
¿Qué buscamos cuando buscamos prácticas espirituales?
¿Qué hay en las prácticas como el mindfulness, el yoga, o los retiros que llama a tantas personas? Quizá calma o alivio de las presiones del mundo; quizá partes perdidas de nosotros mismos; tal vez la posibilidad de hacer las paces con la incomodidad y el dolor. En este texto, la autora indaga por respuestas desde su perspectiva como participante y facilitadora en estos espacios de bienestar.
Al yoga no llegué para encontrar la iluminación o el samadhi. Al yoga llegué después de una tusa que me postró en la cama por dos semanas. Era 2016, cuando después de recomponerme un poco de ese dolor horrible del corazón, me encontré con un estudio cerca a mi casa que decía que el yoga era para todos y prometía diferentes beneficios físicos, mentales y espirituales. La primera clase que tomé fue suficiente para engancharme, pagar paquetes de meses ilimitados y luego, formarme como profesora después de un año de practicar todos los días y darme cuenta en primera persona de todos esos beneficios.

No sé si era la respiración, el hecho de poner una intención antes de cada clase, las posturas, la meditación o esa filosofía de la que hablaban los profesores basada en el amor y el respeto, pero algo hacía que el ruido mental mermara y todo se sintiera mejor. Era un ritual de conexión interior que se convirtió en cotidianidad y me emocionaba la idea de compartirlo con más personas a través de clases, talleres y retiros.
Por eso, decidí ahondar y estudiar otros estilos de yoga e indagar sobre el mundo energético y espiritual a lo largo de los últimos años, mientras trabajaba como periodista a tiempo completo. Luego, en 2023, tomé la decisión de renunciar a mi trabajo de ese momento, con la ilusión de encontrar nuevamente mi lugar en el periodismo y dedicarme a la par a aquello que tantas veces me había conectado con mis respuestas y que era refugio y puente a la calma, aún cuando el mundo parecía desmoronarse con fuerza.
Atender el llamado a lo sagrado
El 2024 fue un punto crucial en mi camino como profesora, ya que cumplí el sueño de diseñar y ofrecer retiros de bienestar. Esta idea nació de mi experiencia de asistir a varios de estos espacios y darme cuenta de su enorme potencial terapéutico.
De acuerdo con Constanza González, psicóloga directora del programa comunitario de Fundación Keralty y practicante de meditación hace 30 años, “los retiros son un ejercicio casi que de limpieza del alma, del corazón, de la mente, de todo el ser. Son fundamentales y nos permiten detenernos y salirnos un poco de la cotidianidad y de las exigencias de nuestras propias vidas para poder tomar perspectiva y mirar las cosas desde otro lugar”.
Inspirados en el concepto de salud multidimensional desarrollado por Joshua Rosenthal, fundador del Institute for Integrative Nutrition del cual me gradué en marzo de 2023, estos retiros que empecé a ofrecer los diseñé para nutrir el cuerpo, la mente, las emociones y el espíritu. Uno de ellos ocurrió en Bahía Málaga, en el corazón del Pacífico colombiano, en septiembre de este año. Junto a una amiga y profesora de yoga, Alejandra Domínguez, organizamos una experiencia para veinte participantes, en la que nos alimentamos con comida local, practicamos yoga y creamos ceremonias de conexión interior. También, visitamos un centro comunitario de reciclaje y nos recargamos con la energía del mar.
Recuerdo especialmente una práctica al amanecer en la orilla del mar. Luego de meditar, cada uno sacó una carta de un oráculo de la escritora, poeta y ritualista Rebecca Campbell. Luego practicamos yoga en pareja y en grupo y en la fase final de relajación, la mayoría de participantes lloró, al tiempo que el cielo también lo hizo, como ocurre con regularidad en el Pacífico. A medida que llovía, a los participantes les salían más y más lágrimas.
María Helena, psicoterapeuta cartagenera y asistente al retiro, me compartió que ese momento había sido de los más trascendentales de su vida y una experiencia realmente espiritual. Yo también lo sentí así. Era como si un portal se hubiera abierto, siguiendo la frase de Hermes Trismegisto: "Como es arriba, es abajo. Como es adentro, es afuera".

Y aunque nunca sabré con exactitud lo que pasó en el interior de cada persona ese día, hubo una pregunta que me pareció importante hacerle a Constanza de cara a este texto que intenta indagar en el propósito de estos espacios: ¿Tenemos, como seres humanos, la necesidad de conectar con rituales que apoyen nuestro bienestar?
“Los seres humanos somos seres rituales por naturaleza: necesitamos de ellos para marcar transiciones, conectarnos más con nuestros objetivos y nuestros momentos vitales. Los rituales van marcando momentos y nos ayudan a generar foco en lo que queremos construir o transformar”, me respondió, siendo a la vez enfática en que todos los especialistas en salud mental deberían recomendar estos espacios a sus pacientes y también asistir a ellos.
Con esta idea, Constanza corroboró un poco lo que he visto en estos espacios, tanto como participante, como facilitadora: una sed enorme por encontrarnos con nuestro interior y con un sentido más profundo de la vida. También, un deseo enorme por cambiar cómo nos vemos a nosotros mismos, al mundo y cómo vivimos nuestra vida en él. La ciencia también respalda esta idea. Existe amplia evidencia sobre cómo las prácticas espirituales impactan el cerebro, las emociones y nuestro bienestar general. Uno de los estudios más rigurosos al respecto fue publicado en Cerebral Cortex y fue dirigido por la psicóloga Lisa Miller y sus colegas de la Universidad de Yale: este deja ver que la espiritualidad no es algo etéreo o que ocurre en la imaginación de quien la practica.
A través de imágenes tomadas al cerebro, la investigación mostró que la meditación y la oración disminuyen la actividad del lóbulo parietal inferior izquierdo, relacionado con el estrés. Además, el engrosamiento del córtex prefrontal, producto de prácticas espirituales regulares, evidencia el estudio, fortalece la regulación emocional y promueve una mejor salud mental.
Quizá ese día los participantes lograron experimentar esa sensación de regulación de la que habla el estudio de Miller o de pronto experimentaron a lo que el término coloquial del yoga high utilizado en espacios de este tipo se refiere: esa sensación de calma, claridad mental o vitalidad que llega después de una práctica espiritual profunda, parecida a estar flotando y donde no pesa ningún problema o donde llegan a la mente todas las soluciones al mismo.

Navegar la incomodidad
Recuerdo un retiro en mi primera formación de profesores en el que me di cuenta que toda mi vida me había validado a mí misma a través de hacer mucho por los demás y cómo descubrir eso, me quebró. Recuerdo que en el mismo espacio, una amiga lloró toda la semana y al final me contó un abuso del que fue testigo cuando era niña.
Me acuerdo también de Camila*, una chica holandesa de unos 30 años que conocí cuando fui voluntaria en un retiro en Portugal y que se sentía quemada laboralmente. Todos los retos físicos de las sesiones de yoga intensas, los asociaba a esa exigencias horribles que vivió los últimos dos años en su trabajo y su reacción era apartarse y llorar. También pienso en Mariana*, a quien conocí en un retiro que lancé el año pasado en Prado, Tolima. El vértigo y el vómito fueron las maneras en las que su cuerpo reaccionó a una meditación de liberación emocional que hicimos: estaba atravesando un divorcio y la incomodidad era intensísima para ella.
Según el escritor, editor y astrólogo apasionado por las ciencias ocultas, Álvaro Robledo, desde tiempos antiguos los seres humanos hemos buscado una panacea o un alivio definitivo al malestar humano en las prácticas espirituales, pero la espiritualidad, dice, muchas veces es incómoda.
“Esto tiene que ver con la búsqueda de un centro, con la capacidad de comprender el entorno y quiénes somos desde otro lugar, pero uno de los grandes errores de esa corriente de la Nueva Era, que viene desde los años sesenta y setenta del siglo pasado, es tratar de edulcorar o pintar de colores pastel unas experiencias que realmente son muy profundas y pueden ser indudablemente muy transformadoras y también muy duras e incómodas”, señala Robledo.

Esto me recordó, como participante de estos espacios, lo incómodo que ha sido —y sigue siendo— sentarme frente a frente con mi ansiedad, mi tristeza o mi rabia. Sé que no soy la única facilitadora de este tipo de encuentros que se enfrenta con esto y que le cuesta hacerlo: las historias de amigas que también son profesoras como Estefy, Gigi y Ale, me dejan ver lo mismo.
Como cada una de ellas y de las personas a las que aludo acá, he querido huir, una y mil veces del peso de mis emociones, pero sigo aprendiendo, con ellas como espejo, que estos procesos no se tratan de evitar el dolor, sino de transitarlo, verlo a los ojos y transformarlo. Y lo más importante también: he aprendido el valor que tiene un abrazo o una palabra al corazón, entre quienes buscamos ir adentro, en ese proceso doloroso, pero profundamente bello, de cambiar de piel

Aceptarnos humanos e imperfectos
Me acuerdo una vez que ese exnovio por el que lloré tanto en 2016, llegó a una de mis clases sin esperarlo en lo absoluto. Era jueves y una profesora, de quien soy amiga, me pidió reemplazarla en una clase en la mañana, en un estudio en el que ambas trabajamos. Le dije que sí.
Llegué, recibí a los alumnos y empecé a dictarla. Había unas ocho personas acomodadas y empezamos a meditar. A los 10 o 15 minutos de empezar, él entró por la puerta. Me miró y abrió mucho los ojos. Yo no sé qué hice. Ni sé qué le dije, ni cómo se lo dije. Solo sé que le di la bienvenida y continué dictando la clase.
A pesar de que ya había experimentado los beneficios de la respiración profunda —que han sido documentados en revistas como Frontiers in Psychology y que muestran cómo respirar controladamente, puede influir en el sistema nervioso autónomo, reducir la ansiedad y regular las emociones— lo cierto es que se me revolvió todo por dentro.
Ese día entendí que aunque ese capítulo ya estaba muy cerrado, siempre habrá situaciones de la vida que desatan nuestra ansiedad, nuestros nervios o emociones difíciles de transitar. Por más retiros, peregrinaciones o prácticas espirituales que hagamos, no estamos exentos de nada de esto. Más bien es ahí, en el caos, donde la espiritualidad tiene más sentido: porque en un retiro en el Himalaya, lejos de toda la humanidad y de toda interacción con otros, nada o poco nos va a perturbar.
“Esto es un camino de vida. No se trata solamente de conectar con un taller, un retiro o un espacio puntual, sino que el compromiso está en poder hacer que sea un entrenamiento. De eso se trata la meditación, el silencio o el yoga: son prácticas y en la medida que nos familiarizamos con ellas, vamos viendo los resultados y cómo se transforma la vida, la forma en la que leemos la realidad y la forma en la que nos relacionamos con las cosas que pasan”, afirma González.
Me gusta la palabra “práctica” porque como verbo invita al dinamismo, al movimiento y a la acción: con nosotros mismos y con los demás. Por dentro y por fuera del tapete o de la iglesia o de cualquier lugar en el que practiquemos nuestra espiritualidad. Creo que sin esto, la espiritualidad se convierte solo en una fachada o en una forma de inflar más el ego. Y aunque la práctica y el error se conviertan en un círculo eterno, porque creo que de eso se trata ser humanos, supongo que vale la pena intentarlo.
Y creo que de eso se trata: de aceptar que aunque queramos conectar con lo sagrado, lo divino o lo más elevado, somos humanos, imperfectos y aprendices. Siempre habrá días de mierda, de incoherencia, de pesadez. También siempre habrá días lindos, en los que sentimos que encarnamos las enseñanzas espirituales de las que bebemos. El punto, quizá, es que más allá de lo que vivamos afuera y adentro, podamos construir, deconstruir o reconstruir unas prácticas espirituales que nos inspiren, nos sostengan y nos eleven. Sobre todo, en los días grises porque ahí es dónde todo lo que hemos aprendido se pone a prueba.
*Los nombres de algunas personas de esta historia fueron cambiados para proteger su identidad.


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