Un barrio que se diluye: caminar en círculos por Laureles
¿Cuántas vidas caben, se superponen y se desplazan con los años en un barrio? Esta colaboradora de la casa nos lleva a recorrer las calles de Laureles de Medellín para contarnos esa historia que inició con un espíritu asociativo y de clase media, y hoy sufre la gentrificación que acarrea ser uno de los lugares más cool del planeta.
El barrio se está muriendo. Su decadencia,
violenta y mustia, todavía no es la muerte, pero será.
Mariana Enríquez
Hay varias versiones. Esta es una.
Asdrúbal Jiménez trabajaba lustrando zapatos en el bar Suez, que quedaba en Pichincha con Carabobo en el centro de Medellín. Un alemán del que no se conoce el nombre pero llamaremos Noah vino a trabajar como químico a la ciudad y pasaba por donde Asdrúbal para que le dejara sus zapatos lisos, brillantes. Un día, Noah decide que quiere enseñarle a su lustrabotas a hacer betún y así lo hizo; Asdrúbal preparó una pasta densa y barata que usaba a diario y también vendía a otros como él. Se hizo empresario, montó una fábrica y acumuló el dinero suficiente para hacer una extravagancia: a comienzos de los años 60 compró un lote en Laureles y construyó una casa de dos pisos que por su valor fue bautizada como la Casa del Millón. En un relato de blog cuentan que era una casa con pisos de mármol italiano y una piscina; las fotos que quedan dejan ver en la fachada una escultura dorada de tres caballos y un jinete suspendidos en una escena que parece bélica.
Hay varias versiones, otras dicen que realmente le iba mejor con los cordones para zapatos, bolsas de mercado y tapicerías para carros y que tenía un Cadillac y dos Lincoln Continental de color negro; también que la casa tenía una réplica del Salón del Trono del Palacio de Versalles y que Asdrúbal era un soñador de los buenos. Sin embargo, el barrio donde llegó a desplegar su ostentación estaba pensado para otra cosa. En 1936, en los terrenos pantanosos de lo que alguna vez fue la finca La Palestina se construyó la Universidad Pontificia Bolivariana, una especie de centro de lo que hoy se conoce como el barrio Laureles pero que antes se llamó Otra Banda. La creación de la Universidad llevó a que la Cooperativa de Empleados de Antioquia se fijara en esa zona de la ciudad para erigir un barrio para empleados con un concepto asociativo y de clase media que resolviera en su entorno próximo todas las necesidades básicas.
Entonces llamaron para que diseñara el barrio a Pedro Nel Gómez, ese ingeniero que fue también filósofo, escultor, muralista y urbanista cuando pocos lo eran y que había llegado hacía algunos años a Colombia con la mirada poblada de paisajes europeos. Él decidió romper con la estructura de damero típica de las ciudades coloniales –un parque del que se atomiza una cuadrícula hecha de calles y carreras– e imprimió en su diseño el estilo parisino de un centro circular del que se desprenden transversales y desató un caos que aún hoy confunde al que viene de afuera. De afuera del barrio, quiero decir.
El carácter cooperativista del Laureles fue rápidamente desplazado por la clase rica de Medellín que estaba saliendo del barrio Prado y quería poner más espacio entre ellos y el pueblo
Aún hoy se cuenta ese chiste que dice así: había una vez un hombre que adoptó un gato y le salió necio, dañaba todo lo que se le atravesaba, se comía todo lo que parecía digerible; el hombre estaba aburrido con el bendito gato y le pidió consejo a un amigo que le dice: “vaya deje ese gato en cualquier parte”, a lo que el hombre le responde que ya lo intentó, pero que el gato es muy ubicado y siempre vuelve. El amigo le propone ensayar llevándolo a Laureles, “ese barrio que es tan enredado que nadie sabe salir de allá”, y el hombre le hace caso. A los días vuelven a encontrarse y el amigo le pregunta que si sí llevó el gato a Laureles para deshacerse de él, a lo que el hombre le contesta, “oiga, qué, si no es por ese gato yo no salgo de ese barrio”.
Caminar sobre Laureles es ir en círculos, romper la burbuja y atravesarse, perderse si no se tienen los pies y la brújula acostumbrados. A medida que se fue expandiendo, un deltoide y otro círculo llegaron para romper aún más su estructura; el Primer Parque lo constituye una circular, una transversal y dos calles y el Segundo Parque es una rotonda en la que confluyen doce vías posibles. Caminar en Laureles es no ir derecho, ni al lado, ni en una dirección que sea posible describir con facilidad, es ir cambiando de una dirección a otra esperando que alguno de los caminos tenga un final conmovedor. Un final conmovedor puede ser llegar al Edificio Laureles, el segundo más antiguo del occidente de la ciudad que fue diseñado en 1957 por el arquitecto Guillermo Atehortúa, que estampó en él el sentido asociativo con que nació el barrio y lo hizo a través de un patio central, una terraza de acceso libre y apartamentos conectados por corredores amplios.
El carácter cooperativista del Laureles fue rápidamente desplazado por la clase rica de Medellín que estaba saliendo del barrio Prado y quería poner más espacio entre ellos y el pueblo; en su ascenso buscaban un lugar para erigir casas suficientes, amplias y tranquilas. Entre el plan y el hecho Laureles subió de estrato, abandonó su carácter de espacio para el porvenir del empleado y hubo con esto una primera ida hacia la muerte, un rompimiento que lo convirtió en un lugar de tensiones donde lo vivo se parece a lo nuevo e iluminado y lo que está a punto de morir se arrincona en las calles más silenciosas. Sobre las casas todas similares que adquirieron los trabajadores que llegaron con la Cooperativa de Empleados se alzaron unas distintas y enormes. Así, Laureles se convirtió en un barrio ostentoso, de familias que le daban más vuelo a los apellidos que las sostenían diciendo: yo vivo allá.
Esas residencias eran todas distintas, de más o menos dos pisos con balcón y antecedidas por jardines. Esto creó, de alguna manera alineada con el plan original, una sensación de vecindad que aún permanece pero arrumada y a una escala que ya no prima en el sector. Una segunda avanzada hacia la muerte: algunas de las casas se vienen abajo para darle paso a edificios. Nace Laureles en vertical. El periodista Esteban Duperly lo cuenta así: “el espacio donde viven dos o cuatro personas, que a lo sumo usan un automóvil, se demuele y en su lugar se levanta una torre donde vivirán 40 o 50 familias, que usarán 30 o 40 carros”. El barrio deja de ser el refugio de unos cuantos reconocibles y pasa a ser un lugar de desconocidos, de vecinos que solo se escuchan entre las paredes o se perciben porque ven las huellas de que hay alguien más ahí, más carros, más basura, más escenas inesperadas.
La primera casa que se hizo en la década de los 50 por fuera del plan de la Cooperativa es ahora un McDonalds; un símbolo
La casa que tal vez fue de Asdrúbal Jiménez, la Casa del Millón, estuvo en pie durante cuatro décadas pero llegó al nuevo milenio en ruinas. Hoy queda allí el edificio Edimburgo que no guarda dentro una familia sino 12 pisos de apartamentos con una fachada moderna y funcional en concreto y cristal. En la entrada está el nombre del edificio en una tipografía cursiva y elegante, que desentona con la arquitectura y que habla de otro tiempo. A los lados hay más edificios y salas de venta que invitan a otros a vivir allí.
La verticalidad llegó con la noche. Laureles abrió el escenario para que restaurantes y bares llenaran las calles residenciales de carros, y el barrio tranquilo y arborizado de ruido y gente. Ahora es un lugar al cual llegar, es uno de los barrios más cool del mundo según la revista Time Out y está enlistado como un imperdible para las hordas de extranjeros que están llegando a comprar las casas de los antiguos ricos y los apartamentos de los que aterrizaron después para convertirlos en airbnbs y reducir, como puedan, a los locales. Caminar hoy por esos círculos y diagonales es no saber si el que viene es un vecino o un visitante, y aunque algunos podrían verlo como algo natural, es posible que esto transforme el barrio para siempre pues muchos de los que quedan en esas casas enormes están viejos y también se van a ir; y los otros que viven sobre y bajo sus vecinos, no van a poder hacerle frente al que viene con el cambio de moneda a su favor. La primera casa que se hizo en la década de los 50 por fuera del plan de la Cooperativa es ahora un McDonalds; un símbolo.
Sin embargo, por ahora, las trazas de toda esa historia siguen vigentes, el barrio guarda remanentes que resisten de cada vida que tuvo. Aún hay pedazos de Pedro Nel, casas heredadas por más de 60 años que tienen las lámparas y bibliotecas que llegaron con los primeros habitantes y edificios que guardan sus particularidades, y bueno, está la noche. Tal vez eso es lo mejor de caminar confusamente por ahí, ese estar ante un museo vivo de un primer barrio pensado y levantado sobre planos que se erigió al otro lado del río; también ese ver que esa ciudadela que proyectó Pedro Nel con jardines, piscinas, talleres, una clínica, un colegio, tiendas de todo tipo, lavandería, una iglesia, una bomba de gasolina, una administración y hasta un teatro se hizo parcialmente realidad por esas otras materialidades que se alzaron sobre el terreno.
Laureles es un sitio apropiado para hablar de fines sutiles; es una zona que se diluye lentamente, que se va disolviendo sin radicalidad ni decadencia. Que tiene al mismo tiempo representaciones de la dignidad de quienes permanecen así todo alrededor cambie y de ese cambio que está ahí, para bien o para mal, en nombre del progreso. Allí lo que en apariencia pasa, solo pasa porque llega lo nuevo: no hay ruinas. El árbol de laurel, al que el barrio debe su nombre, puede alcanzar hasta los 10 metros de altura y durar más de cien años; está consagrado en la mitología griega al dios Apolo, de la sabiduría, esa que solo llega con el tiempo y el cambio. Laureles es, entonces, un barrio sabio que se está muriendo, pero no muere.
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