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Distancia focal: charla con Orlando Echeverri

Distancia focal: charla con Orlando Echeverri

Ilustración

 Lo que más me cuesta a la hora de escribir es fundirme con la historia, algo así como alcanzar un estado de conciencia en el que estoy permanentemente resolviendo cada aspecto del libro, lo que te despierta en las madrugadas a tomar notas o a reemplazar una palabra ante el temor de que se te olvide.
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Con dos novelas publicadas –Sin freno por la senda equivocada (Peregrino, 2015, ganadora en 2014 del concurso de Idartes) y Criacuervo (Angosta, 2017)–, el cartagenero Orlando Echeverri Benedetti (1980) ha llamado la atención del público lector colombiano: sus libros han sido reseñados con encomio y buenas ventas han tenido. Ambos destilan altas dosis de desolación: personajes marcados por la imposibilidad de encontrarse a sí mismos y a los demás, fantasmas del ayer que en ciertos momentos desplazan a los vivos del hoy, paisajes impregnados por la nostalgia y la soledad.

Tal vez este rasgo de la propuesta estética de Echeverri Benedetti esté relacionada con su temprana afición al blues: mientras su tío levantaba pesas en un patio, bajo un árbol de níspero plagado de iguanas, ponía a sonar en casetes viejos las tonadas de Robert Johnson, Howlin’ Wolf y Billie Holiday. Aquellas baladas negras, que cantaban odas al diablo o al amor perdido, podrían fácilmente ser las coordenadas de su voz narrativa.

En el límite de la adolescencia colisionó –no hay mejor palabra para describir ese encuentro– con la poesía francesa del siglo XIX. Luego de beber el ajenjo de los versos de Rimbaud y Baudelaire, sin duda, nada fue igual. Según cuenta él mismo, en un primer momento fueron las vidas de los escritores, esas joyas del fracaso –las penalidades de Conde de Lautréamont para publicar Cantos de Maldoror y el amor hambriento de Petrus Borel– lo que capturó su imaginación juvenil. Las tormentas vitales de los artistas le señalaron un camino lleno de lágrimas y satisfacciones, una suerte de montaña rusa experiencial.

Después de trabajar como redactor en El Universal, Echeverri abandonó el país y se radicó en Buenos Aires durante nueve años. Retornó a Colombia a comienzos de 2014 y volvería a irse, esta vez a Tailandia, en compañía de una bióloga británica. Ahora reside en España, desde donde contestó esta entrevista.separador

¿Cuáles son los primeros recuerdos que tiene con el mundo de los libros?

Cuando era un niño pequeño mi familia se mudó a Bogotá por un traslado que le dieron a mi papá y durante algunos meses vivimos en un apartamento sin muebles junto a las vías del tren, en Cedritos, y frente a una suerte de aserradero. El único libro que había en el apartamento era Robinson Crusoe, de Daniel Defoe. Tenía ilustraciones, le faltaban la contratapa y las últimas quince páginas. No sé quién lo metió en las cajas de mudanza, tal vez mi mamá, pero lo cierto es que hasta el día de hoy es el libro que más he releído en mi vida. Me he rehusado a leer en otra edición completa esas quince páginas que hacían falta en una vana lealtad al azar. Supongo que, al ser nuevo en la capital y carecer de amigos, ese libro se convirtió en un refugio y luego en una obsesión. Empecé a traer más libros de Cartagena, en Navidad, cuando mis padres me mandaban a casa de mis abuelos. Mi abuelo materno, el dentista, tenía una biblioteca más o menos surtida y cada vez que me quedaba en su casa me regalaba los libros que quisiera. A veces incluso me llevaba tomos de una colección llamada “Mi primera enciclopedia”.

¿Y de la escritura?

En esa época, cuando estaba en Bogotá, hablaba frecuentemente con mi abuelo por teléfono. Pese a ser un hombre de una reserva casi solemne, tenía gestos que significaron mucho para mí. Recuerdo que una vez, a mitad de año, me dijo que me había comprado un caballo azul. Durante seis meses le preguntaba si de verdad existían los caballos azules. Cuando finalmente volví a Cartagena, en diciembre, me llevó a la finca y me mostró el caballo que me había conseguido, que desde luego no era azul sino gris, y cuando le hice los reclamos de rigor me dijo: “Móntalo”. Después de una hora de hacer galopar sin descanso a la pobre bestia, volví al establo y al bajar vi a mi abuelo muerto de la risa. Advertí entonces que el caballo rezumaba un sudor espumeante que le daba al pelaje un tono azulado, casi púrpura. Años más tarde escribí esa historia en el colegio, mi primer relato. Me pusieron insuficiente.

Háblenos de sus primeros pasos en los terrenos de la escritura.

Estudié Filosofía en Cartagena y casi todos los amigos que hice en la universidad venían de otras carreras –Literatura y lingüística, Derecho, Historia–, y con ellos las lecturas se diversificaron. Aparte de nuestras discusiones políticas, que a veces terminaban a las trompadas en la Plaza de San Diego, leía con ellos toda la poesía francesa que encontrábamos en la biblioteca Simón Bolívar y en la de la Alianza. El sentido común lo empuja a uno a preguntarse a qué clase de persona puede interesarle hacer una apuesta de todo o nada por la literatura. Creo que al principio el hechizo de la literatura, quiero decir, el hechizo de volverse poeta en la adolescencia, tiene una relación inescindible con el desafuero de las vidas de los escritores y, en consecuencia, con el vértigo de vivir en sí. De manera que comencé a escribir en esa época, casi siempre imitando lo que leía, sabiendo los riesgos, adorando mi retablo de héroes fracasados, algunas veces leyéndole textos a mi abuelo, en su consultorio.

Háblenos un poco más de la Cartagena de su adolescencia y universidad. ¿Hasta qué punto lo marcó una ciudad con tanta historia a cuestas?

Cualquier persona que conozca la ciudad sabrá que su reducida geografía es una amalgama de opulencia, miseria, frivolidad, fanatismo religioso, corrupción, historia, provincianismo y tantas otras cosas más. También es una ciudad políticamente adormecida, que tiende a ser reaccionaria, y tal vez esto la mantiene en un estado de inmutabilidad fantasmal. Y en medio de su complejo perfil de contradicciones, tiene una identidad muy específica que debe en gran medida a su condición de burbuja del trópico. Si hay algo que me marcó de mi ciudad, fue precisamente su atmósfera, su naturaleza, sus árboles plagados de iguanas y mariapalitos, los arrecifes, cierta languidez en los movimientos, cierto sopor en los diálogos, cierta intemporalidad en sus entornos, el bochorno curado con ron a las siete de la tarde en algún estanco incorporado a una casa colonial venida a menos. A medida que fui terminando la carrera empecé a sentirme cada vez más asfixiado en la ciudad. Hallé algo de aire renovado en la amistad con un guionista estadounidense, en quien me basé para escribir Sin freno por la senda equivocada. Era un hombre que había viajado mucho y que tenía mundo, porque vale la pena aclarar que hay muchas personas que han viajado y, sin embargo, no tienen mundo en absoluto. Comencé a interesarme en esa clase de personajes y creo que, sin darme cuenta, yo mismo terminé convirtiéndome en algo similar.

¿Y hasta qué punto de cuela su ciudad en lo que ha escrito?

La primera novela que escribí se titulaba Las rayas blancas de la carretera y fue un intento por captar lo que menciono. La terminé en la universidad, cuando trabajaba en el diario, y estaba basada en el año que presté el servicio militar. No hacíamos mucho allí, los auxiliares. A veces decomisábamos fauna o jugábamos dominó entre nosotros o con los vendedores ambulantes bajo una ceiba de la iglesia, a orillas de la bahía. Una vez, uno de mis compañeros le apostó una guerrera a un zapatero antioqueño y esa misma noche lo encontraron controlando el tránsito por el muelle de Los Pegasos, borracho, y cuando le pidieron que la entregara se cagó en ella.

Antes de hablar de los viajes, le pregunto por su periodo laboral en un diario. ¿Qué herramientas le aportó el oficio periodístico a su trabajo literario?

Tenía entonces esta idea de que para legitimar el oficio de escritor debía trabajar en un diario, publicar, etcétera. Como el único diario de Cartagena era y sigue siendo El Universal, conseguí el correo del director, Pedro Luis Mogollón. Durante cuatro meses le mandé, cada semana, extensas crónicas y artículos que con toda certeza carecían del mínimo rigor periodístico. Me imagino que el director se hartó de mí porque finalmente me ofreció un trabajo de medio tiempo para que dejara de joderle la vida. Al principio, debido a que en el diario no necesitaban nuevos redactores, me asignaban eventos culturales de poca monta o temas que a nadie le interesaba cubrir. Más tarde, en las juntas de redacción, empezaron a darme libertad en las propuestas, es decir, podía elegir temas que se relacionaran con cualquiera de las secciones del diario.

En el camino fui aprendiendo cómo abordar cada género, artículos, crónicas, obituarios, puliendo aspectos formales y aguzando el ojo crítico, especialmente cuando otros redactores leían mis trabajos y me pedían leer los de ellos en busca de erratas. Lo más importante, sin embargo, fue la calle. Yo iba a la redacción del diario exclusivamente a escribir. El resto del tiempo me la pasaba afuera, conociendo gente y buscando temas. Me gustaba ocuparme de esas características de la ciudad que se daban por sentadas y que entrañaban sus propios misterios: la venta de ropa de segunda en los callejones del centro, los grupos de ayuda psicológica para expolicías de contraguerrilla, las comunas de israelitas que hacían desmadres en el Laguito, etcétera. De cierta manera, en la calle se fue constituyendo un imaginario que luego me serviría en los temas que abordaba en mis primeros intentos literarios.

¿Qué riesgos y ventajas implica vivir siempre en movimiento?

Lo de vivir siempre en movimiento es algo inexacto, pues es una circunstancia que se ha presentado durante los últimos años y, en gran medida, obedece al trabajo de mi esposa, que es bióloga. Por mi cuenta me asenté en Buenos Aires algunos años. Los sinsabores que podría mencionar no le serían ajenos a ninguna persona que haya decidido radicarse en el exterior. Las ciudades más duras son aquellas que te reciben cuando estás solo y que acentúan esa soledad. Padecer una intoxicación o una fiebre de cuarenta grados en una pensión ante la indiferencia general es muy bravo. Sortear una depresión sin la oportunidad de la más mínima contención lo empuja a uno a actuar erráticamente, sin amor propio, y sin darte cuenta te vas desdibujando en cualquiera que sea la rutina que te impongas para hallar nuevamente tu eje. Y en particular, si tu objetivo es escribir, pues es una idea que te enfrenta con un cliché instalado con mucha fuerza en la literatura. Me aburren las novelas actuales que pretenden retratar las peripecias y sufrimientos del escritor en función del oficio. Prefiero que esa clase de experiencias se sublimen en otros personajes. Volviendo a la pregunta, creí que regresar a Colombia sería la mejor opción, pero tras residir en Cartagena durante un año advertí que me había equivocado. Me puse en marcha otra vez. He tenido que vender mi biblioteca varias veces, estuve tres días en un centro de detención del aeropuerto de Barajas, los incendios de Indonesia crearon una nube tóxica que me produjo asma. Pero la gratificación de esos viajes ha superado con creces las desventuras.

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¿Cuáles son los puentes que se entablan entre su ficción y la realidad? ¿Qué tanto la una se mezcla con la otra?

Diré algo obvio, y es que entre la experiencia y la escritura hay un vínculo inevitable, y que de ese vínculo surge precisamente la ficción, con sus propias reglas internas y su carácter independiente de la realidad. La razón por la que habitualmente lo reescribo todo es que en el acto puedo aguzar la vista, contemplar las singularidades de cada personaje y, por añadidura, tomar distancia de cualquiera que sea la experiencia fundacional. Con la segunda novela, Criacuervo, tenía un conjunto de planteamientos muy diversos que no sabía cómo hacer converger, y fue precisamente en la reescritura donde fui asentándolos.

En alguna parte Murakami dice que los novelistas no son especialmente inteligentes. Creo que se refiere a tener ideas fijas y muy sólidas. Pareciera que los novelistas se mueven por las grietas, por el espectro de las dudas. ¿Qué es lo que más le cuesta a la hora de escribir una novela? ¿Cuáles fueron los retos con Sin freno y con Criacuervo?

Lo que dice Murakami me recuerda Champavert, el libro de cuentos de Petrus Borel, donde hay un fragmento según el cual, para enriquecerse, basta con tener una idea fija, un único pensamiento, duro, inmutable: el deseo de amasar un buen montón de plata, la avaricia. Aunque dedicarse a la literatura no sea justamente la clase de oficio que te proporcione estabilidad financiera, o que más bien te ofrece lo contrario, también impone su propia obstinación: escribir y seguir escribiendo incluso cuando aparecen las adversidades prácticas. Ahora, creo que coincidirías conmigo en que el signo universal de la inteligencia es la capacidad de formularse preguntas en lugar de conformarse con respuestas y, en ese sentido, un escritor que no se cuestiona el mundo terminaría planteando puros lugares comunes. Lo que más me cuesta a la hora de escribir es fundirme con la historia, algo así como alcanzar un estado de conciencia en el que estoy permanentemente resolviendo cada aspecto del libro, lo que te despierta en las madrugadas a tomar notas o a reemplazar una palabra ante el temor de que se te olvide. Ese estado febril no garantiza nada, pero es un aviso de que vas por buen camino. Con mi primera novela publicada no tuve tantos problemas, porque se trataba de un conjunto de historias deliberadamente dispersas. Pero con Criacuervo estaba empecinado en alcanzar dos cosas cuya conciliación me costó trabajo: cierta redondez argumental y al mismo tiempo un final abierto, un vacío de sentido.

Criacuervo es, entre otras cosas, el cruce de los destinos de los dos hermanos. Pero también una tremenda narración sobre La Guajira. ¿Cómo se fueron gestando ambas cosas?

Pensar su gestación en perspectiva me genera el espejismo de un orden, cuando en realidad todo surgió de manera desordenada. Como mencioné antes, tenía varios temas que quería trabajar, pero no sabía cómo hacerlos conciliar. Quiénes eran los hermanos, cuáles eran sus orígenes, oficios y conflictos, todo esto constituía una suma de condiciones que había venido rumiando durante años. Así que tenía esbozos de cada personaje y, sin embargo, carecía de un elemento que los articulara más allá del afecto por una misma mujer. Probablemente la ausencia de ese elemento, ese vacío, quiero decir, me empujó a hacer una asociación con el desierto de La Guajira. Además, se trataba de un espacio en el que podía acentuar la extranjería y el enrarecimiento de los personajes y, en especial, el de uno de los hermanos junto con su necesidad desesperada por pertenecer. En función de la historia, el desierto como espacio geográfico e incluso como metáfora me planteaba una dualidad básica, la plenitud bajo el sol y la opresión de la oscuridad casi palpable en una noche cerrada. Y desde luego las complejidades del lugar, las condiciones de las comunidades indígenas, la violencia, las multinacionales que la explotan, la ausencia del Estado, que a veces era también una presencia en cuanto a que sólo se le veía asomado militarmente. Temas, en fin, que requerirían más bien otro libro para que fueran abordados en profundidad. Yo me limité a contar la historia de dos hermanos y de un desierto que existe y no existe.

Le confieso que, en ciertos momentos, leyendo Criacuervo, pensé en Cuatro años a bordo de mí mismo, no porque sean parecidas las historias o las prosas sino por la desolación de los personajes. Esto me lleva a preguntarle por su relación con la tradición novelística colombiana.

El libro que mencionas de Eduardo Zalamea parece en ocasiones un viaje lisérgico. Admito que me incomoda la oralidad en sus diálogos, esa emulación del acento costeño que resulta imposible tomar en serio, porque tiende a parecer una caricatura. Me recordaba un poco esas viejas traducciones españolas de Faulkner en las que hacían lo mismo con los personajes negros y pobres. No obstante, es sin lugar a dudas un gran libro. En Cuatro días a bordo de mí mismo es posible encontrar la voz de un vidente: “Yo vi en todo este tiempo, que fue largo y extenso, que fue múltiple y uniforme, incógnito y tangible; miré el sol todos los días y todas las noches llevé la contabilidad de las estrellas. Vi a los hombres matarse por las mujeres, vi a las mujeres engañar a sus maridos y besar a sus amantes; vi al indio escarnecido y explotado; vi los vicios todos de las cinco ciudades malditas sueltos por el mundo como demonios desencadenados. Miré besarse a las lesbianas, con los ojos llenos de brasas y de estrellas de goce”. Mi relación con la tradición novelística colombiana es imprecisa. En otra oportunidad me preguntaste cómo me veía yo en esa misma tradición y francamente no sé dónde encajo o si tengo lugar. Leí lo que se suponía que debía leer porque quería comprender la literatura de mi país, José Eustasio Rivera, Jorge Isaacs, Candelario Obeso, Héctor Rojas Herazo, Gabriel García Márquez, etcétera. Aunque luego encontraba otras narrativas que me atraían más, como la de Juan Carlos Onetti y Roberto Arlt, sin olvidar a las dos mujeres estadounidenses que fueron fundamentales para mí: Carson McCullers y Flannery O’Connor.

Usted cultiva la fotografía como método de expresión artística. ¿Qué puentes ha encontrado entre escribir y tomar una foto? En su caso, ¿cómo se nutren mutuamente estas formas de narrar el mundo?

La fotografía es esencialmente otra herramienta para contar historias. No tengo ninguna formación académica en la materia, comencé tardíamente, en Buenos Aires, y aprendí solo. Al principio tomaba fotos como un ejercicio de documentación para escribir, pero luego me sentí tan pleno en la actividad que me puse a tomar fotos ante la menor dificultad en la escritura. Existe algo absolutamente placentero en recorrer una ciudad con una cámara, es como ir de caza, pero sin matar a nadie. Me gustan las fotos que poseen un agudo sentido de la composición, con la cual te detienen en seco e invitan a recorrerla minuciosamente. Fotos que miden la luz e imponen un recorrido por cada detalle, que sugieren preguntas, que entrañan misterios. En su momento, me interesó mucho la fotografía de Josef Koudelka. También estudié con atención el trabajo de Robert Frank, su antiestetisimo y rechazo del principio del instante decisivo, que tanto se le suele atribuir a Cartier-Bresson. Tiene un libro muy bueno, Los americanos, en el que marca una evolución de la fotografía social y documental. De la misma forma que me pasó en su momento con las vidas de los poetas, comencé a interesarme en las vidas de los fotógrafos, en particular, en la de Vitas Luckus. Solía decir que su trabajo era un pozo sin fondo esperando que alguien se asomara y lo entendiera. Seguramente no sabríamos nada de él si no fuera por su mujer, Tatjana Luckienė-Aldag. Tatjana huyó a los Estados Unidos desde Lituania con un puñado de dólares y fotografías de Luckus, luego de que este, asediado por la KGB, matara a un policía de una puñalada antes de lanzarse por la ventana de un cuarto piso.

Ha escrito usted cuentos (tiene un libro inédito). ¿Cómo se juega el pellejo el escritor en las ficciones cortas? ¿Cuáles son sus apuestas en los cien metros planos de la narrativa?

Me ocurre con frecuencia que si tengo algo que contar, no planeo concretamente un cuento o una novela. Esto lo termina determinando el aliento de la historia y su argumento, lo que da cuenta de que no busco deliberadamente un género, ni siquiera una extensión. Tengo por principio jamás forzar o estirar un relato. Si finalmente se trata de un cuento, lo releo después de unas semanas, con la intención de reencontrármelo. Es ese reencuentro lo que me permite forjar un criterio sobre el texto. Sé que un cuento vale la pena cuando lo leo en voz alta y establezco una comunión sincera con la historia, una dinámica. Hago las correcciones que considero pertinentes, elimino cualquier elemento que desentone o que me resulte pretencioso. Por esa razón, construir un libro de cuentos puede llevarme varios años de selección, de relectura, lo que significa que nunca me he propuesto concienzudamente “escribir un libro de cuentos”. Es más bien una compilación de historias que han sobrevivido a las revisiones y que por sus características deben estar juntas.

Para terminar, ¿cuáles son las cosas que nunca faltan en su maleta de viaje?

Casi nunca llevo nada inusual. En el equipaje que puede ingresarse a la cabina meto la cámara y los lentes, uno o dos libros que estoy leyendo y una pequeña agenda de cuero.

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Ángel Castaño Guzman

(Armenia, 1988) Periodista. Cursó estudios de posgrado en la Universidad Nacional. Colabora con frecuencia en El Espectador, Arcadia y Revista de la Universidad de Antioquia.

(Armenia, 1988) Periodista. Cursó estudios de posgrado en la Universidad Nacional. Colabora con frecuencia en El Espectador, Arcadia y Revista de la Universidad de Antioquia.

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