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Paz para mear

Paz para mear

Ilustración

¿Qué lugar ocupan las trans en la causa feminista? Esta columna explora terrenos complejos en los cuales la identidad de género abre preguntas y desemboca en desafortunadas disociaciones y violencia.

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ace un par de semanas aparecieron unos grafitis en las puertas de los baños de la cafetería central del campus de la Universidad del Valle. “Los trans femeninos no son mujeres, respeten los espacios exclusivos. Sí a la abolición. No al género”. Permiso, pero me voy a ir de frente contra las TERF, que es la abreviatura de Feministas Trans Excluyentes, por sus siglas en inglés.

Ni más faltaba: claro que podemos sacar a la gente que no nos gusta de los espacios exclusivos para mujeres, pero no entiendo para qué excluir a las mujeres trans de los baños de la universidad, o sinceramente de cualquier otro espacio en donde haya mujeres o mujeres feministas. No entiendo el miedo.

“Las personas trans no queremos seguir pensando qué nos tomamos y qué nos comemos cada vez que estamos en un lugar donde no hay un baño libre de violencias hacia nosotrxs. Imagínese usted la ansiedad y el estrés que genera no poder hacer uso de un baño, no por lo lleno sino por el miedo a ser juzgado”, dijo la Red Comunitaria Trans a raíz del caso.

Entiendo que el argumento TERF va un poco así: hay una realidad biológica. Un útero, una vulva y un mandato social para que las mujeres reproduzcan a la gente, y esa sería la primera razón por la cual los hombres quieren controlar el cuerpo de las mujeres. Si no tienen esa capacidad –la de parir, la vulva, etc.– no son mujeres porque no entenderían de qué se trata la opresión hacia lo femenino y en vez de eso, como mujer trans, estarían usurpando de alguna forma el lugar exclusivo de una mujer. Por decirlo distinto: le estarían meando el bizcocho.

¿Y qué pasa si una mujer trans se siente como una mujer, se sabe en su mente, corazón y cuerpo como una mujer, a pesar de su genitalidad? “La identidad de género sería el sentimiento personal e interno de alguien de ser hombre o mujer”, o “el sentimiento privado y la experiencia subjetiva de alguien acerca de su propio género (…) Pero si tomamos la identidad de género auto-declarada de un individuo como la única condición necesaria y suficiente para pertenecer a un género, el resultado es que la palabra “mujer” se queda reducida a un estado mental subjetivo, a un sentimiento en la cabeza de una persona. Por tanto rechazamos la identidad de género al tratarse de una definición impuesta sobre lo que es ser mujer según la visión del hombre, reduciéndonos a una subjetividad individual y diluyendo así a la mujer como clase sexual y política”, dice Reilly Cooper en su libro Sexo-Género. En resumen, de acuerdo con eso, tu sentir no basta. Cualquiera que se sienta mujer y viva como mujer pero no haya nacido con un cuerpo físico con tetas, vulva, útero y otras características femeninas no puede llamarse mujer. Y no, no copio. 

Según esa lógica, las mujeres trans no cabrían ni en el baño, ni en las notarías porque no sabemos si marcar F o M. Se supone que todas queremos abolir todo eso, ¿no? Las etiquetas que nos marcan destinos que no elegimos.

Tal vez me equivoque, pero veo exactamente la misma actitud del político caldense Jorge Alberto Betancur y los católicos manizaleños que quieren sacar de la secretaría de la Mujer y Equidad a Matilde González Gil porque es una mujer trans. ¿Su argumento? Que no es una mujer, que es otra cosa, y que los hombres no deberían guiar la vida de las mujeres y que supuestamente no es idónea para el cargo –aunque el mismo Betancur, un man, esté intentando guiar nuestras vidas al tratar de sacar a una mujer en la que sí confiamos del cargo–. Puede que a Matilde la hayan violentado como se violenta a una mujer, que la acosen en la calle y en el camello como a una mujer, que la precaricen como a una mujer, y no solo eso: que se diga y sienta una. ¿No es una mujer? En lo personal, Matilde me representa más que Marta Lucía Ramírez, y eso que Martuchis tiene vagina.

Como dice la filósofa Natalie Wynn en su canal de YouTube Counterpoint, “cuando un hombre nos niega el trabajo, la salud, cuando nos viola o nos chifla en la calle, no les importa que no tengamos útero o vagina. Solo les importa que somos mujeres”. Es muy triste esto, pero en cierta medida, una manera de encontrarnos como mujeres (trans, no trans, mujeres, mujeres cisgénero, como quieran que sea) es a través de nuestro lugar como víctimas de la mirada masculina, que nos ve como ciudadanas de segunda categoría y que tiene todo un aparato montado para que permanezcamos así.

Que las mujeres trans elijan ser mujeres no las exime de las violencias que vive una mujer asignada como tal al nacer. Vístase como se vista, actúe como actúe. No es tan cierto que “ser mujer” está solo en sus cabezas: la sociedad las desecha y las arrastra igual que al resto de nosotras. ¿Eso no merece un poco de compasión?

Volviendo a los baños y los espacios exclusivos, Julia Beck, una feminista lesbiana de Baltimore que fue sacada del movimiento LGBTI de esa ciudad por hablar sobre el caso de una persona trans que violó mujeres en una prisión dijo a Fox News: “Las mujeres y las niñas compartimos una realidad biológica. Pero si cada persona masculina puede identificarse como mujer, o legalmente hacerlo, hombres predadores lo harán y pondrán a niñas y mujeres en peligro”. Julia se refería a que puede haber hombres que se hagan “pasar por mujeres” y que usen los logros de un sistema judicial para violentar a las mujeres. Pero amiga, no estás en contra de las personas trans, sino en contra de los hombres que depredan mujeres, de los violadores.

Ahora, no quiero jugar a lo mismo. No quiero excluir a las TERF de mis espacios. El gran arma del patriarcado ha sido dividirnos, ponernos a competir y a desconfiar entre nosotras. De hecho, el término TERF no es uno con el que se identifiquen las mujeres que no quieren a seres trans en sus espacios exclusivos. No es una palabra apropiada por ellas como “puta” o “perra” o “gorda”. Es un insulto a secas, y contra ellas hay un llamado a la violencia que tampoco es aceptable. No puede ser que sean las nuevas brujas, solo que esta vez, cazadas por otras mujeres.

Pero si me lo preguntan a mí, excluir a las mujeres trans de los baños o de cualquier otro espacio no tiene nada de radical, esa es la historia de siempre. No es solo un discurso, es una política de odio más tanto como la que sufren las feministas radicales por cuestionar el género.

La escritora Julia Serrano lo pone así en su libro Excluded: “Si bien muchos movimientos feministas y queer están diseñados para desafiar el sexismo, a menudo controlan simultáneamente el género y la sexualidad, a veces tan ferozmente como lo hace la corriente heterosexual. En cada caso, la exclusión se basa en la premisa de que ciertas formas de ser de género o sexual son más legítimas, naturales o justas que otras”.

¿Qué necesito entonces para entrar al baño de mujeres? ¿Mostrar mi vulva a la entrada y entregar un examen genético sellado que certifique que mis genes son XX y no XY? Nada distinto a un club, solo que aún más retorcido.

No me interesa pertenecer a un grupo de mujeres que clandestina o abiertamente discrimina a las mujeres que no son portadoras de una flamante vulva. Si mucho, las feministas, todas, aprendemos todos los días de las mujeres con pene. (Porque hay mujeres con pene, supérenlo). Se pelean las calles a punta de sistemas de sonido gigantescos, redes de apoyo, sancochadas, como hace la Red Comunitaria Trans de Bogotá y Cali. En ciudades que las mujeres no podemos habitar sino apenas circular sin parar de caminar, la Red ha reclamado las calles de los barrios vainilla de señoras encopetadas a los que supuestamente no pueden entrar. Armaron una marcha alternativa que se divorció del Pride de todos los años (en donde las dejan de últimas y las excluyen), llevan la cuenta de las mujeres y hombres trans que mueren de manera violenta, son la alegría de un barrio. Se niegan a que alguien más cuente su historia.

La apuesta de este carro loco que es ser feminista es el amor y el cuidado, sino a qué jugamos. Recordemos las palabras –aquí mal parafraseadas– de la sabia abuela de la tribu, Rita Segato: que las mujeres del siglo XIX no se conviertan en los hombres que estamos intentando dejar atrás. Yo creo, sinceramente, que toda persona en este mundo merece un lugar tranquilo para mear en paz.

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