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Breve historia del balón

Breve historia del balón

Ilustración

Millones de ojos lo siguen sin parpadear en estadios repletos o frente a pantallas de todo el mundo. Esta es una breve biografía del balón, la redonda, la pelota, la esférica: esa musa que protagoniza pasiones, batallas épicas y recuerdos infantiles.

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¿Qué voy a hacer? No he podido jugar jamás, y lo he procurado. Siento, por ello, cierto rencor trascendental con el Destino, que no quiso hacerme jugador, cerrándome un amplio campo de emociones intensas.
Luis Tejada

Dos bandos de doce hombres cada uno se enfrentaron por años en un juego que requiere una fuerza distinta, lejos de las extremidades. El balón, hecho de una goma que resultaba de un cocido de hierbas y raíces, podía rebotar en las piedras que delimitaban el campo de juego y también en las caderas, los muslos, las cabezas y las rodillas de los indios taínos. Lo único que no podía tocar el balón eran las manos y todo el suelo. Dejarlo rodar por el batey –que era cancha pero también templo, lugar de encuentro y mesa para planear las guerras– le significaba al equipo perder un punto. El juego se llamaba batú y el uniforme era apenas un cinturón –el yuke– que estaba hecho de madera o piedra y sobre el que también podía rebotar la pelota. Era evidente que no había miedo al golpe.

El Museo de la Acrópolis de Atenas guarda en su interior un relieve que muestra a un atleta jugar episkyros, que era un tradicional juego de la Grecia Antigua y también la palabra para defensor. Dos equipos de una docena de hombres desnudos, usaban sus manos y sus pies para pasarse un balón, que podía ser de pelo, lino o vejigas infladas de animales, hasta el extremo contrario de la cancha. En Japón el juego con balón era similar, se llamó kemari y solo con los pies debía pasarse entre los jugadores una pelota de cuero de ciervo llena de aserrín por un terreno de juego marcado por árboles. Historias similares con otras canchas, otras partes del cuerpo, más o menos jugadores, más o menos reglas y distintos materiales transformados hacia una esfera están presentes en todos los países del mundo. En todos esos juegos, una sola cosa en común: esa esfera, el balón. 

Jugar con pelotas no es una práctica aislada como lo es tal vez el tejo. Tirar un pesado disco metálico a una pequeña superficie elevada de greda con el propósito de estallar una mecha es bastante particular. El tejo es Patrimonio Cultural Inmaterial de la Nación colombiana, los balones podrían hacer de lo mismo pero para todo el mundo. No en todas partes se juega a ese estruendo, pero todos sí tienen en sus costumbres alguna actividad que tenga que ver con un balón: el jugador más valioso. 

En el baloncesto, un balón nuevo no es deseable. Break in se dice sobre los zapatos cuando los usamos para que no duelan por lo nuevos, pero también podría decirse del balón. Ni que esté a punto de la ruina, ni que se acabe de abrir. En el 2006, la NBA decidió cambiar el balón oficial por uno basado en microfibra con mejor agarre y sensación en las manos y una consistencia que, decían, eliminaba la necesidad de break in period necesario con los balones de cuero. Hacía 35 años que no cambiaban el balón y por una buena razón: los jugadores no tenían queja. Con la actualización la historia fue otra.

El periodista Baxter Holmes de ESPN, cuenta que muchos jugadores se quejaron del balón por ser pegajoso y por no absorber la humedad como lo hacía el de cuero. Algunos, como Steve Nash de los Phoenix Suns incluso tuvo que vendarse los dedos porque el balón le hacía daño. Apenas duraron dos meses. En el artículo, Holmes escribe “Para los que ven el partido en casa, el balón es probablemente algo secundario, una mancha esférica que se desplaza por la pista. Pero para los jugadores, y en especial para los bases, los detalles más pequeños son importantes”. Pero no, ¿por qué secundario un objeto que nos ha servido por siglos?

BCNK Articulo ElJugadorMasValioso

Tal vez es el azar de lo que rueda, la falta de equinas estabilizadoras las que hacen del balón un objeto deseable, divertido. Tal vez hemos decidido por consenso histórico y universal que una esfera, muchas veces rebotable, es el objeto con el que queremos aprender a ganar y a perder y a jugar. Fue con el balón que se entendió, para muchos, la posibilidad de hacer lo innecesario y sentir ahí que el tiempo pasa aparentemente más rápido. Tal vez es porque parece un objeto animado a pesar de su rigidez. Tal vez jugamos con pelotas porque tienen en su naturaleza arbitraria algo de riesgo: nunca sabemos con certeza qué pasará una vez son lanzadas, ante el más mínimo movimiento del viento o cualquier dedo fuera de lugar se altera el resultado de un punto a un golpe. 

Tal vez es porque al lanzarla, parece que vuela. 

O porque podemos jugar a la pelota con todo el cuerpo. El médico griego Claudio Galeano, que vivió en Pérgamo cuando se jugaba episkyros, escribió que jugar con balones era un buen ejercicio para las piernas, las manos, la vista e incluso la habilidad crítica. “Aquí está también la perspectiva de la guerra: no es difícil entender que el juego de pelota ejerce sobre los movimientos más importantes que las leyes de la ciudad confían a sus generales: atacar el momento adecuado y no ser percibido”, escribió.

Seguramente quien buscó el primer envuelto o la primera roca para jugar con ella, quien la puso a rodar y la chutó y se la rotó entre las manos, ya no encontraba qué más hacer con su propio cuerpo y necesitó de un objeto aparte con algo de inconsistencia que le permitiera usarlo y en ese uso generar algo de asombro. A partir de ahí hemos buscado formas del juego y objetos que apoyen esa práctica extendida. 

En el libro The Ball, el antropólogo John Fox intenta responder a una pregunta que le hace su hijo en un día de juego: “Papá, ¿por qué jugamos con balones?”, él empieza, claro, respondiendo por qué jugamos y desmintiendo un mito. Por muchos años se creyó que las primeras tribus de cazadores-recolectores estaban dedicados todo el tiempo al trabajo; consideraban tan agotadoras estas labores que se pensaba que toda la energía se dedicaba a estas y luego se reponían solo a través del sueño. Esto, cuenta Fox, hace que se tuviera la idea que el camino hacia las actuales civilizaciones fuese lineal, virtuoso e inevitable y libre de ocio. Pero esto no fue así.

Gracias al estudio de tribus que aún viven en el sistema de cazadores-recolectores y de una revisión histórica se llegó a la conclusión que estas comunidades no estaban exentas de entretenimiento. Se ha probado que aborígenes australianos del oeste de Victoria, por ejemplo, jugaban a la pelota. Más de cincuenta hombres se dispersaban en un terreno amplio y lanzaban y atrapaban una pelota de hierba y cera de abeja con piel de zarigüeya atada con un cordel. No es cierto que hoy seamos una acumulación de todo lo que fuimos, pero nos quedó el juego, el balón, el cansancio dulce de los ratos de ocio.

Mucho de lo que somos lo hemos aprendido de los animales. Los hemos observado alimentarse para saber qué comer y qué no y hemos mirado sus movimientos y sus métodos de sobrevivencia para crear objetos que nos sirvan en la tarea de preservar nuestra vida. A algunos animales les hemos también enseñado a comportarse según unas normas humanas que ellos no podrían nunca comprender. Pero no les hemos enseñado a jugar.

Stan Kuczaj, doctor en psicología y director del Marine Mammal Behavior and Cognition Lab documentó con su equipo las formas de juego entre delfines solos y en compañía. Juegan con sus burbujas, con las burbujas que hacen los delfines que tienen cerca, se persiguen entre ellos e incluso desprenden esponjas marinas y juegan con ellas como si se tratara de un balón. Incluso, como atletas increíbles, se retan y cambian las “reglas”. En un estudio publicado en Animal Behavior and Cognition, el zoólogo Vladimir Dinets cuenta cómo después de más de 3.000 horas de observación, se dio cuenta que los cocodrilos juegan entre ellos a llevarse por paseos sobre el lomo y también a llevar flores coloridas de un lado a otro o pasándolas entre ellos.

Tanto animales como humanos hemos jugado a la pelota con otros. Hacerlo solo tiene una gracia más corta. En el uno lanza el balón y otro recibe y las múltiples formas que hemos encontrado para diversificar ese gesto está encerrada la naturaleza gregaria de la vida. El jugador más valioso es el que convoca, el que aparece como objeto para patear entre todos, para cabecear como se pueda, para lanzarlo de una a otro, para sostenerlo por turnos, para verlo volar. 

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Andrea Yepes Cuartas

Periodista. Ha trabajado escribiendo y creando contenidos sobre diseño, ciencia y diferentes formas del arte para El Tiempo, Bacánika, BOCAS, Lecturas y Habitar, entre otras publicaciones. Creó la revista Mamba sobre diseño, un podcast llamado Objituario sobre objetos perdidos pero no olvidados y una marca de libretas, NEA Papel. Le interesan el alemán y el inglés, los libros sobre los que hay que volver, y poner el diseño y la ciencia en entornos periodísticos y museográficos

Periodista. Ha trabajado escribiendo y creando contenidos sobre diseño, ciencia y diferentes formas del arte para El Tiempo, Bacánika, BOCAS, Lecturas y Habitar, entre otras publicaciones. Creó la revista Mamba sobre diseño, un podcast llamado Objituario sobre objetos perdidos pero no olvidados y una marca de libretas, NEA Papel. Le interesan el alemán y el inglés, los libros sobre los que hay que volver, y poner el diseño y la ciencia en entornos periodísticos y museográficos

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