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Viajar sola

Habitar otras lenguas: un ensayo de viaje por Bosnia y Herzegovina

Ilustración

¿Qué pasa cuando viajamos solas y somos por unos días una verdadera extranjera? ¿Qué conocemos además de otro país y otras personas? ¿Qué le sucede a nuestra lengua materna cuando queda aislada adentro nuestro? De viaje por Bosnia y Herzegovina, la autora nos cuenta.

Todo empieza y parece terminar con un sueño. Un sueño de una lengua semejante a la mía, pero distinta en disposición y temperamento. ¿Qué significa que tú y yo hablemos la misma lengua? Y, ¿qué sentido puede tener soñar en una lengua distinta a la propia? Esta es la forma que toma esta historia, la forma de una pregunta hecha en una lengua.

Es de noche y estoy sentada en una mesa de plástico, en el antejardín de una casa de dos plantas en Mostar, un pueblo al sur de Bosnia y Herzegovina. Tengo la sensación de que está comenzando el final de mi viaje. Frente a mí, en el sentido norte de la mesa, está David, uno de los anfitriones de la casa. Tendrá unos veintidós años, es pianista y habla con añoranza de un hombre al que no conoció:  el mariscal Tito, expresidente y dictador de Yugoslavia. 
Quizá la añoranza de David esconde otra, la de un país que no conoce, el anhelo de una tierra prometida de la que ha oído hablar a los mayores y que ha imaginado desde su infancia, pues el país en el que nació ya era otro. La periodista Maja Petrusevska escribe en un artículo para la BBC: «La Yugoslavia de mi infancia estuvo marcada por el nombre propio de su arquitecto: Josip Broz Tito» y Mila Turajlic al hablar de su documental El camarógrafo de Tito dice: «Tito era un cineasta que dirigió Yugoslavia como una buena película». Un tiempo anterior resuena en la invocación de esta figura fantasmal.

La República Federativa Socialista de Yugoslavia estaba conformada por seis países de los Balcanes que a comienzos del siglo XX declararon su independencia del imperio austrohúngaro. Yugoslavia fue la materialización de un sueño: la unificación eslava ante el colonialismo que había tomado el sureste de Europa desde el siglo XIV. Después de la Segunda Guerra Mundial se declararon un estado socialista, entonces el sueño se transformó en la materialización de una política independiente que se distanciaba de las maneras de la Unión Soviética. Con la muerte de Tito en los ochenta comenzó el final del sueño, la disolución.

En 1992 la separación llevaría a Bosnia y Herzegovina a enfrentar una guerra civil y religiosa de tres años a manos de sus antiguos aliados, los serbios, lo que dejaría heridas abiertas y montañas convertidas en cementerios. Yo sabía muy poco de su historia antes de visitarla por primera vez en el 2022. Llegué a ella por dos razones. Quería viajar en tren hasta Grecia a modo de despedida del año que terminaba como estudiante en Barcelona. Pero llegar a Grecia en un mes era, además de extenuante, caro y difícil, ya que las líneas de tren se reducían al cruzar Croacia. Así que decidí quedarme ahí, en ese antes de Grecia. Entonces recordé dos películas que habían marcado mi interés por Yugoslavia: Once brothers de Michael Tolajan y Twice born de Sergio Castellito. Decidí que el escenario de ambas películas, Sarajevo, capital de Bosnia y Herzegovina, sería el destino final.

A Sarajevo llegué a medianoche, en un bus que viajaba desde la frontera con Croacia. Antes de llegar, tuve que pasar doce horas en Slavonski Brod, la ciudad fronteriza, por lo que tuve doce horas para deambular entre los parques y las iglesias. Al final de la tarde me senté en el río Sava que separa un país del otro para imaginar lo que había del otro lado.

Y lo que había del otro lado era un país y una ciudad que me recibía en la oscuridad de la medianoche, perdida en un laberinto de callejones estrechos buscando la puerta del hostal. Lo que había del otro lado era una ciudad que a la madrugada cantó el llamado a la oración mientras aterrada me arrepentía de haberla elegido.

David se pregunta: qué hubiera hecho Tito en la pandemia. O más bien: What would have done Tito during the pandemic? Su lengua materna es de raíz eslava. En su boca está ese tiempo pasado y esa tierra prometida, pero también una historia mucho más primaria y anterior. Su dialecto probablemente sea el bosnio, pero sabe que debe hablar en inglés para comunicarse con nosotros, sus huéspedes. 

Entre los habitantes del país es usual encontrar bilingües y políglotas que entienden lo que dices en español, debido a la variedad propia de su cultura. Entre el mar Adriático, el Jónico y el Egeo, los Balcanes son la puerta a Oriente y por eso en sus ciudades y pueblos convive la ortodoxia católica con el islam y el catolicismo romano. En ellos está el rastro del esplendor de los imperios austrohúngaro y otomano, y la mezcla extraña y sonora de las lenguas eslavas y romances.  

Son, además, una región atravesada por una larga cadena montañosa y de ahí viene su nombre: Balka, palabra de origen turco que significa montaña. Las montañas y los ríos destacan en el paisaje como la variedad de lenguas y religiones. En Mostar, mientras David habla, estamos rodeados por ellas y cerca al hostal corre frío y azul el río Neretva. 

A la izquierda de David, está Ufuk. Un hombre de unos cuarenta años, de cabello raso y grandes ojos azules. Sus ojos oceánicos son el preámbulo de una voz medida y tengo la impresión al mirarlo de que entrecierra los ojos con frecuencia, como para que su grandeza pase desapercibida. Detrás de esa voz que habla en inglés hay otra lengua, una primera, que no llego a escuchar. Ufuk es turco, me dice que es de Anatolia y que su nombre significa horizonte. Su nombre lleva el signo de la visión. A la derecha de David está Jess y alimenta a un gato recién nacido que se ha caído de las escaleras que separan la casa de David del hostal. Jess es africano, pero se ha pasado la vida en Asia, dice haber visto la opulencia más descarada y también la pobreza atroz a lo largo de su vida. Tal vez como David, Ufuk y Jess también guardan en su lengua la forma de una tierra prometida. Entre las manos de Jess, el pequeño recién nacido reacciona al probar la leche. 

Luego está Richard, un neozelandés con fuertes rasgos japoneses, un hombre muy guapo que comparte conmigo las fotografías de sus padres para que yo pueda ver la extraña mezcla que es su figura. Todos hablamos inglés para comprendernos en la mesa, pero esa es solo una parte. También nos comunicamos con las miradas y los gestos, con las sonrisas cómplices ante las palabras o preguntas que no salen bien, con la cerveza que nos pasamos de mano en mano y el rakia, un destilado tradicional en Bosnia.

Detrás de ese puente pulido o maltrecho que hemos lanzado, hay una arquitectura oculta, una genealogía que habla por cada uno ante la diferencia de nuestras caras, un secreto que se encuentra a otro y enmudece, porque ¿qué podría decir?

Pienso que este viaje me abrió los oídos y me dijo: «ten, te dono la escucha» para entrar en una noche oscura sin imágenes. Era una noche dichosa, en secreto, nadie me veía, ni yo miraba cosa… Encantada por las voces extrañas y los fantasmas invocados me preguntaba por esa puerta entreabierta que me pone aquí y a ti allá, separados por una tentativa pocas veces cerrada, nunca demasiado abierta. Como un anhelo palpitante parecido a la distancia del amor, anhelo de cercanía y de entendimiento, temor a la extrañeza total. Puerta entreabierta, aunque tengamos la misma lengua, puerta evidentemente entreabierta cuando nuestra lengua es otra y el encuentro evidencia que tenemos otra cara y otra vida. 

Al atardecer caminaba por calles de arquitectura otomana, rodeada por las mezquitas antiguas y pisando caminos empedrados. Con el calor de cuarenta grados centígrados bajaba al río Neretva, en el que unos pequeños patos jugaban a mojarse y seguir el rumbo de la corriente. Cuando se acercaba la noche, me quedaba a ver cómo se iluminaban las luces amarillas en las casas más lejanas y se recortaban las siluetas de las montañas áridas acompañadas por la altura de las delgadas torres otomanas.


Al recorrer de nuevo aquel lugar con mi imaginación, me detengo en una fuente antigua oculta en uno de los callejones estrechos. De esa fuente bebí agua en uno de los recorridos y su imagen me trae de nuevo el encuentro entre lenguas e historias no dichas detrás de una comunicación a medias. Secretos hechos del movimiento del agua, en el que el sonido de la fuente aquí y el fluir del río Neretva allá fuera semejante al rumor entre dos lenguas que no terminan de encontrarse.

Al viajar a Marruecos y escuchar la letanía que entonan los ciegos en el mercado, Elias Canetti sueña con un hombre al que se le han olvidado las lenguas de la tierra «hasta que en ningún país pueda entenderse ya lo que la gente dice». En medio de su viaje se maravilla con la confusión de la lengua y a su visión la atraviesan los juegos de los niños, las palabras de las mujeres malades dans sa tête y la presencia de los animales. Su sueño podría trasladarse a lo que sucede con las palabras en los mundos de la diferencia. 

En esa fuente, figuración de la lengua y el secreto, como en las fuentes sagradas de las mezquitas en las que el agua fluye para limpiar el cuerpo antes de entrar en la oración, aparecen quienes mejor conocen la realidad de la lengua: los niños. Así que cuando pienso en lo inalcanzable de ese secreto, recuerdo que su materia está entre nosotros, que en la infancia jugamos a mezclar sentidos y sonidos.

Los niños que no le temen a la fuente y que se burlan de los fieles al poner su cabeza en el agua y tocar la piedra y besarla sin pudor. Por eso, si perdemos los significados, si perdemos la traducción y el encuentro, nos quedan los sonidos, que son la infancia de nuestra lengua.

Para llegar a ese lugar y a esa noche que marca el final de mi viaje en aquel pueblo de puentes, que aún son fronteras entre la cara musulmana y la croata de este país, pasé días en tren llevando mi lengua conmigo, no podía ser de otra manera. Leía y pensaba en español, y la lengua era como un fantasma que me acompañaba a donde iba, a veces invocada por la presencia de quienes cargaban un fantasma parecido. Uno de los propósitos del viaje era recolectar sonidos con mi grabadora, voces extrañas, voces animales y vegetales, y aunque no entendía plenamente el sentido de esta recolección, lo hacía como yendo a ciegas en busca de algo. 

Quería que los sonidos me aliviaran del peso de las palabras, y pensaba que lo harían porque no me decían realmente nada, solo lo que ya eran. En esa búsqueda me encontré con el graznido gutural de los cuervos, con el sonido abarcador de instrumentos de viento antiguos y voces en latín, con mujeres mayores que dobladas en sus rodillas decían Corán y me señalaban los libros sagrados. Recuerdo con especial impresión el llamado a la oración y las veces que en las que quise detenerme también y arrodillarme ante ese llamado a la consciencia del tiempo. 

Cuándo comienza un viaje, no sé bien. Este quizá comenzó en Colombia, con el sueño de una lengua distinta a la mía. O en Barcelona, cuando fue evidente que me había cansado de las palabras después de haber donado las pocas que tenía al lenguaje de la academia. Ante esa carencia, ganaba volumen el peso de una lengua madre ausente en un país extraño y distante. Lo cierto es que terminé volviendo a la lengua gracias al oído. Los sonidos me devolvieron las palabras, con ellos recuperaron su sentido de realidad. 

Después del viaje, sentía que mi boca se convertía en una tierra fértil y que las palabras tenían un sabor especial cuando hablaba español, aunque había algunas que se iban colando, que sabían a aceite de oliva y tenían la sensación de ser jugosas. Entonces empecé a preferir el sonido de adeu a chao, de una mica a un poquito y de mare de deu a dios mío. Mi lengua se hizo rica y extraña con las pequeñas incorporaciones, jugaba con palabras sencillas como yegua y yerba, que sonaban como un camino que se inclina en la mitad, una lengua que se dobla hacia adentro para luego volver a ser plana. Sin saberlo, estaba buscando como recuperar el sabor de mi lengua.

Durante el viaje el inglés me atravesó por necesidad, pero lo que realmente me devolvió el sonido de las cosas fue el extrañamiento ante las lenguas desconocidas. Escuchar es una actividad ominosa, porque nos acerca a los puntos ciegos que conforman nuestra visión, y al admitir nuestra ceguera no podemos más que admitir el desamparo. Al escuchar no se puede ser más que alguien que abre la mano para recibir un sonido. Escuchar es también una ofrenda que viene al desmoronarse, arrodillarse y obedecer la voz; al convertirse en el animal que escucha a otro animal. Y en medio de esa noche oscura maravillarse con la renuncia, volver a los

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