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Ramón Illán Bacca: ilustraciones improbables

Ramón Illán Bacca: ilustraciones improbables

Ilustración

Llenó de espías el trópico, una novela suya bautizó una comparsa de Carnaval, su libro de cuentos nos enseña cómo convertirse en japonés, sus clases marcaron a varias generaciones de barranquilleros. Ramón Illán Bacca murió el pasado 17 de enero. Este homenaje ilustra su Caribe improbable y su poderosa risa.

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Maestro sin memoria

E

n mi época de estudiante universitario le mostraba mis escritos a Ramón. Iba a su oficina y le dejaba una copia con su secretaria. Que yo sepa jamás leyó nada. Se excusaba diciendo que había perdido las copias, que seguro se traspapelaron entre los exámenes de sus estudiantes. A mí me daban igual sus excusas; no sé por qué, pero me conformaba con enviarle lo mío, tal vez porque con eso podía visitarlo en su oficina y preguntarle: Ramón, ¿has tenido tiempo para leer lo que te dejé?

A veces, durante esas visitas, me pedía alguna ayuda menor que me hacía sentir importante. Estoy escribiendo una novela sobre los grupos esotéricos del Magdalena a principios del siglo XX, me dijo un día, ellos tenían un periódico pero ya no recuerdo el nombre, invéntate uno. Lemuria, le dije, como el continente perdido. Lemuria, Lemuria, eso es, dijo, y apuntó el nombre en una libreta. Yo sonreí y me sentí satisfecho de ayudar a un escritor con su libro. De ahí en adelante, cada vez que nos veíamos, le preguntaba sobre la novela. Me dio detalles sobre escenas que ocurrían durante las horas previas a la Masacre de las Bananeras: niños orinando los fusiles de soldados dormidos en la plaza, mujeres disfrazadas de monjas llevando bajo sus faldas las cartas secretas de los huelguistas, o contrabandistas guajiros que aprovecharon el caos para vender ron jamaiquino y revólveres LeMat de segunda mano. Un día que lo llamé por teléfono me dijo que la novela estaba casi lista, pero que la había dejado de lado para terminar sus memorias, Notas para una improbable autobiografía. Estoy viejo, dijo, no me queda mucho tiempo.

Disfrázate como quieras

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De joven, durante unos carnavales, Ramón se disfrazó de El Santo. Se paseó por Barranquilla con capa y máscara de plata, haciendo poses de luchador frente a los amigos que se encontraba en las calles, incapaces de reconocerlo. Hasta que en una esquina se topó con alguien disfrazado de Blue Demon, su archienemigo. Se miraron fijamente y Blue Demon caminó hacia El Santo para presentar combate. Ramón se olvidó de su personaje, dio media vuelta y salió corriendo. Blue Demon lo persiguió varias cuadras hasta que se cansó. Jamás supo quién estaba detrás de aquella máscara.

En Disfrázate como quieras, Ramón narra la historia de un asesinato: en el hotel Alhambra, en pleno Carnaval, el detective Sócrates Bruno Manos Albas encuentra el cadáver de un hombre disfrazado de monje y el de una mujer con una máscara muy extraña. A partir de esta imagen, Ramón despliega un arsenal de datos, chismes, música clásica y música tropical, refranes y supuestos recortes de prensa para sostener personajes díscolos, raros e inclasificables. Ramón se quejaba de no haber viajado lo suficiente, de no recorrer de joven el mundo tanto como hubiera querido; para compensarlo, lo que hace en su literatura es traer a Barranquilla, Santa Marta, Cartagena, Riohacha o Ciénaga todo lo que le interesaba de Europa y Asia. Son personajes incómodos, envueltos en ropajes demasiado calientes para el trópico, extraviados en un mundo que no conocen. En Disfrázate como quieras hay alguien disfrazado de Søren Kierkegaard, Buenaventura Durruti aconseja cómo robar bancos, un japonés toca el piano y un psicoanalista llamado Freud Silvestre escribe sobre cómo deshacerse de quinientos libros.

En un artículo suyo que viene a ser un ejercicio preliminar de las memorias que finalmente escribió, Ramón aseguró que con Disfrázate no le interesaba mostrar ni la comparsa ni la fiesta sino las máscaras que tiene la vida antes, en y después del Carnaval. Al final dejó de disfrazarse: disfrutaba más, decía, ver los disfraces de los demás.

Marihuana para Göering

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Ramón escribió en 1975 un cuento llamado Marihuana para Göering. Trata sobre las aventuras y desventuras del juez Göering Bermúdez Diazgranados, envuelto por accidente en una oscura trama marimbera. Es un cuento biográfico, como cada cosa que uno escribe, me dijo alguna vez, aunque Ramón tampoco se esforzaba en ocultarlo. Me contó que, recién terminó de estudiar derecho, lo nombraron juez promiscuo municipal en Fonseca, La Guajira. Viajó a ese pueblo olvidado de Dios con una maleta llena de libros. Ahí, echado en la hamaca de una vivienda a medio camino entre una casa y una ranchería, leyó Shakespeare, Tolstói, Proust y Dostoievski. Fonseca era tan tranquilo, tan pequeño, tan en la nada, que el trabajo de Ramón se limitaba a arreglar peleas de borrachos o levantar cadáveres. En una ocasión le llegaron con la noticia de que en la vereda El Confuso había muerto viejo y solo un pobre campesino, en una ranchería que estaba a su cuidado. Ramón vio el cadáver descompuesto, la carne seca y cuarteada pegada a los huesos, tal vez dos o tres meses de descomposición. El viejo murió sentado en un mecedor, pero Ramón no sabía cómo describir esa posición anatómica en el acta de defunción. Decúbito supino, escribió. Era la única que conocía, de manera que así lo hizo en cada acta que levantó. Durante su tiempo como juez promiscuo, todos en el lugar murieron en la misma posición.

En Marihuana para Göering el protagonista es asesinado de un disparo por la espalda. Tal vez, el cuento no lo dice, Ramón imaginó el cadáver en decúbito supino.

Deborah y Maracas

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Gunter Epiayú, protagonista de Deborah Kruel, decide investigar sobre la misteriosa aparición de un avión Stuka en la serranía de la Macuira, con la esperanza de que la historia tenga el garbo suficiente para ganar un concurso de periodismo. En caso de no conseguir los datos necesarios, Epiayú se inventaría el resto e iría por un premio de novela.

Ramón, como su protagonista, se afanaba por los premios. Mal no le fue: Deborah Kruel obtuvo en 1987 una mención en el concurso de novela de Plaza & Janés, y otra novela suya, Maracas en la ópera, ganó el primer premio en el Tercer Concurso Nacional de Novela Cámara de Comercio de Medellín, en 1996. Según él, Maracas en la ópera era su mejor novela porque con ella había ganado un premio. ¿Hay otra razón por la que te gusta Maracas, Ramón?, le pregunté. ¿Te parece poco la economía?, respondió.

En otra ocasión me dijo que escribía para ser leído. Le daban igual los halagos de la academia, lo que quería era ser popular, fantaseaba con que sus libros se vendieran como arroz, que los lectores se le acercaran a pedirle una firma o sacarse una foto, como si se tratara de un cantante o un actor. Anhelaba esa fama anacrónica del boom latinoamericano, esos escritores que eran asaltados por la prensa para responder cualquier pregunta, desde el amor hasta la política. Recibía en cambio la atención de estudiantes, amigos y muchos lectores que siempre le parecieron pocos. No soy leído, repetía insistentemente. Sí lo era, leído y comentado, pero escondía ese logro en una suerte de modestia falsa y extraña también, porque al mismo tiempo era vanidoso. Ramón construyó para sí una estética de la queja.

Ritorna vincitor

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Ramón quería que los asistentes a su funeral escucharan Ritorna vincitor, la última escena del primer acto de Aida, ópera de Giuseppe Verdi. Según él, había fracasado tanto en la vida que lo justo era volver victorioso al mundo. ¡Retorna vencedor!, exclama Aida a Radamés, amado suyo y enemigo de su padre, el rey Amonasro. El fragmento refleja la incertidumbre de Aida, quien se debate entre el amor y la lealtad familiar. Es una pieza para indecisos.

Parecía que su voluntad no se cumpliría. A la funeraria entraron solo diez personas, entre familiares y amigos, previa inclusión en lista por aquello de las medidas de bioseguridad. Varios esperábamos fuera del lugar con la esperanza de entrar en algún momento. Ramón expresó su voluntad de ser cremado, así que no habría tumba que visitar después. Tampoco quería que ofrecieran misa, pero eso, teniendo en cuenta el ultracatolicismo de su familia, resultó imposible.

Vamos al cementerio, sugirió la poeta Mariamatilde Rodríguez.

Allá dejaron entrar a más personas. Caminamos por una pequeña senda empedrada hasta llegar a la sala de cremación, donde lo vimos por última vez. Zoila Sotomayor, editora y amiga de Ramón, sacó su celular y buscó Ritorna vincitor en YouTube. Escogió una versión interpretada por la soprano María Calas y puso el celular sobre el ataúd. El sonido del aparato se perdía entre la brisa, el llanto y la alharaca de algunos familiares que presenciaban la ceremonia por videollamada. Esto, pensé, no sé si es lo que Ramón hubiera querido, pero es algo que él hubiera escrito.

Mientras dejábamos el cementerio recordé la cinta con su nombre a un lado del ataúd: Ramón Bacca Linares, sin el Illán, un nombre que escogió él mismo para evitar tocayos. Caminé hasta alcanzar a Mariamatilde y Zoila, a quien le escuché decir que Ramón, muerto, se veía más joven.

Era cierto: se veía más joven.

Es un halago que Ramón hubiera disfrutado, sonrió Maríamatilde.

*

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