Retratos de la salud en tiempos de pandemia
En este arranque de 2021 el trabajo del personal médico se encuentra de nuevo bajo mucha presión. Este texto se adentra en la espiral emocional que estaban viviendo los trabajadores de la salud durante los primeros meses de la pandemia y nos deja ver el enorme desafío de mantener distancia en un trabajo que lo da todo por el bienestar del cuerpo.
ientras muchos atravesamos estas semanas flotando entre la ansiedad y el privilegio de estar encerrados en casa, otros se ven obligados a sortear la crisis desde lugares más incómodos y riesgosos, sin contar con la alternativa de aislarse preventivamente. Entre estos últimos, los trabajadores de la salud ocupan la primera línea de compromiso y riesgo. A veces, en medio de las condiciones más adversas y en ocasiones siendo objeto de discriminación, vuelven a comenzar día tras día.
Nuestra expectativa de que tengan respuestas y soluciones a veces pasa por alto su realidad de sentirse superados por esta situación y por el peso de la responsabilidad que tienen en medio de ella. Escuchar sus testimonios es ver de cerca y amplificado un panorama en el que reina la incertidumbre; es recorrer un mapa en el que contrastan la frustración, la tristeza y la necesidad de empatía y cuidado.
Médicos, personal de enfermería, camilleros, instrumentadores y paramédicos reconfiguran a diario esa constelación emocional en sus búsquedas personales de encontrar un sentido y horizonte para continuar con su labor. Y entre tanto van explorando por carambola otras posibilidades de lo que significa la distancia, el aislamiento y la cercanía.
Estos ocho testimonios son apenas una muestra de lo que están sintiendo y pensando los trabajadores de la salud en distintas partes del país. Son un intento por construir un fragmento de su constelación emocional al asistir a la rutina de sus días de pandemia. Mirar el rostro de las personas que componen los equipos de salud es una ocasión para reconocer que el miedo de estos días nos acompaña a todos y, tal vez, al hacerlo, habremos empezado a recorrer en nuestro mapa la línea que atraviesa la compasión.
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La pregunta ha dado vueltas de una u otra forma en la cabeza de Yesenia: ¿cómo mantener la distancia en un trabajo que es de contacto? La labor del personal de salud, especialmente el de enfermería, implica tacto, acercarse al otro y tratarlo mediante algún procedimiento que no puede hacerse en la distancia sino en la cercanía. Yesenia lleva tanto tiempo cuidando de otros, día a día, en turnos de seis o doce horas, que el cambio en las reglas de juego aún la agarra desprevenida cuando está con un paciente. Se sorprende al verse hablando o riendo al canalizar a alguien, como si tantas noticias alarmantes quedaran a un lado al menos durante ese par de minutos. Acaso porque su trabajo sigue siendo el mismo. “El miedo está, pero no me impide hacer mis funciones”, dice. “Se está viendo a los pacientes como un objeto de problema y no es así, ellos son humanos”. Reformular nuestras relaciones al poner metros de distancia es doloroso y es difícil. Y en el caso de los pacientes con el virus además corremos el riesgo de no ver en ellos sino una abstracción de lo que en realidad son: un cúmulo de sentimientos que se suman capa tras capa en medio de la soledad y el silencio. Una de las primeras pacientes con COVID-19 en el país fue una turista de 85 años que arribó a Cartagena en un crucero. En medio del caos ante una amenaza que hasta el momento solo pasaba en televisión, Yesenia compartió con ella en un par de ocasiones. Desde el otro lado de la habitación solo podía verse a una mujer frágil e incapaz de comunicarse con cualquiera. “Cuando yo entro, veo a un ser humano que podría ser mi abuela y la veo tan indefensa y con las visitas tan limitadas que es muy triste”, dice. Con el paso de los días Yesenia ha ido comprendiendo que la protección para enfrentar el virus puede ser todo menos una coraza emocional. Que el aislamiento no puede ser entre nosotros.
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Alexander trabaja como médico de una Unidad de Cuidados Intensivos y también es profesor universitario. La jornada se le va en acompañar pacientes cuyo estado de salud es crítico y cuyas familias esperan que para ellos todo mejore antes de que para todos todo empeore. Son pacientes que sufren por algo diferente al COVID-19. Alexander los revisa uno a uno y sabe que es cuestión de semanas, tal vez días, para que la situación en el hospital cambie. Él mismo va cambiando con cada hora que pasa, porque no puede dejar de masticar ideas: niega, acepta, se resigna ante lo que debe hacer y ante lo que es que capaz de hacer, que es mucho y a la vez muy poco. Mientras camina entre habitaciones una bandada de pensamientos y sensaciones lo abordan y lo acompañan hasta que el turno acaba y vuelve a casa. Alexander cree que un solo individuo no puede hacerlo todo, que el sacrificio es inútil. “La máxima de la medicina es Ante todo no hagas daño, y al primero que no debemos hacerle daño es a nosotros mismos”, dice. Es consciente de que su dilema es el mismo que está atravesando el corazón de todos: ¿qué puedo hacer contra algo tan grande? ¿Qué debo hacer desde lo que soy? Y luego entiende y se repite a sí mismo: “si puedes ayudar, hazlo, pero protege la vida de los demás protegiendo primero la tuya”. Cuando vuelve a su trabajo, recomienza la ronda y vuelve a visitar a los pacientes en cuidados intensivos.
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Paula llama a Omar, su pareja, cada que este sale de turno de urgencias para preguntarle si vio algún paciente con sospecha de COVID-19. Cuando dice que no, ambos respiran tranquilos. Cuando dice que sí, hacen planes y tantean posibilidades, cada uno en una esquina del teléfono con un peso que va bajando y asentándose en el cuerpo. En cualquier caso, más allá de la respuesta, ella alista la ropa limpia y la deja en el baño para que cuando él llegue pueda ir directo a ducharse antes de verla a ella y a la niña. Mientras eso, Paula la distrae, tiene dos años y por costumbre suele salir corriendo a saludarlo a él. Esta rutina diaria de la distancia comienza a ser una forma del amor que se expresa mediante el cuidado. Cuando anunciaron la cuarentena, Paula decidió pedir vacaciones en la clínica para disminuir el foco de contagio en casa. Ella también trabaja en urgencias, pero pediátricas, vuelve en una semana y entre tanto va reconociendo junto a él que esta rutina, esta extrañeza, tendrán que multiplicarla por dos. Porque por dos se multiplica su probabilidad de contagio. “Nosotros siempre vamos a estar en riesgo”, dice. El temor de ambos es que si alguno adquiere el virus, no habrá en donde esconderse salvo ese espacio que es de los tres. Hacen planes. Tantean posibilidades. Por ahora no pueden si no imaginar otras rutinas que al menos sean el descubrimiento de nuevas formas de cariño.
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Hace quince días Laura estaba trabajando en una Unidad de Cuidados Intensivos en Cartagena y vivía con su familia. Recibió una llamada, una oportunidad y desde entonces trabaja en Medellín en consulta externa y vive sola. El cambio de ciudad y de vida ocurrió en el momento más o menos oportuno, verlo de una forma u otra depende para ella de qué tan abrumador haya sido el día. El número de pacientes en consulta. El número de noticias vistas sobre el virus. El número de casos reportados. Estos días son una fluctuación constante, un ir y venir entre la esperanza y el cansancio. “Casi no duermo”, dice. En el vuelo a Medellín, a tres asientos de distancia, viajaba una persona que tenía el virus; cuando recibió la llamada de la Secretaría de Salud, angustiada, repasó cada uno de sus movimientos en el avión, lo que había tocado, si llevaba o no la máscara, y recordó que eso había sido dos semanas atrás y que no tenía síntomas de nada. Por fortuna. Bajo la luz de esa anécdota, Laura es consciente de la cantidad de pacientes que asisten a consulta externa por motivos que no merecen el desplazamiento, la exposición, y que se sientan uno al lado del otro en la sala de espera, con síntomas de un resfriado incipiente, con un dolor de años en el cuerpo, con achaques que dan espera. Mejor dicho: ha visto con frustración a aquellos negacionistas que de alguna manera no son conscientes de que al cuidarse están cuidando al resto; de que al cuidarse, ella los puede cuidar mejor.
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Emmanuel pasa de una habitación a otra y saluda y revisa a los pacientes que están hospitalizados en la clínica en la que trabaja. Los atiende uno a uno, les da tiempo. Son pacientes que llegaron antes del COVID-19 o que no están allí por eso, sino porque la vida sigue y el mundo no ha sido ni será consumido por este virus. Emmanuel mira las habitaciones y sabe que ese paisaje cambiará temporalmente, que el caos va a llegar pronto. Siente ansiedad ante el paso lento de los días. Mientras tanto se prepara mentalmente: imagina escenarios, ideales y terribles, y estudia para poder afrontarlos. Los días se le van en revisar los pros y los contra de su situación, por ejemplo, del hecho de vivir solo. Pros: no es foco de contagio para nadie en casa; contras: nadie podrá darle apoyo emocional al terminar el turno, un abrazo o un beso. “Básicamente uno se está sosteniendo por su voluntad, creyendo que las cosas van a salir bien, pero al mismo tiempo preparándose para lo peor”, dice. Pensar escenarios es una carga que, sumada a un diagnóstico psiquiátrico, amplifica su ansiedad, su miedo a fallar. Pero que también le permite ver, como un relámpago que va al pecho, que ese miedo solo existe en la profunda convicción de querer hacer el bien para sí mismo y para el otro, de verse como parte de algo mucho más grande que un virus. Algo que seguirá acá cuando el virus ya no esté.
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Lina lloró la primera noche. Ella y su pareja son enfermeros y hace dos meses tuvieron un bebé. Un mes atrás, cuando comenzó esta zozobra, fueron conscientes de lo que venía –el miedo, la distancia–, y esa primera noche en que él tuvo turno, ella lloró. Hace menos de una semana tomaron la decisión, con el corazón destrozado, de que él se fuera, porque afortunadamente tiene a dónde. Ella está en licencia de maternidad y seguirá así hasta finales de junio, pasando sola estos meses que deberían ser de compañía. En las noches hablan por videollamada sobre cómo les fue durante el día, se miran y él mira al bebé acostado en la cama. En la mañana ella le prepara el almuerzo y se lo deja en la portería, dejando en ello pedazos de amor. Eso cuando él tiene turno durante el día. Cuando es en la noche, todo cambia. Y mientras se extrañan, sabiendo que viven apenas a un par de edificios, ella mira por la ventana y ve a sus vecinos andar por la calle como si fuera un día festivo. Es una frustración justificada. “Uno arriesgando la vida por unos irresponsables”, dice. Y luego piensa que hay mucha gente pensando en sí misma, como si la vida fuera un monólogo, como si esto fuera un asunto que le pasara a alguien más en otra casa o en otro barrio o en otra ciudad. Lina entonces vuelve a su pareja, al recuerdo, a su hijo, a verlo, y a ser consciente de eso que aquellos que caminan al otro lado de la ventana deciden ignorar.
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En un espacio diminuto como una ambulancia –pensado para la cercanía, el cuidado mutuo entre sus ocupantes– no hay forma alguna de mantener la distancia a la que el aire nos obliga en estos días, no hay forma de no respirar lo que respira el otro. Iván transporta pacientes entre hospitales, o desde sus casas hasta los servicios de urgencias de los centros de salud de cualquier rincón de Cundinamarca. Transporta sobre todo adultos mayores y comparte con ellos el aire en el trayecto, el peligro del contagio. Cualquiera diría que son una amenaza mutua. Iván solo ve a otro igual que él, pero con más riesgo. Por eso dejó su trabajo hace una semana: encerrado como estaba comprometía su salud y de paso la de todas las personas con las que viajaba en ese pequeño espacio a lo largo del departamento. “Yo estaba expuesto no solo en la ambulancia sino en todos los entornos hospitalarios a los que iba”, dice. Y reconoce entonces que también en esa exposición arriesgaba incluso a personas a las que nunca pensó arriesgar. Su mamá lo llamaba angustiada para preguntarle si estaba bien y luego llamaba a la señora de la casa donde él vivía, para confirmar que en efecto estuviera bien. La sensación de cargar a otras personas con malestares que iban más allá de los síntomas del virus, como la preocupación o la incertidumbre, terminó por sumarse a lo que él mismo iba cargando, un peso agotador. Y entonces renunció para buscar un lugar desde el cual ayudar sin ser un foco en movimiento y para pensar cómo garantizar la tranquilidad de los suyos. Alejarse de la ambulancia solo es una forma de encontrar otras maneras de acercarse.
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El jornada regular de Carolina comienza a las seis de la mañana y termina a las seis de la tarde. Son doce horas que cuando tiene turno en la noche pueden pasar a ser veinticuatro o incluso treinta y seis. Cuando no tiene turno vuelve a casa y se arregla en silencio, escondida de sus hijos de cinco y tres años, en un proceso que puede tomarle una hora más. El resto de la noche procura dársela a ellos, aunque la estática del virus no parece soltarla porque la información al respecto sigue llegando en un mensaje tras otro a su WhatsApp hasta que se duerme. Acaso el virus también es digital y se expande incesantemente en conversaciones. Al día siguiente, Carolina vuelve a comenzar. Trabaja en una Unidad de Cuidados Intensivos que atiende a pacientes por COVID-19. Uno de ellos murió: el doctor Carlos Nieto, el primer médico colombiano en fallecer a causa de la pandemia. Sin duda, otro golpe anímico que va directo al pecho. “Es difícil ver que se murió frente a nuestros ojos sin que nada de lo que hicimos funcionara”, dice Carolina. La impotencia es eso: hacer todo y que no resulte nada o casi nada, y ver en cambio cómo el cansancio y el miedo nos abraza momentáneamente. Una situación que suma a otra. El trabajo de Carolina incluye llamar a familiares que no pueden visitar a sus pacientes para comunicarles noticias esperanzadoras o devastadoras, y para decirles que no, no van a rendirse, o que sí, sí están haciendo todo lo que está al alcance de sus manos. Porque es eso: no importa cuál sea la circunstancia ahí siguen –ella y el resto– intentándolo todo.
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