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El humor en los tiempos del cólera

El humor en los tiempos del cólera

Ilustración

¿La corrección política está acabando con el humor? ¿Entre el riesgo de ofender y la importancia de desafiar al poder con inteligencia todavía queda un lugar para la caricatura y el chiste? Estas y muchas otras preguntas acompañan a este comediante y escritor, mientras reflexiona sobre lo seria que puede llegar a ser la risa.

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¿El humor está en peligro de morir? La pregunta obedece a una sensación que existe entre las personas que nos hemos dedicado a esta actividad. Cada vez se siente más miedo por ofender a alguien. O mejor, cada vez se hace más evidente que piezas de humor que tres décadas atrás eran el pan de cada día y se las veía como aceptables, además de divertidas, ahora se les considera nada chistosas, ofensivas y, además, políticamente incorrectas. 

Ahora pensamos mucho más antes de publicar algo. Incluso llegamos a autocensurarnos, no tanto porque lo que se nos ocurrió nos parezca que esté mal, sino porque hipotéticamente es probable que ofenda a alguien o a algún grupo de personas que no hemos tenido en cuenta y que, por lo tanto, se nos vengan en gavilla.

Las sociedades han revisado sus comportamientos y eso ha hecho que piezas de humor que se veían graciosas y normales hace cuarenta o cincuenta años (o incluso menos) hoy se les considere inaceptables. Por ejemplo, hasta los años noventa burlarse de los homosexuales era más que aceptado. Igual sucedía con las mujeres. Los estereotipos de “la suegra” como sinónimo de ser detestable o de “la esposa” como la asesina de los sueños y ambiciones de los hombres eran moneda corriente. Era muy común referirse a la esposa como “la Contraloría”. La tira cómica Educando a papá mostraba a la esposa como una déspota, y el rodillo de amasar harina era el arma contundente para acallar al abnegado marido. 

Lo mismo sucede con el humor político. Aunque no se puede generalizar, ni mucho menos, sí hay una tendencia a que los públicos de las distintas vertientes, sobre todo las más polarizadas y fanáticas, esperen de los humoristas que ante todo sean militantes.

Una de las virtudes del humor político es la independencia. Es decir, poder burlarse o señalar al que, como se dice comúnmente, da papaya. Pero en estos tiempos a los humoristas que reparten garrote por igual (es decir, al que dio papaya sin importar que sea de izquierda o derecha, o de uno u otro partido) los tildan ya sea de paracos, o de vendidos, o de tibios, o de prepagos, o de mamertos. Los mismos cinco o seis epítetos que se repiten una y otra vez en el paupérrimo debate que se ha apoderado de las redes sociales y que incluso a veces permea a los medios de comunicación.

Como lo señalaba el gran caricaturista Ricardo Rendón, el humor lanza aguijones revestidos de miel. Por esa razón muchas veces los poderosos han sabido entender que ese es uno de los precios que deben pagar por ser figuras públicas sometidas al escrutinio de la sociedad. Pero a veces el poder se ofende. Muchos humoristas han sido censurados, han sido callados, han sido asesinados. El ejemplo más patente en Colombia es Jaime Garzón.

Pero volvamos al humor a secas. Desde mi punto de vista y mi práctica, siempre, casi desde niño, he evitado el humor que se burla de defectos físicos o de la condición social desfavorable de las personas. Siempre me ha parecido detestable burlarse de la pobreza, el hambre y la opresión, así como de las carencias físicas. Eso que llamaban “humor cruel”, la verdad, nunca me ha gustado. Como tampoco burlarme de la muerte ni de las víctimas. 

Otro aspecto que tengo muy claro y que siempre evito es meterme con la identidad de género de una figura pública, así como de asuntos de su vida privada que no interfieren en su labor o en sus responsabilidades ante la sociedad. Sin embargo, no todos los humoristas están de acuerdo conmigo en esta materia.

Estar en contra de burlarse de los rasgos físicos de una persona es negar la caricatura. Y la caricatura, así como su hermana la parodia, han sido y son herramientas fundamentales en el ejercicio del humor. “Érase un hombre a una nariz pegado, érase una nariz superlativa, érase una alquitara medio viva, érase un peje espada mal barbado” son los primeros versos de un soneto de Francisco de Quevedo. ¿Debe verse como algo ofensivo o denigrante a quienes nacieron con una nariz más grande de lo normal? ¿Qué culpa tiene una persona de haber nacido con una nariz muy grande? Pero, ¿qué hacemos con esta pieza del Siglo de Oro español? ¿La condenamos a la hoguera?

Pienso que si se trata de la nariz de una figura pública prominente, como por decir algo el general Charles de Gaulle, se justifica dibujarlo con una nariz excesivamente grande, porque se trata de un rasgo distintivo de su figura. Pero esa misma nariz grande, cuando se utiliza para denigrar de la comunidad judía, deja de ser chistosa: es un insulto antisemita. Lo mismo pienso de los labios gruesos cuando se utilizan para denigrar de los afrodescendientes. Pero si esos labios grandes exagerados aparecen en una caricatura de Mick Jagger, no lo veo ofensivo: es un elemento que ayuda a reconocer al personaje cuando se le dibuja.

Lo anterior me hace pensar en esas caricaturas en las que se dibuja a personajes públicos como si fueran animales, ya sea porque sus rasgos físicos evocan a un determinado animal, o sencillamente porque su nombre o apellido es el de un animal, como sucede por ejemplo con el poeta León de Greiff, a quien Ricardo Rendón dibujó (adivinaron) con cuerpo y rasgos de su rostro propios del rey de la selva. En este caso se trata de un homenaje. Pero si a un personaje público se le dibuja con los rasgos de un animal considerado dañino o peligroso o desdeñable (rata, cerdo, zorro, lobo, víbora), ¿es gracioso o es una ofensa? En estos asuntos tomar partido de manera definitiva muchas veces resulta difícil. A un futbolista le decían “El Pocillo” porque le faltaba una oreja. ¿Es divertido e ingenioso? Sí. ¿Es ofensivo? También.

Otro elemento a tener en cuenta es quién es el que hace el chiste o la broma. En Estados Unidos los negros y los judíos se burlan entre ellos y se dan palo con todas las de la ley. Pero si quien lo hace no pertenece a esas comunidades, lo tildan de racista.

La otra pregunta es qué hacer con piezas de humor del pasado que hoy se consideran políticamente incorrectas. ¿Censurarlas, borrarlas de la memoria de los hombres? ¿Maquillarlas haciéndole cambios para volverlas más acordes con estos tiempos que corren? ¿Presentarlas con una explicación del contexto de la época, en el que este tipo de humor se consideraba aceptable? ¿Seguir publicándolas tal cual?

Respecto al humor en estos tiempos de corrección política, tengo más dudas que opiniones contundentes. Siempre me ha costado mucho trabajo determinar dónde pasa la línea que separa lo aceptable de lo inaceptable, y mucho más ahora. La línea se ha ido corriendo más y más hacia el lado del respeto y la empatía con los que no pueden defenderse al menos en igualdad de opiniones. Quienes crecimos en un entorno machista que además aceptaba la burla hacia los débiles debemos reeducarnos todos los días.

Pero no podemos olvidar que el humor es un contrapoder del que se valen las sociedades para señalar los abusos de sus gobernantes y, en general, de quienes detentan el poder político y económico. El humor cumple una misión muy importante en el periodismo, pero también en el estudio de la historia. Muchas veces las piezas de humor son fuente primaria para entender cómo era una época. ¿Qué dirán de esta época los historiadores del futuro cuando miren las caricaturas actuales? Más dudas que opiniones contundentes.

*Eduardo Arias es escritor y periodista. Ha hecho humor político y no político desde los años ochenta. Con Karl Troller escribió libros como Guía del buen estudiante vago y El diccionario de la Ch, entre otros.

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Eduardo Arias
Eduardo Arias fue editor de cultura en la revista Semana y es colaborador de la revista SoHo, entre otros medios. Es coautor del Diccionario de la Ch y la Guía del buen estudiante vago.
Eduardo Arias fue editor de cultura en la revista Semana y es colaborador de la revista SoHo, entre otros medios. Es coautor del Diccionario de la Ch y la Guía del buen estudiante vago.

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