decir, cuando trepa sobre la montaña. La pregunta, recuerdo ahora, tenía una ilustración. El ciclista visto de espaldas parado en pedales, el cuerpo inclinado hacia adelante y la bicicleta como cayéndose hacia la izquierda. Nunca conocimos la expresión de su rostro. Sobre eso preguntaba el profesor de física, y es lo que pienso ahora mientras subo a mi ritmo, a mis vatios dirán los que saben, los que llevan el gel en el bolsillo del maillot, pero no tengo el dato porque no llevo potenciómetro. 

Al escuchar el murmullo de la coraza que acaricia el pavimento, la tracción de un camión que tuvo que meter primera y percibir el cafetal que es también abismo, recuerdo que respondí mal a la pregunta, que perdí el examen y que ese año recuperé física en los meses en los que se corría el Tour de Francia y mis compañeros ya estaban de vacaciones. No recuerdo, eso sí, mientras bailo en pedales y la bicicleta pesa cada vez más, cuál fue la explicación física que nos entregó el profesor.

Hoy subimos La Cuchilla que corona en el páramo y premia con frailejones. Voy con mi hermano que es más rápido y en pocas curvas, cercadas por árboles que van perdiendo altura mientras trepamos, lo pierdo de vista. Sin nubes ni neblina, las cuchillas afiladas que coronan y protegen la montaña asoman, primero entre potreros, luego entre bosques de pino y después entre el musgo. Salimos, mi hermano y yo, siempre juntos desde Bogotá. Por la autopista nos juntamos con grupos de dos o tres ciclistas que permiten el juego aerodinámico que acelera los cuerpos y de los que nos despedimos más adelante, agradecidos ambos, todos, con un gesto silencioso.

En un rato, luego de cruzar la virgen que anuncia el último kilómetro y de esprintar en la recta que desemboca en el alto y que apunta al cielo, dejaremos a un lado las bicicletas y, a más de tres mil metros sobre el nivel del mar, sentados en las bancas de madera que esperan a los ciclistas de fin de semana, con el Valle de Sopó al frente, nos tomaremos un tinto, el termo lo llevó él, claro, y nos preguntaremos sobre la carretera que continúa y baja y se convierte en columpio que atraviesa el páramo y que enfila hacia los Llanos Orientales. Como esas charlas, cada ascenso será siempre distinto, porque la montaña muta y se transforma y limpia después del aguacero. Es como las ballenas del poema de Espinosa, “remotas, / oceánicas, / impredecibles montañas”.
Qué sentido tiene medir el tiempo de la coronación, plantearlo en minutos y segundos, dejar de lado lo que está en y rodea a la carretera, olvidar que se ha puesto el cuerpo en una situación en la que los sentidos se aguzan y que transmiten información siempre nueva al cerebro sobre cómo el cuerpo se adapta y el corazón se acelera y se acerca a su límite de pulsaciones por minuto, el aire es cada vez más delgado, el oxígeno que absorben los pulmones es menor y las fibras de los músculos arden bajo la brasa viva de una cordillera que pone, como dicen también los comentaristas de ciclismo cuando ya dijeron lo del baile en pedales, a cada uno en su lugar.

Escribo este artículo cuando Tadej Pogacar, quizás el mejor ciclista de ruta de la actualidad, acaba de ganar la segunda etapa del Giro de Italia 2024. Antes de enfrentar la última subida sufrió un pinchazo en su llanta delantera, se fue al suelo en una curva, manoteó furioso al carro de su equipo porque quería parar antes pero no lo dejaron, cambió apresurado de bicicleta y, en medio de la algarabía propia del Giro, dejó atrás su potenciómetro.

La foto de Pogacar subiendo sin datos no tardó en llenar las redes sociales con algoritmo ciclista. Ya en la meta, después de haber cruzado primero y ponerse de líder, los periodistas le preguntaron si tuvo miedo al subir sin datos, sin información (el pánico), pero Tadej respondió tranquilo que no, que no se acaba el mundo al subir sin el medidor de potencia, al final, dijo, solo necesitas escuchar un poco más a tu cuerpo.

Lo que propongo entonces es preguntarse (recordar) qué y cuál es ese lugar en el que pone la cordillera a los cuerpos que intentan alcanzar sus cimas en bicicleta; dónde sucede el tránsito entre la roca y el ciclista. Lo digo mientras intento coronar este puerto de montaña que no es ni tan largo ni tan difícil, rogando que las piedritas no vayan a pinchar mi neumático ni que el agua que cargo se acabe mucho antes del último kilómetro ni que la garganta se cierre impidiendo el paso del oxígeno hacia los pulmones y me toque bajarme de los pedales y, ahora sí, pisar mi sombra.

Carlos Ospina Marulanda

Escritor y editor nacido en Bogotá en 1990. Estudió Gobierno y Relaciones Internacionales en el Externado. Hizo un máster en Ciencias de la Población y el Desarrollo en Bélgica, pero aprendió más de cerveza que de demografía. También máster en Creación Literaria de la Pompeu Fabra de Barcelona. Fue guionista y escritor para distintas ONG. Es autor del libro de crónicas El andariego, relatos cafeteros (2023). Fue segundo lugar en XI Premio La Cueva y tercero en el Premio de Novela Corta Roberto Burgos Cantor en 2022. Es profesor universitario y cofundador de Editorial Zaíno.

Escritor y editor nacido en Bogotá en 1990. Estudió Gobierno y Relaciones Internacionales en el Externado. Hizo un máster en Ciencias de la Población y el Desarrollo en Bélgica, pero aprendió más de cerveza que de demografía. También máster en Creación Literaria de la Pompeu Fabra de Barcelona. Fue guionista y escritor para distintas ONG. Es autor del libro de crónicas El andariego, relatos cafeteros (2023). Fue segundo lugar en XI Premio La Cueva y tercero en el Premio de Novela Corta Roberto Burgos Cantor en 2022. Es profesor universitario y cofundador de Editorial Zaíno.

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