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envejecer

¿Por qué le tengo tanto miedo a envejecer?

Ilustración

Aunque parezca obvio, no lo es: ¿qué es lo que en realidad nos aterra del paso del tiempo, más allá de las arrugas y el declive físico? En busca de respuestas íntimas a este interrogante universal, la autora nos cuenta.

“El diccionario acumulado de la cuna hasta el lecho de muerte se eliminará. Llegará el silencio y no habrá palabras para decirlo. (…) En las conversaciones en torno a una mesa familiar seremos tan solo un nombre, cada vez más sin rostro, hasta desaparecer en la masa anónima de una generación remota”.
Los años
, Annie Ernaux

Tengo 27 años y no he presenciado la aparición de mi primera cana. Las primeras de mamá comenzaron a revelarse a sus cuarenta. Mientras aún era una niña, notaba cómo los días tinturaban su cabello de gris. Por su parte, mi abuela murió con el cabello en ese mismo tono platino. Varias veces la escuché quejarse de su genética y de la envidia que sentía por los cabellos blancos como “algodones” sobre la cabeza de sus contemporáneos. Quizá, la única preocupación o novedad de la vejez es la muerte. Al desaparecer el impulso de la competencia, los méritos profesionales o los bienes adquiridos, el único tesoro es la medicina prepagada. Ah, y la cantidad —y calidad— de las canas.

Siendo la hija, nieta y sobrina más joven, llegué a romantizar la vejez al crecer rodeada de viejos. La “tercera” edad, ese futuro que no se mide en finalizar turnos de ocho horas, en conteos regresivos para las vacaciones o en festivos en el calendario, es más un puñado diario de horas libres para leer, rezar, cocinar, ver el noticiero, hacer aeróbicos, tejer, volver a rezar o hablar por teléfono sobre el noticiero. El sueño de cualquier estudiante, empleado o freelancer. El santo grial ya no es entonces la casa, los hijos, el perro y el carro; es todo eso, pero con el total de semanas cotizadas y la energía para disfrutarlas.

Pero hace unas semanas volví a pensar en la vejez, ya no desde esa idea implantada en mi infancia como una etapa de plenitud y libertad horaria. Todo lo contrario, colapsé. El imaginarme arrugada como una pasa, con las tetas por el ombligo y los sentidos desgastados fue la angustia mínima. Ahora, mi miedo es envejecer sin nadie que reconozca mi existencia en el mundo. “Lloraba a causa de su impotencia, de su terrible soledad, de la crueldad de la gente, de la crueldad de Dios, de la ausencia de Dios”, escribió Tolstói en La muerte de Iván Ilich. Pocas desesperaciones pueden pesar tanto como la de sentirse invisible, irrelevante, prescindible. Que lo vivido no exista en la memoria de nadie.

La última vez que nos reunimos con mi familia fue cuando mi tío me enseñó a manejar mi primer taladro. Antes de la clase informal compartimos un helado. Nuestro núcleo es pequeño, incluso más de lo habitual: mi mamá, mi tío y yo. Esa tarde hablamos sobre lo simbólico que fue encontrarnos entre una familia tan diferente a los tres. Aunque hemos logrado construir un nido donde el cuidado prevalece y las discusiones escasean, también compartimos ese impulso nómada de ser pájaros, pero cargando con el anhelo —quizá ingenuo— de encontrar un lugar donde quedarnos, alguien que nos reciba con un abrazo y un sitio al que podamos llamar hogar. Tres tórtolas que regularmente se encuentran bajo el mismo atrio.

Esa tarde —de la que conservo una servilleta en mi journal—, verbalicé lo que muchos hemos pensado en soledad, un pensamiento que puede perturbar a algunos, paralizar a otros, e incomodar a todos. Mi tío había regañado a mamá por su forma de sorber helado. Le señalé que así era ella, que la dejara tranquila. Con 65 años al hombro, un llamado de atención como ese ya significaba poco o nada.

—Todavía le quedan 35 años para cambiar esos comportamientos —agregó mi tío.
—Tío… ¡¿Cómo así?! —alcancé a decir.
—Sí, y eso pues si tiene suerte —me respondió.
—Estoy teniendo un pensamiento triste, pero no quiero arruinar este momento.
—Mami, pero nos puedes compartir lo que sea —respondió mamá, imperturbable, mientras cuchareaba su helado.
—En 35 años voy a tener 72—dije—, SETENTA Y DOS.
—Ajá, probablemente —asintió mi tío.
—Y ustedes ya no van a existir —respondí casi gritando.

En unos segundos sentí el peso de los años antes de que llegaran. Me eché a llorar entre espasmos torpes, como una niña que acababa de recibir la noticia más cruel del mundo. Mi tío se acercó y me abrazó. En su intento desesperado por calmar mi evidente crisis existencial, trató de consolarme:

—Mari, tranquila. Nosotros siempre vamos a estar contigo, en tu memoria. Ahí siempre nos podrás visitar.

Habría preferido un abrazo en silencio. Nos tenemos los tres, sí, pero no será para siempre. Ser la más joven —salvo que la muerte decida lo contrario— significa ser testigo de la partida de los otros, uno a uno. Un duelo a cuotas, lento e inevitable.

Miré cómo el helado de arequipe y brevas se deshacía. Movía la cuchara en círculos, saboreaba las lágrimas saladas que contrastaban con el dulzor empalagoso. El momento fue entonces un estado entre el pasado, el presente y el futuro. La nostalgia de una niñez en la que la casa de la abuela olía a brevas recién hechas. Aunque ella ya no existía, el mismo almíbar nos reunía en su nombre, el de nuestro origen.

Para mi incomodidad, el mantra de “soltar” —tan famoso entre mis contemporáneos— se llevó por delante la idea de “reparar”; la eliminaron del diccionario de la inteligencia emocional. “Las personas van y vienen”, “nadie es permanente”, “nada nos pertenece” o “la única persona con la que siempre puedes contar es contigo mismo” aparecen diariamente en las publicaciones de Instagram, compartidas con la solemnidad de una verdad revelada. El amor propio se ha convertido en una idea del ego, maquillada de sabiduría emocional.

No tengo certeza de si mis futuras versiones construirán una familia —ya sea con amistades, una pareja o hijos—. Lo que sí compartimos todas es una misma angustia: no solo la de envejecer, sino la de formar vínculos que perduren. Aunque las relaciones se nutren del apoyo mutuo, el reconocimiento emocional, el diálogo y la compañía, nada de eso garantiza su calidad, y mucho menos su permanencia. La soledad, que en la juventud puede vivirse como un oasis, incluso como una forma de libertad, en la vejez amenaza con volverse condena.

Temo a una vejez despoblada de personas, habitada por recuerdos. Con la ausencia de testigos en un vacío donde solo la respiración se escucha a sí misma. No es coincidencia que ya en el siglo XX Virginia Woolf en Las olas nombrara ese sentido primitivo que se activa cuando la existencia es vista por otros: “nuestras mezquinas vidas, pese a ser feas, solo se revisten de esplendor y adquieren significado cuando las contemplamos con los ojos del amor”.

Después del helado ya líquido, fuimos a colgar mi primer y único reloj en la sala de mi casa de soltera independiente. Mi tío me explicó entonces la anatomía y funcionamiento del taladro: el portabrocas, cómo seleccionar e insertar la broca específica, los tipos de tornillos y chazos, el regulador de velocidad, el tope de profundidad, el cambio de marcha y mi mayor dificultad: la inclinación y fuerza con la que debía sostener el taladro y su mango.

Mari, quítele el miedo. Sosténgalo con firmeza, aquí estoy —dijo mi tío.

A la par que fracturaba la pared blanca y sólida, taladraba mi cabeza con un recordatorio: “Debes atesorar este momento, colgarlo en tu museo de recuerdos. Un día será sin ellos”. Cuando se fueron de casa, me tumbé sobre el sofá mientras miraba mi reloj. Mamá lo compró en una tienda de antigüedades y pensó que me gustaría porque me gustan “esas cosas de señora”. Mami, mi vieja, yo también lo seré cuando vos no estés. Este tictac de fondo es mi recordatorio diario.

Ante la pérdida inevitable, si he de llegar a vieja —ya sea sola o acompañada—, pido entonces: unos ojos despiertos que lean el universo, unas piernas firmes que abran senderos, unas manos suaves que cuiden mis matas, unos dedos pacientes que sostengan mi taza de café en las mañanas, unos oídos atentos a las conversaciones de los pájaros, un corazón sabio y de palabras cálidas. Ah, y la sombra generosa de un palo de mangos al atardecer.

Mariana Martínez Ochoa

Periodista. Escribe artículos y crónicas sobre arte, diseño, cultura y salud mental. Entusiasta de la cultura popular, la tecnología y la ciencia. Le gustan las “matas”, las fuentes claras y el chocolate espeso.

Periodista. Escribe artículos y crónicas sobre arte, diseño, cultura y salud mental. Entusiasta de la cultura popular, la tecnología y la ciencia. Le gustan las “matas”, las fuentes claras y el chocolate espeso.

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