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Nuestras ansiedades en cuarentena

Nuestras ansiedades en cuarentena

Ilustración

Acaban de mudarse juntas, solas, y unos pocos días después comenzó el confinamiento. Estas dos roommates comparten el espacio y cuidan mutuamente sus diagnósticos de salud mental en tiempos de cuarentena.

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os equipamos para ir de compras: yo con un morral, ella con un carrito del D1 y ambas con tapabocas. Antes de salir nos acomodamos en algún lugar de la casa para hacer una lista, alrededor había cajas con cosas porque apenas dos días antes nos habíamos mudado juntas. Ella vivía unas cuadras más arriba y yo en otra ciudad. Nos conocíamos desde hace unos seis años, habíamos tenido esa cercanía extraña de los amigos que viven lejos, y que comparten con cierta intermitencia. Acabamos la lista y salimos. Primero fuimos a una droguería a reclamar su medicina. Solo dejaban entrar a una de las dos, entonces esperé. Cuando salió de la farmacia traía el frasco de las pastillas en la mano y mientras sacaba una empezó a temblar y a llorar.

Sabía un par de cosas: Isa –pongamos que se llama Isa– había tenido episodios depresivos y en algún encuentro en Bogotá me lo había contado. No sabía otras: tres meses antes había estado internada en una clínica psiquiátrica durante un mes y a principios de 2018 también. Tenía en su historia cuatro intentos de suicidio. Ella tampoco sabía cosas: yo había empezado a desarrollar el año pasado una especie de ataques de pánico y esperaba mudarme para poner atención a ello. No sabíamos cosas pero ya íbamos camino a comprar tomates y atún y pastelitos para estar encerradas a causa de una situación que todavía no entendíamos muy bien.

Volvimos a casa a seguir ordenando. Isa sacó una cajita azul llena de pastas y curitas, de ahí cogió un frasco: “Si me da una crisis me das dos goticas de estas. Si me pongo a llorar solo me calmas y ya, pero si me quedo sin aire o algo así, aquí está el número de Emi y el de L. –su novio–. Igual yo casi siempre me sé pilotear esto”. Y yo le dije: “Bueno. Yo no tengo Emi, si me da un ataque de pánico lo único que me preocupa es lo de la respiración, pero ahí miramos qué hacemos”.

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Si somos sensatas –si hacemos una comparación superficial–, mis ataques son una tontería. Así que en alguna medida, sin quererlo, sin tener idea de esto, me convertí en una suerte de cuidadora durante este aislamiento. “¿Cómo es mi cuarentena con una paciente psiquiátrica?”, esa fue la idea de título que Isa me dio. Pero no es la expresión adecuada, así como no me voy de vacaciones con un paciente oftalmológico o no me caso con un paciente odontológico. Según Rodrigo Muñoz, psiquiatra adscrito a Colsanitas, todos somos potenciales pacientes psiquiátricos, y en este punto las recomendaciones para quienes están diagnosticados con un trastorno mental como para quienes no, realmente son las mismas. Porque ahora, y quién sabe durante cuánto más, compartimos todos la fragilidad.

Pero pasar mi cuarentena con Isa es diferente a pasarla con mamá o sola, ambas debemos aprender cosas en el camino, y no hay mucho margen de error –les contaré de eso más adelante–. Primero conózcanla un poco: aunque es periodista prefiere el mundo de la ficción, hace un par de días inició un reto de dibujo que consiste en hacer una lista de diez personajes: un robot, mi roomie, autorretrato, fantasma, mascota; y otra de acciones o características: comiendo, levitando, de gelatina. Luego combina las listas sin mirar y de ahí sale lo que debe hacer. Se sienta en el comedor y saca una caja con cientos de colores. Es buena, ha ilustrado varios libros de hecho. Le gusta pensar en situaciones fantásticas y personajes de otro planeta. Cuando le digo que ordene algo hace “grrr” y pone lo que para ella es una posición de monstruo: inclina un poco la cabeza hacia adelante y solo me muestra sus dientes inferiores. Por eso quiero hablar de las partes de esta historia como a ella le gustaría leerlas:

El tiempo es un bicho lento

“La cuarentena se parece mucho a cuando estuve en la clínica”, dice. “En la primera era muy feo porque solo se podía ver el cielo desde una parte del edificio, aquí por lo menos tenemos la terraza. El tiempo es el mismo: a veces pasan muchas cosas en un día y uno piensa que ha pasado una semana, y otras veces nada, no pasa nada, entonces es como estar en el mismo día durante unos tres días seguidos”.

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Una de las recomendaciones del doctor Muñoz fue hacer un cronograma, pero no cualquier cronograma, organizar el día por horarios para cada cosa, “Mientras más estricto sea, mejor, porque estamos más contenidos emocionalmente. La idea es que nosotros llenemos el día y no dejemos que él se vaya llenando solo, con acciones sin sentido”. Porque sucede. Los primeros días estaba pasando algo por el estilo con Isa, entonces se comunicó con una línea de soporte emocional, Globalwork, desde entonces tiene conversaciones con una psicóloga que le pone tareas. “Lo que más les gusta a todos los médicos que he tenido”, me cuenta, “es que yo soy muy consciente de mi enfermedad, ya pasé por esa etapa adolescente en la que uno se repite todo el tiempo que está bien, que no pasa nada. Ya estoy en un punto en el que entiendo que algo falla a veces y tengo que obligarme a estar mejor”.

Vibran las paredes con el rugido

Isa y yo estamos aprendiendo varias cosas: antes vivíamos solas y ahora estamos entendiendo lo que significa compartir el espacio, así que pusimos reglas y una multa de 200 pesos para quien falle. También estamos aprendiendo a vivir cada una consigo misma –el terror de la cuarentena–. Y también sobre las maneras de la otra y su condición mental: la mía, que tiende más a la paranoia y la suya que tiende más a la angustia. Aquí hay algo importante, me explicó Muñoz, que las personas que tendemos a la paranoia, en momentos de crisis preferimos estar solas, todo lo contrario sucede con quienes tienden a la angustia: quieren una compañía.

Entonces pasan cosas: me quedo seria frente a la pantalla e Isa habla pero no la escucho, hasta que tiene que pararse al lado y mover las manos. La miro y me dice: “Usted ya no juega conmigo”, entonces dejo lo que estoy haciendo y continuamos la novela de Marvel Moreno que estamos leyendo juntas o ponemos canciones viejas: son como pequeños negocios cotidianos conmigo y con ella. “En este tiempo es clave que expresemos lo que sentimos: si queremos estar solos o hacer algo, y también que aprendamos a leer a quienes nos acompañan, así no digan nada”, señala Muñoz.

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Hay que leer también los sonidos: Isa no solo hace ruido cuando se convierte en monstruo, también se ríe durísimo. Un día tuvo una videollamada con sus amigas y la escuché llorando. No supe bien qué hacer, entonces la abracé poquito para no hacerla llorar más. Su amiga, del otro lado de la pantalla, y yo le dijimos que todo estaba bien y que esa noche veríamos una película de princesas. Se recuperó pronto. Las veces que ha sucedido –más bien pocas–, se tranquiliza rápido. Como si en verdad, como me contó antes, tuviera un jefe dentro de sí obligándola a estar bien.

También están los gritos, esos no los he oído pero quiero aprender. Nos encontramos una mañana en la cocina:

-              ¿Cómo dormiste?

-              Regular, me desperté gritando.

-              ¿En serio?, no te escuché, ¿qué hiciste entonces?

-              Ah, no, eso me pasa mucho. Me vuelvo a dormir y ya.

Desde eso estoy más alerta, pero no tanto. No me quiero equivocar y no sé si prefiero no escucharlos porque quizás de hacerlo le genere a ella más pánico con mi pánico –que no es poco–. Y se convierta entonces en una madrugada catastrófica en la que ninguna pueda salvar a la otra.

Y está ese otro ruido, el más terrible de todos. Antes les explico: reacciono de forma explosiva cuando tengo miedo. Hace poco operaron a mi mamá porque su cadera está enferma, y por esos días comprendí a esas madres que regañan a sus hijos cuando se caen. Estuve alerta y hablé fuerte: “¡Cuidado!”, “Ay, pero despacio”. Pero mi mamá es como un árbol sereno y solo me decía que tranquila o se burlaba de mi show. Pero Isa es diferente. Debo esforzarme más. Entonces pasó: estaba a punto de ponerme los audífonos para desgrabar un audio y escuché esa respiración fuerte, pesada, que venía de la cocina. Miré y estaba sosteniéndose de la lavadora y tenía su mano puesta en el pecho. Actué rápido y le di agua. Fueron treinta segundos y luego siguió como si nada preparando el desayuno. Ella no lo sabe, pero fue una especie de pelea. Aprendí que puedo aplazar mi ruido.

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Una cueva dentro de casa

Muñoz también me habló de la creatividad: “Por ejemplo, cuando vivimos el apagón nacional, ya nosotros sabíamos que no íbamos a tener energía en nuestras casas durante algunas horas. Entonces tuvimos que inventarnos una vida a oscuras. Por ese tiempo uno se entretenía con juegos de mesa, empezaron a salir muchas radionovelas y otros programas”. Se trata de hallar herramientas o inventarlas. Además del trabajo, Isa ha ocupado su tiempo en hacer recetas y grabarlas a modo de tutorial. Juntas hemos hecho algo de ejercicio y meditación. Cuando se ha aparecido el sol hacemos picnic en la terraza, llevamos bronceador y nos tiramos sobre unos cojines con la blusa de la piyama doblada hacia arriba para asolearnos la barriga. También hemos hecho karaoke e intentado recrear coreografías. Tenemos otras cosas planeadas: maquillarnos como si fueramos para un festival y hacernos peinados raros.

Hicimos un refugio dentro de casa: en nuestra sala están los libros y cada tanto cogemos uno –preferimos los infantiles por estos días–. Isa lee como si estuviera en un teatro, como si a su alrededor tuviera a diez niños mirándola sin parpadear. Hace todos los ruidos que hay en los diálogos, cambia de voces y mueve su cuerpo según la historia. Y nuestra terraza puede ser un una playa y una discoteca. Es como si hubiese aquí dentro estaciones que mutan.

Somos una fogata que late

No estamos esperando nada. No estamos contando días como si fueran pasos largos que damos para llegar a algún lugar. Eso nos haría daño. Estamos construyendo otra cotidianidad, una construcción muy cuidadosa porque el aire está distinto y saca cosas nuestras que desconocíamos.

Ayer Isa leyó mi carta astral –no creo mucho en esas cosas, pero me divierte escucharlas–, dijo “Es que te describe perfecto. Mira, tienes mucho fuego y nada de aire. No te quedas quieta, con razón ni siquiera has terminado de masticar y ya estás lavando los platos. Cálmate”. Ya casi era tiempo de dormir. Le hicimos caso al doctor y ambas ordenamos nuestro día por horas. Yo me uní al reto de dibujo y espero empezar pronto. Repito en mi cabeza las instrucciones para ser con ella más ayuda que carga. Isa es como un lago y yo como una ola que rompe tablas. Entender eso es lo que hemos concebido como el cuidado.

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Sara Juliana Zuluaga García

Periodista y editora con enfoque en narrativa, derechos humanos y naturaleza. 

Periodista y editora con enfoque en narrativa, derechos humanos y naturaleza. 

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