¿Cómo encajamos mejor la maternidad con la vida creativa?
¿Qué se hace con el deseo de crear cuando el deseo y la reponsabilidad de criar no deja tiempo? Desde su relación con la escritura, María Fernanda Cardona vuelve a las páginas de esta revista para reflexionar sobre cómo buscarle un lugar a dos deseos que parecen depredarse sus horarios y necesidades. Porque, eso sí, hace falta más que un cuarto propio.
Soy mamá y tengo aspiraciones creativas. Todos los días, busco el espacio y el tiempo para crear, que en mi caso significa escribir. Sin embargo, siempre me acompaña la sensación de que estoy remando contra la corriente.
Los deberes diarios, en los que se incluyen cuidar y criar, pero también organizar la casa, hacer el almuerzo, trabajar remuneradamente, etc., me consumen tanto que siento que ese espacio y tiempo para la creatividad se me escapa y no puedo hacer mucho al respecto. Todo termina estando para última hora, como este texto, que habita mi cabeza desde hace más de un mes, pero que aterrizo en estas hojas días antes del deadline, porque siempre tuve algo más urgente que hacer.
La crianza –que es una de las facetas del cuidado, pero no la única– es ceder lo más valioso que tenemos: nuestro tiempo. A veces lo cedemos con más alegría que otras, pero el asunto sigue siendo el mismo: entregamos nuestro tiempo, que a su vez es la posibilidad de hacer otras cosas (como escribir, pintar, hacer ejercicio, etc.) en pro de los hijos.
Eso nos deja a quienes cuidamos en un limbo espacio temporal, porque no hay nada más antitiempo que la infancia. La niñez tiene sus propios ritmos y aunque intentamos acomodarlos al nuestro, es una pelea que casi siempre perdemos.
Los adultos tenemos afán, pero la infancia no, y eso me parece una virtud para ellos y una maldición para nosotras: los niños son libres de la cárcel del reloj, mientras que los adultos estamos contando cada segundo, cumpliendo horarios estrictos, escarbando ansiosamente huecos para la creatividad. Y, aunque me esté clavando el puñal, admiro a la infancia por esa forma de desobedecer al sistema: Nicolás, mi hijo, me recuerda que el tiempo, como actualmente lo entendemos, es un artificio bastante cruel.
Antes de Nico, no me cuestionaba nada de esto. Y aunque fuera difícil conciliar el estudio, el trabajo remunerado y la escritura, de alguna manera lo lograba: el tiempo estaba, solo tenía que organizarme bien. Sí, me cansaba, pero no sentía que se me escapara, como me sucede desde que soy madre. Ahora, no solo tengo que planear bien, sino tener la disposición física y mental para crear, y a veces, cuando por fin llega ese momento dispuesto para escribir, no me encuentro en condiciones: o estoy muy cansada por el trajín del día, o no soy capaz de levantarme una hora antes que los demás, o esos minutos entre comidas me parecen insuficientes y poco estimulantes, o mi hijo necesita ayuda y mi compañero no puede atenderlo…
Sin embargo, lo sigo intentando porque me niego a no escribir, a no encontrar el tiempo para crear. Así que me pregunto: ¿es posible conciliar las aspiraciones creativas con la crianza?
En el libro Maternidad y Creación, una compilación de relatos escritos por mujeres (en su mayoría madres, aunque no todas), se pone en jaque esa cuestión; el capítulo “Madres escritoras: la situación básica” de la escritora estadounidense Tillie Olsen problematiza esto cuando cita a Elizabeth Stuart Lyon Phelps, quien cuenta la historia de su madre, también escritora:
“Ahora es una escritora famosa, incrédula ante su primer éxito, con futuro brillante ante los ojos; ahora es una madre cansada, tierna, que canta a un niño enfermo mientras el manuscrito reposa inacabado sobre la mesa, y los editores desearían fervientemente que la mujer del profesor fuera una mujer libre, sin hijos y solitaria, capaz de enviar una copia tan rápido como habitualmente se hacía”.
Y en Escribir y ser madre, Susan Rubin Suleiman dice: “(...) las madres que han sido escritoras a ‘jornada completa’ han sido muy escasas hasta nuestro siglo y las grandes mujeres escritoras han sido, salvando unas pocas excepciones, mujeres sin hijos durante su vida de escritoras”.
Es desalentador leer esto porque sé que es verdad, porque me doy cuenta en mi día a día lo difícil que es conciliar la vida de madre, o de persona que cuida, con cualquier otra cosa que no sea maternar o en su defecto trabajar. Y no quiero que me malinterpreten. Soy una persona que disfruta ser madre y ama a su hijo (en estas cuestiones siempre toca hacer el disclaimer, porque problematizar la maternidad suele interpretarse como queja vacía y la ratificación de que se es “mala madre”), pero también soy una madre muy consciente de que criar no es un asunto gratuito.
Criando entregamos nuestro tiempo y eso no es menor en una sociedad que nos dice que “el tiempo es dinero” y donde el cuidado suele recaer en la madre sin ninguna remuneración (más allá de la promesa del amor que, en este mundo, no es suficiente). Por eso, entiendo a quienes deciden no procrear: ¿quién, con cinco dedos de frente, querría ser madre si todo el cuidado va a recaer en ella, si su vida de ahora en adelante será un constante malabarismo de roles, si ya no tendrá tiempo para hacer lo que le gusta, si ya no será capaz de escribir/crear como antes?
Es una pregunta curiosa porque, de alguna manera, me estoy diciendo estúpida. Y en cierta medida lo soy: ser madre es un camino difícil y poco apetecible visto desde afuera. Pero sinceramente no me arrepiento de haber tenido a Nicolás; incluso, en este momento, mientras escribo estas letras, el deseo por un segundo hijo crece paulatinamente dentro de mí: de la misma manera que me niego a no escribir, me niego a no cuidar, a no ser madre. Ambas cosas me componen, ambas cosas las deseo, ¿por qué tendría que renunciar a alguna en pro de la otra?
Es por eso que ante la cuestión de si es posible conciliar las aspiraciones creativas con la crianza, la respuesta no es de “sí o no”; la respuesta es otra pregunta: ¿cómo hacer para que criar nos deje espacio para ejercer la creatividad? Esta vuelta de tuerca deja de poner la mirada en el individuo —porque tener tiempo no depende de la simple voluntad y de un buen sistema de organización, pues hay muchas cosas externas que la condicionan, como el cuidado hacia otras personas—, para ponerla en lo estructural, es decir, en la sociedad: ¿qué necesitamos quienes cuidamos para tener tiempo y poder escribir/crear?
En el famoso ensayo Una habitación propia, Virgina Woolf afirma que para que las mujeres podamos escribir novelas y tener una vida artística necesitamos dinero y una habitación propia. Y, a grandes rasgos, estoy de acuerdo. Independiente del género, quienes escribimos solemos comprar el tiempo y el espacio para crear: no es fácil vivir del arte, y aunque cada vez más personas lo logran, es una tarea difícil, por eso aceptamos trabajos que, si somos afortunados, se relacionan con lo que nos gusta hacer, pero que no nos permite dedicarnos exclusivamente a la escritura.
Ahora bien, hay algo que sí suele cambiar con respecto al género: como el cuidado es un asunto en su mayoría realizado por mujeres, nosotras no solo asumimos un trabajo remunerado sino el trabajo no pago de sostener la vida de los otros. Es en ese sentido que si, para todos y todas, es difícil conseguir el dinero y la habitación propia para crear, para las mujeres lo es aún más. Comprar el espacio y el tiempo aparece, entonces, como un privilegio.
La habitación propia, como un privilegio económico de unas pocas personas, es un concepto bastante debatido desde el sur global, pues quienes habitan los márgenes sociales saben lo que es no tenerla. Sobre esto, la escritora mexicana Dahlia De La Cerda escribe en Desde los Zulos:
Escribo para las que no tienen cuarto propio. Para las que escriben con la cría pegada en la chiche y para las que no escriben porque tienen a la cría pegada a la chiche. Escribo para las que teorizan mientras lavan los trastes. Para las que teorizan mientras lavan la ropa. Para las que teorizan mientras venden tamales en un barrio precarizado. Porque pensar en lo injusto que es el modelo económico mientras vendes de chile y de verde, también es teorizar.
Me parece hermosa esa reivindicación de escribir, pensar, teorizar cómo sea y dónde sea, pues es un hecho que no podemos esperar a tener el dinero y la habitación propia para expresarnos creativamente. Yo también escribo en la cocina, mientras preparo el desayuno de mi hijo, o en la noche, cuando lo acompaño a dormir. Desde hace cinco años, la edad de Nico, la aplicación de notas del celular se convirtió en mi mejor amiga y tengo un chat de WhatsApp conmigo misma donde voy anotando pensamientos sueltos que luego, en un cuaderno, intento desarrollar.
Sobre esta experiencia de escritura también habla Margarita García Robayo en El afuera, un ensayo sobre cómo las madres y padres clasemedieros nos extraemos de la calle y nos encerramos, asustados, en escondites a los que llamamos casas. Este libro, precisamente, nace de apuntes que la autora hizo en una agenda durante una mudanza, mientras conciliaba la vida de madre y escritora. “Poco después de que naciera mi primer hijo, V., tuve que aprender a escribir distinto. Eso es: rápido, escueto, sin rodeos, con el pulgar derecho —a veces izquierdo—, con la voz —pero bajito—. Tuve que cultivar una nueva sintaxis”. Como casi siempre que leo a Margarita, me veo en sus palabras: yo también escribo con afán, con la certeza de que en cualquier momento algo va a pasar y tendré que parar.
Y, sin embargo, hay algo que me dio la maternidad que no había experimentado antes: desde que soy madre tengo más ansias de crear. Maternar no solo me dio un tema, también me amplió la mirada. Todo lo que escribo lo hago desde mi condición de madre. No lo puedo evitar. Es cierto que cuidar me redujo el tiempo e hizo mucho más difícil tener una habitación propia, pero al mismo tiempo algo erupcionó dentro mío: furia, ternura, agobio, amor, cansancio, mil emociones y situaciones que quiero consignar en la hoja en blanco.
Para mí, la experiencia materna es un desatador creativo, el más poderoso que tengo. Por eso, no creo que para escribir la solución sea no tener hijos, aun cuando se desea ser madre. Y tampoco creo que se límite a escribir dónde y cómo sea, aunque es lo que toca hacer.
Sí, la habitación propia es un privilegio, pero no quiero desechar la idea del todo: el espacio y el tiempo son necesarios para explorar la creatividad con dignidad. Escribir mientras se cocina suena hermoso, pero, en la práctica, no lo es tanto: esa multitarea es un reflejo de la precarización económica. Me parece que hay que abogar por una sociedad compatible con los cuidados y la creatividad. Donde crear no sea un privilegio. Y aunque mientras tanto escribimos dando teta, barriendo la casa, llevando a los niños al jardín, escarbando huecos en el tiempo, usando planeadores para exprimir cada segundo; mientras escribimos así, también alzamos la voz y la pluma para que la creatividad no sea más un privilegio y, algún día, el cuidado sea colectivo, la red de apoyo una realidad y la habitación propia un derecho.
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