Perfeccionismo: la cuerda floja entre la parálisis y la productividad
Ni siquiera los perfeccionistas tienen claro qué es el perfeccionismo. A menudo se preguntan si es saludable o dañino, si pueden dejar de serlo, e incluso si necesitan dejar de serlo. Aquí algunas respuestas.
A veces en las entrevistas de trabajo le piden al entrevistado que mencione un aspecto negativo de sí mismo, eso que los Gen Z llaman “red flags laborales”. Hace algunos años los expertos sugerían responder con algo que pudiera verse al mismo tiempo como una cualidad positiva y por eso durante mucho tiempo las oficinas de recursos humanos se llenaron con las confesiones de perfeccionistas orgullosos. Hoy los expertos recomiendan dar por respuesta la adicción severa a drogas fuertes antes que reconocer el perfeccionismo.
La popularidad del pobre perfeccionismo se vino al piso drásticamente a la luz de aptitudes menos problemáticas, menos complejas. Ser perfeccionista implica moverse en un rango amplísimo de comportamientos que va desde la productividad severa hasta la parálisis total.
No voy a mentir, el perfeccionismo se ha ganado su fama a punta de esfuerzo. En el mundillo del arte, por poner un caso, con frecuencia ser perfeccionista viene en paquete con una nube gris sobre la cabeza.
Los artistas perfeccionistas suelen tener dos grandes características: genio y tormento. Virginia Woolf, Sylvia Plath, Van Gogh, Alfred Hitchcock o incluso Walt Disney tenían la reputación de trabajar siempre en medio de una tempestad bíblica.
En julio de 1953, por ejemplo, Sylvia Plath le escribió a su madre: "Quiero todo y nada más. Hago hincapié en la perfección y cuando no la alcanzo, me derrumbo en la nada”. Luego, el 11 de agosto de 1958, escribió en su diario: "La perfección es terrible, no puedo hacer nada menos de lo mejor que está en mí”. Luego, en marzo de 1962, le escribió a su esposo: "Estoy atormentada con la necesidad de intentar una vez más y de ser perfecta, es por eso que no puedo dormir”.
Buena parte de la prensa reciente sobre el tema cita el mismo estudio en el que los investigadores Thomas Curran y Andrew Hill demostraron estadísticamente que pese a su baja popularidad el perfeccionismo parece ir al alza entre los universitarios de Estados Unidos, Canadá y el Reino Unido. A partir de una muestra de 41,641 estudiantes que completaron la Escala Multidimensional de Perfeccionismo diseñada por Hewitt y Flett en 1991, los autores determinaron que los índices de perfección aumentaron entre 1989 y 2016 para los tres tipos de perfeccionismo evaluados: “autodirigido”, relacionado con altos estándares personales; “orientado hacia los demás”, vinculado con expectativas elevadas hacia otras personas; y “socialmente prescrito”, ligado a la presión percibida para cumplir expectativas ajenas.
El objetivo de Paul Hewitt y Gordon Flett al diseñar la escala fue revisar las interacciones entre las expectativas personales y las presiones externas a partir de un cuestionario que abarcaba afirmaciones del tipo: “Tengo expectativas muy altas para mí mismo”, “Soy muy crítico con los errores de los demás”, “Me siento bajo presión para cumplir con los estándares de los demás”, etc.
En esa medida los tres tipos de perfeccionismo no son mutuamente excluyentes; al contrario, el objetivo de la escala es determinar cuál es el balance entre ellos y no solo catalogar a los participantes bajo una etiqueta, ni mucho menos emitir juicios de valor.
De hecho, ese fue el problema del boom que tuvo el estudio universitario: los medios se quedaron con que cada uno de los tres tipos de perfeccionismo aumentó porcentualmente en el último año de medición en comparación al primero, como si la cifra representara un panorama completo. El hecho de que el perfeccionismo autodirigido aumentara 10%, el orientado hacia los demás 16% y el socialmente prescrito 33% es apenas la enunciación del problema, la corona de una flor cuyas raíces apenas son visibles.
Estoy seguro de que mi experiencia sumaría porcentualmente a esa estadística en el caso hipotético de que un día cualquiera Curran y Hill me incluyan en la muestra de su estudio. Los estándares que tengo para mi propio trabajo suelen ser altísimos y asimismo lo es la presión que siento por cumplir expectativas ajenas. ¿De dónde viene aquello? No lo sé, supongo que, como en la mayoría de los casos, si no todos, tendría que remover toneladas de sedimentos infantiles con maquinaria terapéutica para hallar la causa en caso de querer hacerlo. La literatura científica señala que las causas suelen ser multifactoriales, incluyendo variables psicológicas, sociales y biológicas.
El asunto es que mi perfeccionismo, como en la mayoría de los casos, si no todos, se balancea indistintamente en la cuerda que une la productividad y la parálisis. Estoy convencido de que mis trabajos son decentes (algunos francamente buenos), que en ellos los errores son producto de la ignorancia pero nunca jamás de la desatención, y que disfruto prepararlos, estudiarlos, investigarlos hasta un poco más allá del límite de lo necesario. No obstante, también reconozco que me cuesta empezarlos, que casi nunca me siento lo suficientemente preparado para sortear la ignorancia, y que aquello que podría tomarme un par de horas por lo general me toma días o a veces semanas.
Camino por la cuerda sin llegar a ninguno de los dos extremos. Me aterra caerme a pesar de que no sé qué me espera al alcanzar el suelo.
Curran y Hill señalaron en un artículo de opinión que la buena salud de la que goza el perfeccionismo a escala social se explica en gran medida porque la sociedad se ha convertido en una tierra ultra darwiniana. “Durante los últimos 50 años, el interés comunitario y la responsabilidad cívica se han erosionado progresivamente, siendo reemplazados por un enfoque en el interés propio y la competencia en un mercado supuestamente libre y abierto". Como sabemos, nada más sano para los procesos personales que una buena dosis de competencia, celos, envidia y egoísmo.
La distinción de Hewitt y Flett es apenas una entre varias: también está la de Randy Frost y sus colegas, que pone el ojo sobre seis dimensiones; o la de Robert Hill y compañía, que evalúa siete facetas del comportamiento perfeccionista. Aunque seguramente los números también han aumentado en cada uno de esos ítems con el paso de los años. Lo cierto es que siguen sin decir nada por sí solos. Parece ser que lo más importante respecto al perfeccionismo en realidad es identificar si se trata de uno “adaptativo” o “maladaptativo”.
Hay un artículo sobre el tema en The Atlantic que presenta la distinción de manera simple: “En el perfeccionismo adaptativo, quien no consigue el oro es capaz de olvidar el revés y seguir adelante. En el perfeccionismo maladaptativo, en cambio, las personas llevan un archivo con todos sus fracasos”.
¿Cuál es el propósito de tal archivo? Revisitarlo constantemente como recordatorio de que la vergüenza de la plata y el bronce no puede volver a suceder. El asunto con este último perfeccionismo es que el fracaso lleva al pobre fracasado a subir la vara con la que se mide a sí mismo, lo cual incrementa la posibilidad de fracasar nuevamente. Al final la sensación que queda del ejercicio es la de jugarse la vida en cada objetivo: caminar la cuerda floja sobre una caída mortal.
Elizabeth Linares, psicóloga clínica y docente de Unisanitas, señala que esos parámetros que establecemos se convierten con el tiempo en parte de nuestros esquemas de pensamiento, es decir, de nuestra forma de ver, aprender, entender y relacionarnos con el mundo. Es a partir de allí que el perfeccionismo agarra tímidamente la mano de la autocrítica, entendida como “un ejercicio de valoración cognitivo entre lo que debería tener y lo que no tengo”. En últimas, insiste la doctora Linares, el perfeccionismo es una orientación al buen resultado y por ello no es malo per se, por lo menos hasta el instante en el que se vuelve insalvable la brecha entre el debería tener y el no tengo.
En un artículo publicado en Europe's Journal of Psychology se lee que el perfeccionismo adaptativo va de la mano con prácticas de organización, planeación y búsqueda de excelencia, y, por ende, con sensaciones de plenitud, felicidad y satisfacción personal; mientras que el maladaptativo lo hace con ejercicios de rumiación, necesidad de aprobación y obsesión sobre los errores, y, por tanto, es responsable de mayor estrés, agotamiento o burnout, procrastinación y poca autocompasión.
La pregunta es cómo debemos dar los pasos sobre la cuerda floja para llegar al lado de la productividad y el bienestar, en donde parece que brilla el sol y cantan algunas aves; porque, sin duda alguna, parece ser mucho más sencillo hacer el trayecto contrario hacia la rumiación, el agotamiento y la parálisis, ese paisaje tenebroso y espeluznante.
Doy fe de ello: luego de escribir el párrafo anterior me lavé las manos, preparé un café, me lo tomé, lavé el pocillo, di una vuelta de diez minutos por el barrio con la excusa de ordenar mis ideas, me lavé otra vez las manos, miré al cielo con detenimiento para asegurarme de que a la Nasa no se le pasó por error un meteorito capaz de acabar con la vida como la conocemos y solo entonces escribí estas líneas maravillosas, que me tomaron una hora de mi tiempo, y que tal vez reescriba tres o cuatro veces en un rato.
La clave parece ser encontrar el ritmo en el que logramos “fluir” con la tarea. Según el artículo del European Journal, “la experiencia de flujo se puede definir como la absorción en una actividad o tarea en cuestión. El estado de flujo se alcanza al conectar con una tarea desafiante y aun así lidiar con situaciones complejas”. La presencia o ausencia del flujo separa uno y otro tipo de perfeccionismo. Se trata de un ritmo de trabajo en el cual conectamos con la tarea mediante una concentración lo suficientemente suave como para no sentir el rigor del esfuerzo pero tampoco la necesidad del escape.
El flujo es cierto reconocimiento de que todo trabajo es un proceso que tiene etapas sucesivas, en donde cada pequeño avance es un paso rumbo al objetivo y, en consecuencia, cada paso es susceptible de mejora.
En esa medida, los expertos recomiendan tomar distancia de los propios pensamientos negativos, ver el recorrido completo, tomar perspectiva de lo realizado y avanzar mediante logros pequeños. No pensar en el resultado sino en el proceso: recordar que por lo general hacemos las cosas porque disfrutamos hacerlas y que probablemente seguiremos haciéndolas sin importar cuál sea el resultado.
Dice la doctora Linares: “Los seres humanos no somos estáticos. Somos fluidos, dinámicos y en movimiento. Podemos fluir en distintos momentos de la vida con un tipo de perfeccionismo y luego con otro; o en distintos logros podemos tener simultáneamente rasgos de adaptativo y otros de maladaptativo. Y por dicha fluidez es que podemos pasar de una categoría a otra”.
El 22 de febrero de 1956, Sylvia Plath escribió en su diario: “Odio entregar trabajos que no son perfectos. Eso no es suficiente. Pero cuando es bueno, es lo más satisfactorio del mundo”.
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