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La educación en pantalla táctil

La educación en pantalla táctil

Ilustración

¿Estamos ante un giro hacia una educación totalmente virtual? ¿Qué ganamos y perdemos al aprender a través de la pantalla? ¿Puede internet cumplir de verdad la promesa del acceso democrático al aprendizaje? El autor de esta investigación se mete de cabeza en los cursos, habla con expertos y repasa la historia para trazar este panorama de la educación virtual.

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ace más de un mes, mientras investigaba para este artículo sobre educación online, comenzó un tsunami de memes en los cuales los estudiantes manifestaban su frustración y aburrimiento, la dificultad para adaptarse a las clases en formato online y la ironía de pagar varios millones de pesos por un semestre virtual. Por el momento, no es clara cuál es la correspondencia entre el precio de la educación y su formato, ni tampoco si la experiencia de la educación virtual puede ser exitosa y no solo frustrante.

Además, hay un argumento que parece verdad lapidaria en medio de este contexto de pandemia: nunca antes en la historia se había contado con medios tan poderosos para mantener a flote la balsa de la rutina, incluídos el trabajo y el estudio. Esta idea molesta, porque para muchos invalida la indignación y malestar que no han dejado de sentir. Pero por otro lado no son pocos los que a pesar de todo esto no quieren o no pueden darse el lujo de atrasarse. Por último, con el ahorro de tiempo invertido en ir al trabajo o confinados en un ocio prolongado, varios han decidido ponerse a “tomar clases” en alguna plataforma a distancia. No sobra decir que en varias universidades la situación actual parece exigir que la continuidad del próximo semestre sea, en buena medida, en formato virtual.

Cuando le preguntaron cómo iba el proceso de adaptación de las clases a la virtualidad, el rector de una prestigiosa universidad dijo “muy bien”, y agregó: “la ventaja es que todos los jóvenes estudiantes son unos nativos digitales; ellos nacieron casi que con un computador o un teléfono en la cuna y eso facilita mucho las cosas.”

Más allá de la polémica que desató en su momento esta declaración, el enunciado me pareció extraño, pero interesante. ¿De verdad ser nativos digitales cambia en algo nuestra experiencia de aprendizaje? ¿Será que saber usar intuitivamente apps, navegadores y otros programas nos hace más fácil aprender desde la virtualidad? ¿Haber vivido esa revolución durante la infancia o nacer después de su inicio es algo más que un hecho fortuito?

¿En serio los milenials somos tan distintos?

Pulgares (y cerebros) de milenials

Michel Serres (1930-2019), epistemólogo francés, dedicó su vida a comprender los cambios que la tecnología, la ciencia, las creencias (la religión incluída) y la política marcan nuestra experiencia social, simbólica e individual. Y tiene un ensayo que nos interesa: en Pulgarcita (2012) sostiene que nosotros, la generación de los pulgares más rápidos de la historia, somos distintos porque no solo vinimos al mundo con epidural y con una expectativa de vida mayor que la de cualquier otra generación, sino porque nuestra forma de percibir el mundo, recorrerlo, conocerlo y habitarlo es radicalmente distinta gracias –todos lo adivinamos– a la revolución digital.

Los útiles habituales externalizaron nuestras fuerzas duras; una vez fuera del cuerpo músculos y articulaciones emigraron hacia las máquinas simples, las palancas y grúas que imitaban su funcionamiento; nuestra elevada temperatura, fuente de nuestra energía emanada del organismo, migró luego hacia las máquinas motrices. Las nuevas tecnologías externalizan finalmente los mensajes y operaciones que circulan por el sistema neuronal, informaciones y códigos, blandos; la cognición, en parte, migra a este nuevo instrumento.

Serres incluso ve con optimismo este cambio de “humano”, seguro de que algo importante y valioso se gesta allí, en esos hombres y mujeres de cognición migrada a los dedos. Afirma que se trata de un cambio del mismo tipo del que notó en su tiempo Montaigne, el ensayista del Renacimiento: para él, con la aparición de la imprenta, ya no hacía falta tener la cabeza llena (es decir, memorizar), pues era preferible tenerla bien hecha (ordenada en una buena biblioteca y según una buena lógica y criterios).

Tenemos que ubicar a Pulgarcita en Colombia, porque Serres escribió este texto como profesor en Estados Unidos y en tanto ciudadano de Francia, lugares donde la conexión a Internet y la disponibilidad de equipos electrónicos era y es mucho más generalizada que en países como el nuestro. Aquí podemos decir que vivimos el advenimiento progresivo, irregular pero constante, de Pulgarcitas y Pulgarcitos, a medida que la red se extiende por el país y que los precios de la conexión y los equipos se hacen más asequibles. En tanto generación aún no podemos decir que todos tenemos parte de la cognición en el espejo oscuro y la red. Es un privilegio, se podría objetar. Y toda esta investigación estaría situada en esa esfera de los que tienen cómo acceder a la red.

Sin embargo, esta pregunta que hoy está localizada en esa esfera de privilegio, es una oportunidad enorme para pensar un problema más amplio. Lo que están viviendo hoy con la cuarentena en Colombia los estudiantes de distintas universidades o colegios y las pruebas que tantos otros están haciendo con plataformas de cursos virtuales pueden ser el primer experimento social amplio al que sometemos la educación online para responder a esa gran promesa: educación para todos. Entender la cosa así, planteada en los términos con que actualmente sufren y/o aprenden millenials privilegiados, de hecho, puede servir para pensar cuáles son las condiciones y posibilidades reales de la democratización educativa por medio de la opción virtual, al menos como la conocemos hasta ahora.

En otras palabras, entender mejor esto es una cuestión política.

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Una googleada a la historia

Comencé esta investigación como creo que lo haría cualquier historiador, pero uno milenial: le pedí a Google que me encontrara algo sobre los antecedentes de la educación a distancia. 0,66 segundos y 58’600’000 resultados. No sé cuántos de nosotros pasamos de la página 2. Rápidamente encontré un paper gratuito de una de las revistas académicas de la Universidad de Denver.

El artículo de Hope Kentor señalaba a Isaac Pitman como pionero de la educación a distancia al enseñar por correspondencia un método de escritura rápida. Lo que Pitman hacía desde 1840 en Inglaterra, era enviar por correo las tareas a sus estudiantes, la diferencia es que no existía Gmail. Este tipo de cursos por correspondencia llegó a ser popular y la programación educativa en radio y televisión también tuvo gran alcance, como en el caso colombiano de Radio Sutatenza, una propuesta que ha vuelto a despertar interés por estos días.

Sin embargo, el problema como se nos muestra hoy parece relacionarse más estrechamente con otro precedente específico, como el que presenta Maria Konnikova en su artículo “Will MOOCs be flukes?”, publicado en el New Yorker.

El 23 de julio de 1969, Geoffrey Crowther se dirigió a los asistentes de la inauguración de la Open University, una institución británica que acababa de crearse para proveer una alternativa a la educación superior tradicional. Los cursos serían impartidos por correo y radio. La misión de base, declaró Crowther, era simple: estar abierta a personas de todos los caminos de la vida.

Es decir, abierta también a aquellos que usualmente no acceden a la educación superior por tiempo, recursos y lugar de residencia –entre tantas otras variables–. Una premisa que fue la base de la ampliación y de la creación de varias universidades públicas y de otras a distancia, como la misma Open University. Ahora, lo interesante es que Konnikova va más allá: “esta premisa es la misma que ha impulsado la proliferación de los cursos online masivos y abiertos, o MOOCs”, por sus siglas en inglés. Incluso agrega: “La premisa del movimiento MOOC es tan loable como democrática: la educación de calidad no debería ser un bien de lujo”.

Konnikova muestra que estos cursos presentan problemas que, sin embargo, le quitan el brillo a esa premisa: presentan índices de deserción enormes (detrás de los cuales podríamos ver frustración y desinterés), calificaciones más bajas de las que obtienen en promedio los estudiantes en clases presenciales y, además, resultan ser experiencias positivas especialmente para estudiantes ya graduados, que fueron participativos, tuvieron buenas notas y lograron engancharse laboralmente. Es decir, para los que ya han tenido éxito universitario y no para los que se ven marginados del universo académico.

Para ella este asunto se podría arreglar diseñando y programando mejor los contenidos, según un modelo que los psicólogos Patrick Suppes y Richard Atkinson desarrollaron con resultados extraordinarios para los rudimentarios computadores de los años sesenta con base en la “teoría de control”: “Los estudiantes en su clase computarizada no recibirían todos la misma instrucción. Sus materiales y el orden en el que estos se presentaban cambiaba de acuerdo con sus resultados y otros parámetros de aprendizaje.”

Y tal vez sea posible mejorar el enganche y el aprendizaje virtual con algo así en nuestros días. Quizás. Es más, es probable que haya instituciones educativas que trabajan ya con métodos semejantes (suena, por lo demás, bastante similar a la propuesta de los ‘validaderos’ y otros colegios que permiten avanzar al ritmo del estudiante). Pero no sé qué tanto se pueda reducir a esto el problema y sostener que, programando mejor los cursos virtuales, se pueda cumplir a cabalidad la promesa de la educación excelsa al alcance de todos.

La primera cuestión es ¿qué se puede aprender así?

Paseo por el mercadolibre de la educación

“Tu curso hacia el éxito”, anuncia en mayúsculas la página de inicio de Coursera. “Adquiere las habilidades con los cursos, certificados y títulos en línea que ofrecen las universidades y empresas del mundo”. Detrás de la frase, sale la foto de una mujer de mirada ceñuda trabajando en lo que mi ignorancia interpreta como un posible artefacto de robótica. Una puesta en escena de la vanguardia del saber, la ciencia y del futuro. Debajo, la página luce una cenefa de logos de alto calibre: University of Illinois, Duke, Google, Michigan University, IBM, Imperial College London, Stanford…

EdX es un tanto más sobria. Como Coursera, se viste de “científicas” batas blancas. “Accede a 2550+ cursos en línea de 140 instituciones top. ¡Comienza hoy!”. Su riel de logos universitarios también es asombroso: Harvard, MIT, Berkeley, Utexas, Boston, Hong Kong Polytechnic, Stanford online, etc. Aparte de esto no hay gran cosa en la página de inicio. Me imagino que esa plataforma, desarrollada por Harvard y el MIT, no necesita mucho más con ese pedigree.

En ambas se puede acceder a casi todo el contenido de forma gratuita, aunque la verdadera apuesta son los cursos con certificados –programados por calendario– a precios que rondan los 40 o 50 dólares. Sus ofertas, aparte de contarse en miles, muestran títulos de clases que van de lo más tradicional en todas las áreas (desde aprender Python hasta cursos sobre religiones y textos sagrados) a temas tendencia (crecimiento personal o Internet de las cosas) pasando por propuestas de escritura creativa, mejoramiento de clima organizacional y clases de lengua y cultura italiana. La plataforma me resulta familiar, supongo que por ser idéntica a la de Amazon o Mercadolibre, aunque este rasgo estructural resulta más evidente en otras dos muy populares: Domestika y MasterClass.

MasterClass parece imitar el diseño y lenguaje gráfico que Apple universalizó en la revolución digital hace unos años con sus Macbook Pro y los iPhone de alta gama: fondos negros, tipografías sin serifas blancas, fotografías y renders impecables de los productos. Este mismo lenguaje de lujo, rodea el principal anzuelo de MasterClass: los anuncios en video. ¿Quién no ha quedado por completo embrutecido oyendo a Carlos Santana, Spike Lee o Margaret Atwood, hablando pausadamente con sus voces de próceres sabios, mientras los cortes perfectos del video nos remiten a contenidos sensuales y a elegantes interiores, que parecen llevarnos a la intimidad de sus vidas exitosas? MasterClass responde a una demanda real: tener el lujo de escuchar a las estrellas. El precio reafirma la propuesta: 90 dólares por un curso (que no suele durar más de 4 horas de video), más caro que el precio de las grandes universidades o compañías que ofrecen edX o Coursera. Pero así es, sin descuentos y costoso, todo un privilegio.

Se trata de una apuesta parecida a la de Domestika, con la diferencia de que esta última delimita mejor su público. En su página de inicio (a medio camino entre el blanco de las plataformas universitarias y el negro de MasterClass), bien acompañada de una brillante fotografía plagada de color, se definen a sí mismos como “la comunidad de la Clase Creativa: aprende con los mejores profesionales y forma parte de la mayor comunidad para creativos”. El enunciado aquí bautiza con la denominación de “clase” a ese sector de la economía que parece regirse por una cuántica distinta, donde los contratos estables no son norma y donde el mismo oficio dispara a la alta burguesía o condena a una condición semi-proletarial bohemia. Se trata de un discurso que engancha bien porque se dirige a un sector que funciona a través de una dinámica colaborativa y de reconocimiento de portafolios (colgados en Instagram, Behance, o revistas digitales como esta). Pero el modelo es el mismo. Como en MasterClass, no ofrecen un “curso universitario” dictado por académicos, sino la clase magistral dictada por un exponente reconocido en el campo, distinguido y por eso valioso. Y a diferencia de MasterClass, aquí la familiaridad con el mercado online es mayor por un factor que es norma en otros sitios web con oferta educativa como Udemy o Entrepreneur: los descuentos.

Por encima de la diferencia entre plataformas de corte universitario y las que basan su propuesta de valor en el rostro de un experto, la semejanza con Amazon, Mercadolibre, Ebay u OLX no me parece un mero asunto de diseño o familiaridad de los usuarios. Más bien es signo de la conversión del conocimiento en mercancía en la lógica del capital humano, pues aquí –incluso cuando el acceso es gratuito– se trata de invertir en uno mismo. Sacar tiempo para asistir, tomar los cursos y/o pagar los certificados es cotizarse mejor. Es decir que hay una demanda de gente que quiere invertir.

La educación ha virado el foco de la oferta a la demanda. Michel Serres ya lo había visto en 2012 y veía la manifestación de este cambio no en la proliferación de cursos virtuales, sino en el desinterés y la distracción creciente en los salones de clases en los que él mismo era profesor.

¿Por qué a Pulgarcita le interesa cada vez menos todo lo que dice el portavoz? Porque frente a la oferta creciente de saber que cubre una extensión inmensa, accesible siempre y desde cualquier lugar, una oferta puntual y singular se vuelve irrisoria. La cuestión se planteaba cruelmente cuando había que desplazarse para descubrir un saber escaso y secreto. Ahora es accesible, sobreabundante, incluso en pequeñas cantidades que Pulgarcita lleva en el bolsillo, debajo del pañuelo. La ola de accesos al saber es tan alta como la ola de parloteo [en los salones de clase]. La oferta sin demanda acaba de morir, ha muerto esta mañana. La oferta enorme que viene detrás y la sustituye, refluye ante la demanda.

Para mirar qué tal es esa inversión en su formato web, yo también decidí invertir en mí. Después de un pregrado en historia, una maestría en escritura creativa, y algunos años trabajando en medios, tal vez era el momento de aprender de escritura para la época de Internet.

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Inmersión en el aula desde mi cama

Escogí dos cursos siguiendo criterios cuantitativos: tenían que tener alta calificación por parte de sus estudiantes y contar con miles de participantes (actuales o anteriores). Pero también tomé un criterio cualitativo: no quería ir a la fácil y dejarme deslumbrar por la voz sapiencial de Margaret Atwood ni por el logo de Harvard. Quería algo no-familiar.

En Coursera encontré uno sobre Transmedia storytelling ofrecido por la Universidad de Nueva Gales del Sur en Sidney, Australia, y en Domestika, uno sobre Introducción al blogging “dictado” por Abigail Quesnel. El primero me costó 50 dólares con certificado, y el segundo, me lo regaló la cuarentena gracias a la iniciativa #QuédateEnCasa de Domestika. ¿Aprendí? Sí. ¿Cuánto? Algo. ¿Por qué? Esa respuesta es más larga.

En Domestika y en Coursera los cursos funcionaron más o menos igual. Se puede sentir solidez en el programa y en el uso ágil del video, que intercala al profesor explicando con fotografías, animaciones y capturas de pantalla, todo muy bien editado. Aparentemente no sobra nada: no hay momentos de duda. Si lo reducimos a un lenguaje ejecutivo, la educación virtual de estas plataformas resulta mucho más eficiente que la presencial: sin distracciones, ruido del salón, ausencias del profesor, desvíos innecesarios, etc. Aprender así es como estar inmerso en una maratón de Netflix o como ser Neo durante su entrenamiento en Matrix.

Por otra parte, están los foros, a los que se gana el acceso pagando. Allí, hay preguntas que conducen la participación, aunque lo cierto es que nunca me tomé el trabajo de leer más de una entrada y en las seis semanas que duró el curso de Transmedia storytelling no recibí una sola respuesta a las mías. En otras palabras, la discusión nunca comenzó. Promesa frustrada.

Por último, en cada módulo de Coursera había un “assignment”, los “parciales” o “entregas”. Allí tenía que resolver preguntas sobre los temas tratados a partir de un proyecto que yo mismo había propuesto. Me sorprendí pensando, redactando los párrafos concienzudamente pues me veía obligado a utilizar los conceptos y nociones que había estudiado en los últimos días. Después tenía que corregir a algunos compañeros y ponerles una nota. Allí pude ver cómo algunos proyectos evolucionaban e integraban los contenidos semana tras semana, así como otros permanecían y respondían superficialmente. En el curso de Domestika no había evaluaciones de este tipo (en la versión de acceso libre uno igual puede chismosear por encima lo que se está perdiendo), pero como en la otra plataforma todo estaba en mis manos: yo podía corregir bien, escribir bien, tomar notas, leer los contenidos recomendados, o limitarme a ver los videos de las clases sin hacer mucho más. Como en una clase presencial.

Pero hubo cosas que no ajustaban a lo que entiendo por “haber ido a una clase”.

Narrar según la era de la información (y no poder decir que no)

En una de sus clases, Abigail Quesnel señala que al escribir para revistas de formato web o blogs toda la información relevante debe ir al principio, en el titular, bulletpoints, entradilla y primeros párrafos; que hay que dejar todo lo secundario o los detalles para el final. Indicaba que las frases no debían tener más de cuarenta palabras y ningún párrafo más de siete líneas. Y yo me pregunté por qué.

Mucho de lo mejor que he leído en todo tipo de formatos tiene frases de más de cuarenta palabras, párrafos de todos los tamaños y caprichos, y un orden sensiblemente más orgánico donde hay mucho más que una intención informativa que obligue a tan extrema jerarquización. Por otro lado, este paradigma de jerarquía, que ella encuentra tan ejemplar en los tabloides de la web, me parece dudoso después de las muchas campañas de desinformación exitosas en torno a distintas elecciones alrededor del mundo. Parece que informar es cada vez menos útil para “formar” en nuestra era, la de la posverdad como dicen algunos. Vea usted mismo la palabra, in-formar. A lo mejor no basta.

De fondo, lo extraño de este tipo de verdades (¿emanadas de dónde?) que nos encontramos sobre Internet, y por extensión sobre nosotros, sus hijos, plantean un problema en el formato web: son difíciles de cuestionar. Quesnel sostiene que hay que escribir así porque ahora se lee distinto: según ella, las personas solo escanean el texto mientras hacen scroll a toda velocidad y deciden leer apenas lo que les importa. Y, así, de nuevo, se afirma que el presente es distinto: la revolución digital nos cambió. Y yo no estoy tan seguro.

La mayoría de libros contiene índices y en muchas áreas del conocimiento, para efectos de investigación, repaso o estudio, no se leen los tratados completos, sino fragmentos. Desde siempre, el reto del autor ha sido cautivar a lo largo de todo su discurso. Es más, la lectura discontinua es una de las grandes potencias del libro, del códex por encima del rollo de papiro: saltar del primer párrafo al número mil instantáneamente. En otras palabras, leer a retazos es una posibilidad muy anterior a la revolución digital y como antes de Internet, el laptop y el teléfono inteligente, mucho se aprende y mucho se sigue (como se seguirá) ignorando.

Lo triste es que cuando la profesora indicó esas reglas del otro lado de la pantalla, un gesto quiso realizarse en mi cuerpo: instintivamente quise levantar la mano y alzar la voz. Debatir, preguntar, cuestionar, pedir precisiones. Por supuesto no lo hice, pues (aún) no sirve de nada hablarle a un video. Y en ese sentido, el video se sigue pareciendo al libro mucho más de lo que parece a primera vista.

Tal vez, para entender el problema de la educación virtual, lo que es crucial es pensar qué diferencia hay entre una página multimedia leída por los participantes de un curso y un grupo humano que se reúne para una clase en un espacio físico.

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¿El fin del aula y los maestros?

“Juan Amos Comenio (1592-1670) fue el erudito moravo que escribió La didáctica magna, el libro que se considera el nacimiento de la pedagogía moderna. En ese libro anotó el gran mandato: enseñarlo todo a todos. La gran promesa de la modernidad. Desde entonces todos se han peleado intentando definir qué es todo, y quiénes son todos. Que cuáles son los rudimentos, cuáles los elementos, cuáles los fundamentos de ese todo. Que si las mujeres, si los negros, si los pobres son parte de ese todos. A raíz de esto la educación en la modernidad se convirtió en promesa y panacea para el ascenso social y el cierre de las brechas sociales”, me explica Óscar Saldarriaga, historiador PhD de la Universidad de Lovaina, profesor investigador de la Pontificia Universidad Javeriana, y ante todo, como prefiere que lo llamen, maestro.

“Muchos de los grandes teóricos de la pedagogía eran matemáticos y le aplicaron a esta promesa una ecuación: ¿cómo mantener ocupados al mayor número de chicos con el menor número de maestros? La respuesta que encontraron fue la cuadrícula, la mathesis. Un formato tan maleable que se reproduce en la casilla que ocupa cada individuo, en los horarios, los grados, los programas, los pénsum, los formatos, las calificaciones. Aún hoy esa sigue siendo la estructura del colegio y la universidad. Con Montessori y otros que han venido después, la primaria hasta cierto punto se ha liberado de ella, porque allí aún no hay disciplinas segmentadas, y con otras estrategias, como proyectos de todo un año, puedes enseñar cantidad de contenidos. Pero en el bachillerato y en la universidad el dominio de la cuadrícula sigue siendo muy fuerte.”

Óscar es uno de los historiadores colombianos que ha dedicado gran parte de su vida y su trabajo al estudio de la pedagogía y a la figura del maestro como personaje relevante y mutable a través de los siglos. Le pregunto qué piensa del horizonte que está planteando la virtualidad en esta materia. “Una de las primeras críticas que le hice a lo virtual es que se trataba de una versión aún más intensa de la cuadrícula: el orden de contenidos, las duraciones, las explicaciones, todo prefabricado y todo ya repartido y secuenciado, con las habilidades a enseñar ya puestas en un grado perfecto de segmentación y especialización. Y, valga la nota romanticoide y política: sin la presencia personal del maestro.”

Recuerdo mi propia experiencia frente a la pantalla, sin poder hacerle preguntas a mis profesores de Domestika o Coursera. Se lo cuento. “Esa es la clave. Porque hay dos educaciones virtuales: la de los cursos como Coursera que cuentas, que es la barata; y una más costosa, que es todo un campo nuevo y donde hay mucho más trabajo para el profesor en la necesidad de hacer seguimiento a cada uno de los estudiantes. Anne-Marie Chartier, una investigadora francesa, me hizo apreciar esto de otro modo: la evaluación es una oportunidad para algo mucho mayor que poner una nota: es el momento para indicarle a cada uno lo que está haciendo bien y lo que podría hacer mejor, pero también para identificar qué no se está entendiendo.”

“Pedagogo viene de paidós, niño, y agogéi, acompañante. En la Grecia clásica, eran esclavos cultos usados para acompañar a los hijos de los ciudadanos a donde asistían para aprender. Michel Serres tiene una interpretación muy bella de esto: el hombre, extranjero y experimentado, y el joven, hijo de ciudadanos e imberbe, atraviesan juntos un camino donde hay dificultades, tormentas, y de ahí nace una tercera persona: el espíritu, el aprendizaje, el momento en que tienen que encontrar una solución juntos para esos desafíos.”

Comprender la labor de acompañamiento que tiene el maestro le da una dimensión política a su oficio: la oralidad presencial es mucho más que el habla de los profesores grabados en videos o la voz latente en libros de texto. “Sí, así es. Anne-Marie también me ayudó a identificar una distinción fundamental entre lo oral y lo escrito. Lo oral es lo que no puede ser transcrito. Tú me estás grabando aquí, pero eso, transcrito, pierde desde la entonación hasta los gestos, y sobre todo la amistad, la lucha, lo que sea que nos une en la situación de compartir un saber. Eso es lo que hace la particularidad de la pedagogía en presencia del otro. Como bien lo has dicho, así sea con video, audios, animaciones, lo que sea: la virtualización no es la recuperación de lo oral, es una textualización de todo. Son todas versiones multimedia del objeto que se consigue en librerías, que también puedes rayar, que te puede proponer ejercicios y que puede tener hasta discos con música y voces que explican. Aún la videoconferencia, que se acerca y hace su mejor intento, no permite tener la percepción de los estudiantes, de los rostros, del aula. Y en esa percepción instantánea es donde el maestro muchas veces resuelve su enseñanza, porque siente si le están comprendiendo o no. Así que incluso ahí, hay algo que cambia. No es lo mismo.”

Si los cursos abiertos y masivos en línea ofrecen experiencias de lectura que no proveen esa discusión y retroalimentación presencial del maestro, puede que lo que muchos estudiantes están viviendo como tortura en videoconferencias con sus profesores sea la única forma de la virtualidad que de verdad se acerca al formato presencial. Pero, ¿tiene que ser necesariamente un desastre? ¿Qué se nos está quedando por fuera?

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Componer y programar: de la buena educación en línea

Pablo Marcelo Ramírez vive en Bogotá, estudió producción musical y guitarra en la Universidad de los Andes, es compositor de música para cámara y para cine, y dicta clases privadas de composición y guitarra. Juan Pablo Fuquen vive en París, es ingeniero de petróleos de la Universidad de América y magister en economía de la energía, del medio ambiente y del transporte de la Universidad París-Saclay y del IFP School, trabaja en una petrolera. Detrás de estos dos perfiles tan disímiles hay algo en común: ambos están auténticamente satisfechos de su proceso de aprendizaje online en universidades muy bien rankeadas.

Marcelo tomó cuatro cursos que conforman uno de los online music certificates de Berklee en Boston. Cuando le pregunto por qué decidió tomar una opción virtual, me dice: “Yo le había contado a un maestro con el que tomaba clases privadas que quería hacer una maestría. Me preguntó: ¿para qué quiere hacerla? Me explicó que las maestrías en música cumplen una función como título: sirven para conseguir algunos trabajos, como profesor en una universidad, para establecerse en cierto lugar, entre otras cosas que requieren esos grados. Pero para aprender y profundizar en habilidades y temas específicos, valía la pena hacer los cursos online de Berklee, una de las escuelas de música más reconocidas en el mundo…. Y no solo aprendí muchísimo, me sirvió para prepararme para la maestría que igual quería hacer.”

Por su parte, Juan Pablo cursa la maestría en línea en ciencia de la información e inteligencia artificial de la Universidad de Londres. Lo que más lo atrae de la educación online es “la flexibilidad. Se adapta a mi horario de trabajo y a mi vida personal. No tengo que desplazarme para tomar las clases; las tomo cómodo en mi casa, en un café, incluso en las bibliotecas. Tengo acceso a varias con el carnet. Además, ese título puede tener el mismo reconocimiento que el de un programa presencial. Podría incluso darme un reconocimiento extra dentro de la industria, por la motivación y disciplina que exige hacer algo así trabajando al mismo tiempo. No tiene pierde.”

Sus clases se parecen: los horarios de clases presenciales duran máximo dos horas y gran parte del trabajo corre por cuenta del estudiante antes de asistir a la sesión magistral. En ambas los cursos están alojados en plataformas propias que permiten el ingreso a los contenidos progresivamente. Comienzan cada unidad con videos y lecturas multimedia (en Berklee, por ejemplo, hay reproductores con música junto a partituras y a más texto en pantalla), que luego se convierten en ejercicios y tareas a comentar entre todo el grupo. Después es que normalmente sucede la sesión magistral, en la cual se tienen en cuenta estos ejercicios y se profundizan o despejan dudas. Finalmente, cada alumno obtiene correcciones puntuales del profesor a su tarea. Lo mismo para el caso de las entregas importantes y los finales. En la maestría de Juan Pablo, la lógica es similar con la diferencia de que al final de cada lección hay quizzes –exigentes de verdad, dice– que se pueden repetir tantas veces como sea necesario para tener todas las respuestas bien. Se trata de repasar hasta integrar.

Le pregunto a Marcelo por las clases magistrales, la idea de base que subyace a MasterClass y a Domestika. “En música un masterclass es una clase con un gran maestro a la que uno audiciona para ser parte de los estudiantes activos o pasivos; los primeros, los escogidos, están en el escenario con el maestro y son evaluados en vivo por él, los demás están sentados en la platea o las sillas de la sala y asisten nomás.” Le pregunto qué tiene de especial en términos de aprendizaje: "Hay algo que entra en uno por estar en presencia del maestro. Porque lo está viendo a uno tocar y uno mismo lo ve cómo lo hace. Ve sus manos, ve su disposición, ve todo. Y porque le dice como hacerlo y lo corrige específicamente en su proceso. La situación misma de ser enseñado y evaluado por alguien así lo pone a uno en un punto de desarrollo y entrega muy distinto. Es un privilegio. Así de sencillo.”

Les pregunto qué de la dinámica les parece imprescindible en sus cursos virtuales para lograr una verdadera satisfacción. “Primero, retroalimentación; pero también las discusiones en vivo con el profesor y colegas”. Juan Pablo me da un ejemplo: “En mi maestría hay mucha libertad para escoger cómo aplicar los temas aprendidos. Una de las tareas puede ser crear un algoritmo de predicción: por ejemplo, puedo hacer uno para identificar si un paciente va a desarrollar ciertas enfermedades dependiendo de su consumo de alimentos entre otras variables consideradas. Luego de armar el algoritmo y el análisis de resultados, el profesor corrige todo el trabajo, y da recomendaciones y consejos. Como se trata de un tema con muchas tecnicidades, la corrección del profesor debe ser muy rigurosa y específica. Y claro, los demás pueden participar en el proceso, aportando ideas o tips.” Juan Pablo, que también ha tomado varios MOOCs, agrega sobre ellos que “son relativamente precarios porque la retroalimentación que tiene el estudiante puede ser muy limitada. Sirven más para repasar, entrar en un tema, aprender algo muy concreto… Pero incluso así, no creo que tomar un MOOC sea prueba de haber aprendido lo que se enseña en él.”

Se trata de programas costosos, aunque mucho menos caros que los presenciales. Para comparar de extremo a extremo, cada curso en Berklee Online cuesta alrededor de 1’500 dólares, frente al año de estudios presenciales a 44’000 dólares (y matrícula completa son 8 cursos al año, es decir, cada uno a 5’500 dólares aproximadamente). La maestría de Juan Pablo cuesta para un estudiante de un país en desarrollo un total de 8’000 libras esterlinas en formato virtual frente a las 17’070 que cuesta de forma presencial para todos aquellos que ni son ingleses ni europeos.

Cuando les pregunto qué extrañan de la educación presencial, Marcelo responde: “el acercamiento personal con el profesor, entrar en más confianza, saber mejor quién es él, cuál ha sido su trayectoria, su camino. Además porque así muchas veces los profesores se enteran de otros aspectos que pueden nutrir de los intereses de cada uno. También extraño tener contacto con otras artes y conocer personas con otros intereses y de la misma edad”. Juan Pablo asiente del otro lado de la cámara. Y dice: “Sí, nada que hacer, el contacto humano es irremplazable”.

Nostalgia y elogio del salón

Ahora que termino de escribir esto, recuerdo que Marcelo me dijo: “En la universidad usted se define frente a los demás, y encontrarse con alguien que es arquitecto, por ejemplo, lo obliga a pensarse. Ahí usted también ve cómo ellos hacen lo suyo. Además porque eso genera un contexto, un momento, crea una etapa en la vida, y eso genera una motivación diferente, pero esencial, fundamental para la formación. Es la parte más humana del proceso.”

A la luz de todo este recorrido es claro que la educación virtual se puede organizar para ser funcional y para aprovechar el potencial (y la obligación, diría yo) de ser más barata, más asequible. El uso de lecturas y videos como material preparatorio y las aulas virtuales son solo adaptaciones de la enseñanza presencial a este formato para la distancia. Pero entonces, ¿qué hacer con la educación en la cuarentena? ¿Qué nos está enseñando sobre el porvenir de la enseñanza en línea? Una respuesta, digna de parábola, parece habitar la historia del pedagogo y su estudiante, que me contaba Óscar Saldarriaga en su entrevista, parafraseando a Serres: no tiene sentido buscar una fórmula universal que resuelva de un pupitrazo el problema en los tiempos de la cuarentena. Pedagogos y alumnos, ante este desafío del camino, ante esta tormenta inclemente en la ruta hacia el saber, parecen verse obligados a diseñar juntos la estrategia para cada materia, en tanto cada una impone un camino diferente.

Aparece frente a nuestros ojos que las “tareas” o ejercicios, solitarios o grupales, han pasado así, forzados por la distancia, a ser un eslabón fundamental y estratégico que le da al profesor una idea del proceso del grupo, y a cada uno de sus individuos la retroalimentación necesaria, balance sobre sí mismo, tesoro personal e intransferible. Por supuesto, esto quiere decir que hay más trabajo en casa para unos y para otros, y uno pensaría que eso debería verse reflejado en los cronogramas y horarios de todos, para que por fin se transformen las videoconferencias magistrales insufribles de tres horas en procesos que tracen seguimientos acorde a las limitaciones y capacidades de este nuevo ecosistema. Y he aquí el gran punto: queda claro que la retroalimentación particular sigue reinando como principal elemento para garantizar y fomentar el aprendizaje desde los tiempos del shorthand por correo hasta nuestros días. Hay pues mayor responsabilidad en los hombros de todos: probar cosas, hacer ejercicios, escribir ensayos, desarrollar proyectos es arriesgarse más hacia la propuesta, la creatividad; de ahí que la corrección puntual y personal sea más importante que nunca, y un requisito básico de la educación virtual de calidad.

Parece que los nativos digitales, los milenials, pulgarcitas y pulgarcitos privilegiados, a pesar de vivir otra época, aún requerimos de la guía del maestro, un artesanado y una técnica tan potente que ha sobrevivido por siglos a varias revoluciones, sin llegar a perder su vigencia. También está muy bien entender que las plataformas como Coursera o Domestika son útiles en la medida de sus posibilidades, y hacen parte de un nuevo ecosistema más amplio de bibliotecas, esta vez interactivas, que le dan al maestro y al estudiante la opción de escoger entre el manual impreso o los videos con quizzes. Pero, por obvio que parezca, el punto y la diferencia entre lo virtual y lo presencial, hoy y en el futuro, está puesto en eso que sigue siendo irremplazable.

Después de cada una de las clases de mi pregrado supongo que fui otro estudiante más: tomaba café, comía empanadas, me daba gusto con el postre típico de mi universidad, hablaba en el salón mientras salíamos, en los pasillos, bajaba a tomar cerveza, empezaba cada semestre prometiéndome no dejar de ir al gimnasio esta vez, hacía amigos, me enamoraba. Viví toda esa película de comedia romántica que pasa frente a los ojos como una tragedia breve y feliz a pesar de las muchas horas de estudio, de las notas rajadas, del esfuerzo, del driblar trabajo y estudio al tiempo. Mi posgrado estuvo lejos de esa primera y única temporada en la que los temas de la clase, la profesión, hasta la ética profesional, la vocación y las ideas sobre el futuro vivían en constante debate, socialización y contemplación. Sin llegar a adivinarlo, vivía un proceso de formación paralelo, tan importante como aprender los rudimentos, verdades, debates y particularidades de una profesión. En grupo.

Y no es un aspecto menor. No solo se va a un salón para transformar los contenidos de una clase, crear en grupo, comprender entre alumnos y maestros cosas nuevas. Se va a socializar, y en todos los sentidos. A confrontar verdades, mentiras, posiciones. A hacer amigos, adversarios, parejas, grupos. A tener una oportunidad (muchas veces tan difícil para tantos) de hacer parte, allí donde eso se capitaliza en relaciones vitales, primeros trabajos, becas, reconocimiento. Y aunque esa promesa no siempre se cumple en un campus, estamos lejos de poder cumplirla virtualmente. En el artículo Did I Really Go to Harvard If I Got My Degree Taking Online Classes?, publicado en The Atlantic, Theodore R. Johnson contaba su experiencia educándose en Harvard a distancia: después de acumular muchas noches en vela, estudio por cantidad, y nueve meses de tesis con un distinguido profesor de ciencia política de Harvard, llegó su grado. Un par de estudiantes presenciales los miraban sentarse en las filas en las que atenderían la ceremonia, uno le dijo al otro: “¿Qué cosa en el mundo es la Escuela de Extensión?”, y el otro le respondió, “La puerta trasera de Harvard”.

La educación en pantalla táctil podría tener un chance para romper una vez más las barreras de acceso al saber, pero eso no nos garantiza que rompa nuestros prejuicios y barreras sociales mejor de lo que lo hace (con la dificultad que ya tiene) la educación presencial. Y a la hora de calcular el alcance político de una promesa o una matrícula semestral, eso tiene un precio. Uno muy alto.

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Jorge Francisco Mestre

Escritor, periodista e historiador. Ha publicado dos libros de poesía, Música para aves artificiales (2022) y Música de los abismos moleculares (2024), y el ensayo Enema of the State (2024). Ha sido colaborador de El Malpensante, Bacánika, Bienestar Colsanitas y el Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República. Cuando las estrellas se alinean, escribe sobre astrología en esta revista como Mestre Astral. Fanático del café y las historias contadas con calma.

Escritor, periodista e historiador. Ha publicado dos libros de poesía, Música para aves artificiales (2022) y Música de los abismos moleculares (2024), y el ensayo Enema of the State (2024). Ha sido colaborador de El Malpensante, Bacánika, Bienestar Colsanitas y el Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República. Cuando las estrellas se alinean, escribe sobre astrología en esta revista como Mestre Astral. Fanático del café y las historias contadas con calma.

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