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Tenis

El placer está en el golpe: la obsesión del tenis

Ilustración

Quien lo ha jugado sabe que el tenis es un deleite mentalmente corrosivo. ¿Qué mueve a los profesionales y aficionados a la obsesión? ¿Por qué es tan difícil a veces dejar pasar un error, un punto, un partido? Desde su propia experiencia y visitando la historia reciente de este deporte fascinante y adictivo, el autor nos cuenta lo que lo mueve día tras día a regresar a la cancha a probar suerte nuevamente.

Aprendí a jugar tenis de niño, conservo una foto en la que estoy junto a un pavo real con el plumaje extendido y cargo una raqueta en la mano derecha y una pelota en la izquierda. Lo practiqué también en la adolescencia y buena parte de mis veintes. Pero si hablo de jugar tenis en serio, esto es, a diario durante dos horas, tendría que decir que juego al tenis hace cinco años.

Me remonto, entonces, a los inicios de la pandemia del 2020. Pasaba el día encerrado leyendo Robinson Crusoe. También intentaba escribir sobre mi infancia. No tenía actividad física. Hasta el encierro nadaba en una piscina bajo techo dos días a la semana y jugaba fútbol los domingos, sobre césped sintético. Sin entusiasmo, salía a correr al Parque Nacional. Con la pandemia todo eso se esfumó. Pero compré un lazo. Saltaba una hora diaria, en las tardes, a la caída de la noche, mientras miraba por la ventana hacia el occidente de la ciudad. Después empecé a ir al Parque Nacional. Llevaba conmigo el lazo y saltaba en las canchas de básquet, con vista hacia los Cerros Orientales. Hasta que vi las canchas de tenis. Tres canchas en polvo de ladrillo que desde lo alto parecen resguardadas en un enclave rodeado por imponentes eucaliptos.

Ah, el tenis, deporte aquel que se ama y se odia, lo había olvidado. Tantos años sin jugarlo, doce tal vez, desde un domingo en el que el hermano de mi novia de la universidad me ganó con los primeros dolores de una apendicitis. Así lo recordó él dos días después, cuando fuimos a visitarlo a la clínica tras la cirugía para extraerle el apéndice. Había pasado suficiente tiempo, podría intentarlo de nuevo, ¿verdad? Entonces fui hasta una caseta cercana a las canchas y pregunté quién era el profesor de tenis. Saltó un señor de estatura baja, bigote negro, de sudadera y camiseta manga larga. Quedé con el profesor para jugar al otro día, durante una hora.

A mi primer entrenamiento me presenté con una camiseta con un estampado del Quijote y Sancho Panza, una pantaloneta que utilizaba para correr y nadar —sin bolsillos aptos para guardar las pelotas— y unos tenis sin suela de espina de pescado, los indicados para deslizar sobre el polvo de ladrillo. Y la raqueta… era una raqueta tamaño junior, con stickers de estrellitas en el marco, que había utilizado mi sobrina.

Alguna vez me preguntaron cuál era el objeto más preciado que conservaba conmigo. Respondí que la raqueta de tenis que había sido de mi abuelo paterno. Es una raqueta de madera de la marca Artis y tiene una insignia: For championship play. Un coleccionista de raquetas antiguas me contó que Artis era una marca de Checoslovaquia, que lo más probable es que hubiera sido fabricada en los años treinta en la localidad de Štětí, en el distrito de Litoměřice, y que le perteneciera a alguien que salió de Europa antes o durante la Segunda Guerra Mundial. Es difícil conocer el recorrido exacto de esa Artis. Las raquetas pasan de mano en mano, de viaje en viaje, y el camino andado se pierde en el tiempo. Esa raqueta tiene la empuñadura larga y delgada y la cabeza pequeña. Las cuerdas están intactas, sin picar. Pero no tiene garganta. La empuñadura conecta directo con la cabeza.

Suelo pensar en ese detalle, en lo que la raqueta conserva de quien ha sido su propietario. Mi abuelo paterno, que tenía un vozarrón y fue un gran orador, sufrió de un cáncer en la garganta que le destruyó esa parte del cuello y lo dejó sin voz hasta su muerte. Los objetos inanimados sobreviven al muerto y es a través de ellos que nos llaman y se mantiene una conexión en la cual uno hace las veces de continuación. También mi abuelo paterno jugó en las canchas del Parque Nacional, pero en realidad no se le daban los deportes y dejó de ir.

Yo empecé a ir dos días a la semana, martes y jueves. Pero quería más. Entonces empecé a ir tres, cuatro y finalmente los cinco días de la semana. Si quería jugar a diario la raqueta de estrellitas en el marco no era apta para mis objetivos. Entonces recuperé una Babolat que había usado en mi adolescencia, de gama baja, y que le había vendido a mi cuñado cuando dije que nunca más iba a jugar tenis. Semanas después esa Babolat fue a dar al armario y conseguí una pareja de Babolat Pure Drive, último modelo y de gama medio alta. Un par de años después salí de esas raquetas, de fabricación francesa, para hacerme con una pareja de raquetas Wilson Blade, verde mate, de gama alta, una de las más utilizadas en el circuito profesional. Uno va creciendo en el juego y con uno va evolucionando la raqueta que, claro está, es la herramienta más importante para el tenis.

Ahora recuerdo a un rival con el que jugué varias veces que, después de cada punto jugado, mimaba las cuerdas de la raqueta como si se tratase la cabeza de un perro. Más que una extensión del brazo, la raqueta se adhiere y se hace parte del cuerpo a través de la palma de la mano. La raqueta siempre está en el pensamiento: si alguien juega tenis  se le podrá identificar porque en sus tiempos muertos —haciendo una fila, esperando un bus— va a hacer sombras con el brazo, esto es, simular en el aire que hace un golpe de derecha.

Empecé a entrenar con otro profesor, más técnico, exigente y que en los primeros entrenamientos me hizo sentir que yo nunca había entendido ni aprendido a jugar tenis. También me apunté a algunos torneos. Puedo decir que a mediados de mis treinta estoy obsesionado con el tenis. Obsesionado yo, a la edad en la que el tenista profesional empieza la cuesta abajo de su carrera. Salvo que te sientes en la mesa con Novak Djokovic, que a sus 37 años ganó el oro olímpico ante un Carlos Alcaraz de 21 años (este es, por cierto, un partido conmovedor, por el grito desgarrador de Djokovic en el último golpe, por sus lágrimas al saberse ganador, porque es un triunfo que ofrece esperanza y permite entender que la constancia y el amor por lo que se hace tiene recompensa); con Roger Federer, que ganó el Abierto de Australia a sus 36 años, la misma edad con la que Rafael Nadal ganó su último Roland Garros.

En Los tenistas, el escritor sueco Lars Gustaffson narra una etapa de su vida en la que estuvo obsesionado con el tenis cuando fue profesor invitado de literatura en la Universidad de Austin, en Texas. De allí extraje una de las máximas que más intento poner en práctica cuando juego al tenis: “Cuando una bola ha pasado jamás has de quedarte rumiando en ella. Ya no está, fuera buena o mala, lo cierto es que ya no está. Jamás existe ninguna otra bola más que la que tienes justo ante ti”. Y sí, en esa fracción de segundo en la que la pelota viene hacia uno no importa nada más, el mundo entero se condensa en esa esfera. 

En un discurso que se hizo famoso en la Universidad de Dartmouth,  Roger Federer  explica que, de los 1.526 partidos que jugó ganó el 80%. Sobrado. Lo sorprendente es que en esos partidos solo ganó el 54% de los puntos. Incluso él, ganó solo un poco más de la mitad de los puntos que jugó. Perdió prácticamente uno de cada dos puntos que jugó. No necesito conocer mis estadísticas para saber que he perdido mucho, mucho más, de lo que he ganado. He perdido más puntos de los que he ganado, he perdido más partidos de los que he ganado y perdí la única final que jugué de un torneo en el parque. En el tenis la derrota tiene todo que ver con el error. 

Pierdo, mayoritariamente, por los errores que cometo. Existe en este juego el concepto del “error no forzado”, que aparece cuando la pelota viene a una velocidad y distancia que no ofrece ninguna dificultad para ser golpeada, pero aun así se falla. Es el error más doloroso, el “tenía todo para ganar pero lo eché a perder”. El tenis es un diario convivir con la acumulación de errores. Y se acumulan los errores y se acumulan las derrotas. Pero el tenis también es un juego que siempre ofrece una nueva oportunidad. Por eso al otro día regreso.. Así funciona todo, ¿no? He cometido errores y he perdido empleos, amistades y parejas. Y uno se abruma y se desespera, y siente por un momento que nunca nada va a ir a mejor. Pero eventualmente encuentro la calma y vuelvo, siempre voy a volver.

El disfrute del tenis está en el golpe, en el contacto de las cuerdas de la raqueta con la pelota, en el sonido seco que se genera, en la sensación de tensión en el brazo al instante del golpe y en la posterior relajación una vez se ha completado el movimiento. Pero la victoria está en evitar golpear la pelota de nuevo. Muchas veces me he preguntado si a me gusta jugar más que ganar. No hay nada más gratificante que un punto largo en el que la pelota pase sobre la red más de diez veces, que exija correr por todo el cuadrado y en el que se combinen diferentes golpes. Si eso pasa, sea que haya perdido el punto, o lo haya ganado, termino agotado pero esbozo una sonrisa. Busco eso por encima de los puntos cortos, así sea que me favorezcan y me lleven al triunfo. No tengo una mentalidad de juego netamente ganadora, me gusta, eso sí, ser competitivo. Cuando siento que he disfrutado y le he ofrecido a mi rival el mismo disfrute me voy de la cancha satisfecho. Aunque no es tan sencillo.

Me he frustrado con la derrota y he tenido accesos violentos. He golpeado la raqueta contra el suelo ocasionándole fisuras, he destrozado termos de agua al arrojarlos contra el polvo de ladrillo y he gritado al cielo y he discutido con los recogepelotas o incluso con mi rival. Una vez estuve cerca del desastre. Perdí un partido que pensé iba a ganar y que valía para los puntos de un ránking. Arrojé la raqueta hacia el cielo con cierta fuerza con la intención de que cayera cerca de mí, pero esta salió volando y cayó en la cancha del lado, muy cerca de la persona que allí estaba jugando. Intencional o no, sentí una enorme vergüenza. Si la raqueta hubiera golpeado a esa persona nunca más habría vuelto a jugar tenis. Supe que mi mente se había roto, al menos en ese instante.

En el mundo del tenis se repite como mantra que es un juego mental. Novak Djokovic, el tipo que más tiempo ha estado como número uno del mundo, dice que todos los tenistas tienen un excelente golpe de derecha y de revés pero que la diferencia está en la mente. Dicho eso, incluso a él la mente se le ha quebrado. En la semifinal olímpica de Tokyo 2020 su raqueta terminó en la tribuna. Suerte tuvo de que se jugara sin público, porque en caso de golpear a un espectador habría sido descalificado y la mancha lo hubiera perseguido por siempre.

Entre los tenistas profesionales no son pocos los casos en que la salud mental ha implosionado. En su autobiografía titulada Open, Andre Agassi —ocho veces campeón de grand slam— narra cómo de niño su padre lo hacía golpear la pelota 2500 veces el día porque, solo así, si lograba devolver un millón de pelotas al año, sería invencible. Más adelante en su carrera, Agassi dijo varias veces que odiaba el tenis y eventualmente cayó en la depresión y la adicción y tuvo que hacer una pausa. También está el caso del estadounidense Mardy Fish, que sintió todo el peso del tenis de su país sobre los hombros y empezó a sufrir ataques de ansiedad. La ansiedad tuvo su pico cuando no pudo salir a jugar una semifinal del Abierto de Estados Unidos, con el estadio lleno de gente que lo veía como la esperanza local, y con Roger Federer listo para el juego.

En años más recientes, se ha visto al griego Stefanos Tsitsipas agredir a su papá-entrenador con la raqueta en pleno partido, al francés Corentin Moutet borrarse de torneos por estar mentalmente destruido y a la española Sara Sorribes, que fuera medallista olímpica, retirarse a los 28 años por “erosión física y psicológica”. El tenis puede ser brutal. Como brutal es el testimonio del escritor estadounidense David Foster Wallace.

En uno de sus ensayos publicados en el libro The String Theory, narra su experiencia como tenista juvenil. Dominaba el circuito en el Estado de Illinois. El tenis para él era un juego de variables que le permitía hacer análisis geométricos, físicos y meteorológicos, un juego en el que todo influía en el resultado final, incluso el color de las medias que usaba. El joven Foster Wallace dominaba el viento, tan fuerte en Chicago y sus alrededores, y entre más viento hiciera más disfrutaba del juego. Foster Wallace creyó que podía alcanzar la cima en el profesionalismo, hasta que empezó a competir a nivel nacional y se dio cuenta de que no iba a avanzar, que había alcanzado su límite. En una de las líneas de ese ensayo, escribe Foster Wallace que su depresión de adulto —la misma que a los 48 años de edad lo llevaría a quitarse la vida— había aparecido siendo un tenista juvenil.

A veces voy a jugar tenis con un único objetivo: pasar dos horas en silencio. Esto es, no emitir ninguna expresión verbal mientras estoy jugando. Quejarme, prohibido. Renegar, prohibido. De pronto una palabra de aliento o felicitación. Pero el objetivo es el silencio total. Solo se puede jugar bien al tenis en silencio, como solo se puede ser feliz cuando se le concede espacio suficiente al silencio en el día a día. Hay momentos del juego en el que los pensamientos negativos se hacen con mi mente y los verbalizo. Cuando caigo en esa tormenta, experimento una enorme infelicidad y mi nivel de juego entra en caída libre.

Asumo que si grito y si insulto estoy perdiendo en términos de dignidad. Muchas veces esa palabrería está destinada a emitir juicios negativos contra mí: “soy torpe”, “soy bruto”, “no sé jugar tenis”. Pierdo la noción de lo real: el trabajo que hace mi cuerpo al jugar tenis es enorme y exigente. En la fracción de segundo que tengo para devolver una pelota que viene a alta velocidad, mi cuerpo se comporta como un instrumento asombroso. Entonces trato de volver a ese pensamiento, calmo la mente y le hago espacio al silencio en mi interior. Si lo logro, mi juego experimenta una inmensa mejoría y me colma la felicidad. 

Son muchos los sueños que tengo con el tenis. En uno empuño una red para cazar mariposas e intento golpear manzanas verdes. En otro sueño, muy recurrente, llego a jugar y me encuentro con que las canchas están totalmente anegadas por la lluvia de la madrugada. Esta es una realidad frecuente en Bogotá, más en el Parque Nacional. Jugar tenis al borde de los cerros orientales significa empezar con sol, continuar con una llovizna, quitarse la gorra, volver a ponérsela, aplicarse más bloqueador, refugiarse de la lluvia, parar el juego, volver a empezar. Es el clima de Londres en el verano de 2008, mientras Nadal y Federer intentaban jugar la final de Wimbledon. 

Ahora mientras escribo esto, llueve. Llueve como ha llovido los últimos tres días a esta hora, sobre las siete de la mañana. Cuando llueve en las mañanas, si no puedo jugar tenis, leo, o escribo, como en este caso. Reemplazo el tenis con dos actividades, que, entiendo yo, solo se pueden gozar a plenitud si se hacen con constancia y repetición. La mayor virtud que me ha dejado el tenis es la capacidad de abrazar lo repetitivo y lo rutinario. Porque si un golpe está funcionando, solo hay que volverlo hacer una y otra vez. Cien veces, si es necesario.

Alberto Domínguez

Estudió derecho y una maestría en periodismo. Actualmente es editor de mesa en Rey Naranjo Editores. Sus escritos han aparecido en el suplemento dominical Crónica del diario español El Mundo, en Revista Anfibia y en la revista Cartel Urbano, donde fue editor durante tres años. Acumula libretas en su escritorio y juega tenis en las mañanas.

Estudió derecho y una maestría en periodismo. Actualmente es editor de mesa en Rey Naranjo Editores. Sus escritos han aparecido en el suplemento dominical Crónica del diario español El Mundo, en Revista Anfibia y en la revista Cartel Urbano, donde fue editor durante tres años. Acumula libretas en su escritorio y juega tenis en las mañanas.

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