Ser puro barro: entenderse cuir entrados los veintes
¿Cómo es tratar de entenderse por fuera de las ideas que recibimos en la infancia? ¿Qué había antes de que nos enseñaran a segmentar lo masculino y lo femenino? ¿Cómo es desmontar la propia identidad ya cerca de los treinta en busca de sí misme? La autora nos cuenta desde su experiencia y lecturas.
Es el miedo a nuestros deseos el que los convierte en sospechosos y les dota de un poder indiscriminado, ya que cualquier verdad cobra una fuerza arrolladora al ser reprimida. El miedo a no ser capaces de superar las falacias que encontramos en nuestro interior nos mantiene dóciles, leales y obedientes, definidas desde fuera, y nos induce a aceptar muchos aspectos de la opresión que sufrimos.
-Audre Lorde
En el principio estaba lo erótico: la presencia del amor en toda manifestación de la vida, pequeñas manos regordetas hundiendo dedos en tierra húmeda y deseante, agarrando lombrices, llevándolas a la lengua inquieta que no nombra pero lame, balbucea, babea, prueba y es lombriz, es tierra. En el principio todo era pregunta, apertura al gozo, juego y curiosidad; entrega absoluta a sentir y experimentar el mundo pulsante que quizá las manos embarradas no lograban identificar como otro, como cuerpo extraño, como amenaza.
Estaba la entrega, en el principio, la pulsante inocencia del no tener nombres para las cosas, solo depender del tacto, la vista, el gusto y el olfato; solo desear. Luego vino la perforación de las orejas, el vestido de encaje, “para ella un heladito de fresa, rosadito, de niña. Tan linda la nena, al papá le va a tocar sacar la escopeta. Tan preciosa, nenita, tan bella, aunque se nota que se toma la sopita.” Eso luego, después del principio. Todo luego. Todo con nomenclatura y forma “siéntate bien, cierra las piernas.” Todo hecho en llamado a la Verdad, todo después de aprender a decir “mi mamá me mima, mi mamá me ama. Mi nombre es Ana María, Anita, Ana María, Anita la más bonita.”
Todo en decir “yo soy”, espejeando el “tú eres” que nos enseñan el papá, la mamá, el mundo adulto. “Yo soy una niña. Las niñas tienen cuca, los niños pipí. Yo soy una niña. A las niñas les gustan los niños, a los niños les gustan las niñas. Yo soy una niña.”
A menudo me pregunto qué se habrá sentido crecer sabiendo, teniendo tanta claridad para decir “soy marica” desde temprano. Quizá idealizo mucho esa experiencia porque la añoro, retorcidamente, y con frecuencia me siento ilegítima al no haberla vivido. Digo “retorcidamente” porque recuerdo el trato que le daban a las maricas, porque me desdoblo en el lugar de la paliza, la humillación y el rechazo que vi en los cuerpos de quienes pronto dijeron “yo soy”. Recuerdo y me duele.
Me conformo, mediocremente, con el haber dicho “yo soy una niña, las niñas tienen cuca, a las niñas les gustan los niños”, mientras creía odiar a la niña del salón que compartía mi nombre y cuya sonrisa me intimidaba sin explicaciones; mientras odiaba mi cuerpo por motivaciones externas y lo forzaba a contorsionarse para que se entendiera el “niña”.
Decir “te odio”, sentir “te envidio” para enterrar el deseo. Creer querer ser como las otras, en lugar de querer a las otras. Enterrar el deseo porque aprendimos pronto a no enterrar más las manos buscando lombrices, no meternos eso otro, esa otra, en la boca; enterrar porque aprendimos a nombrar todo como amenaza, a decir que todas nos amenazan. Enterrar el principio. Enterrar para proteger(se). Enterrar para luego buscar lombrices-fósiles-palabra una vez entrados los veinte. Desenterrar por necesidad, desenterrar para poder ser una adulta que dice “soy marica” algo tarde, aunque sienta que nadie le cree.
“Soy queer” y todo un universo se expande buscando ser nombrado: nace la promesa de un nuevo principio. Brotan palabras extrañas como riachuelos y regresa el juego de decir “yo soy.”
En el nuevo principio todo es pregunta: soy bisexual, soy pansexual, soy demisexual, soy lesbiana, soy no binarie, soy butch bitch butch, poliamorosa, butch bitch butch, soy femme, soy trans, no soy mujer.
Digo soy y luego vuelvo al cuerpo. No soy mujer. Luego vuelvo al juego. No soy mujer. Todo luego. Deshago los disfraces, me rapo la cabeza. No soy mujer. Mujer no es cuca. Compro un binder, encuentro todo un universo comercial para rearmarme. Invierto tiempo y preocupación en lo que llaman el performance, en controlar la mirada otra y que en mí no vean “mujer”. Investigo los efectos de hormonarse. Me compro no mujer. Me legitimo en la coraza, me reformo en función del régimen de la mirada.
Busco. Busco quién más juega, quién más nuevo principio, quién más pregunta. Del otro lado se despliegan miles de banderas, miles de sombrillas, miles de palabras nuevas para decir “yo soy”. Me pruebo varias, hay pines y camisetas con pronombres en descuento. Tan amable el mercado, ya entendió que somos nicho de consumo. Digo “¡yo soy!” con orgullo, con pride. Digo “el género es una invención colonial”, uso pronombres neutros, me emputo cuando me dicen “ella”. Celebro, digo, me emputo, pero no logro quedarme quieta bajo ninguno de los paraguas que dicen “soy”. Otra vez me contorsiono. Me agoto. Siempre incómoda. Ilegítima, claro.
Como el no poder decir “soy marica” bien temprano, el no haber tenido gramáticas o referentes para espejear un “tú eres” diferente al de la mamá, el papá y el mundo adulto; un “tú eres” diferente pero bien definido. Comprar un “soy” es enterrarme. Quedarme quieta es enterrarme. Estática, subterránea, me estanco sin darme cuenta.
Audre Lorde tiene un ensayo buenísimo que se llama Los usos de lo erótico: lo erótico como poder. Últimamente me obsesiona porque siento un tanto dormido ese principio en mí, esa palpitación hacia lo vivo. Para Lorde, lo erótico es una fuerza vital vinculada a la energía creativa, al poder del placer y el disfrute que habita en todo organismo vivo, en todo epitelio. Ella explica que esta fuerza ha sido trastocada por el cis-hetero patriarcado, confundiendo lo erótico con lo pornográfico y rompiendo en nosotres la capacidad de compartir conexiones íntimas y expansivas que nos abalanzan hacia la potencia de la vida en colectivo y la integración, más allá de lo sexual y lo genital, hacia el poder espiritual.
“Lo erótico es una afirmación de la fuerza vital de las mujeres; de esa energía creativa y fortalecida, cuyo conocimiento y uso estamos reclamando ahora en nuestro lenguaje, nuestra historia, nuestra danza, nuestro amor, nuestro trabajo y nuestras vidas”, escribe Lorde en su ensayo.
Por otro lado, lo pornográfico nos aísla, quebranta la posibilidad de sentir en otres y con otres de manera integral, al disfrazar el erotismo de mera estimulación genital.
El lente del patriarcado utiliza lo pornográfico para centrar el consumo y la explotación del cuerpo otro, para crear una idea hueca del placer que nos recoge en lugar de expandirnos; nos engaña al hacernos creer que el único espacio para que lo “erótico” se manifieste, es por medio de las maneras estáticas y binarias en que hemos dado forma a lo que entendemos como “sexo”, tanto como categoría biológica, como una práctica de intercambio entre cuerpos.
Hemos normalizado confundir erotismo y pornografía, y en esa confusión damos demasiado peso a la preocupación del cómo nos leen afuera, qué tanto quieren consumirnos, qué tanto nos creen lo que decimos ser o cómo nos nombran, qué tanto pesa el “yo soy”. El triunfo del cis-heteropatriarcado sobre nuestro sentido vincular, sobre nuestra capacidad de amar y extendernos hacia lo vivo desde el disfrute y excediendo las imposiciones normativas del género y la sexualidad, se manifiesta en quebrantar eso que palpita en la experiencia de les niñes que prueban al mundo por primera vez sin entenderlo como amenaza.
¿Qué pasa si reavivamos lo erótico? ¿Qué pasa si nos volvemos a llenar la boca de lombrices?
En mi transitar cuir, en mi decir “yo soy” en nomenclaturas que desenterré después de los veinte, todo el tiempo soy pregunta. Dudo de todo lo que me estatiza, peleo con mis afanes por nombrar, me molestan mis contradicciones, centro mucho las proyecciones del afuera, me molesta sentir que todas y ninguna bandera me recoge. Digo “no soy mujer”, digo “soy mujer”, digo “soy lesbiana”, digo “soy pansexual” y me desdibujo. Me desborda mi deseo y lo observo salir entre el barro como lombrices buscándome la lengua.
Vuelvo constantemente a la mirada de Lorde porque he entendido que lo que enterré no fueron los nombres que fingen definirme; fue el poder de lo erótico, fue mi poder y mi capacidad de desplegarme en y con otres, de ser intimidad.
Cuando me permito buscar ese principio, lo que tengo yo y les demás entre las piernas o el paraguas que me recoge y la bandera que me cubre poco importan ya. Me acerco al barro cagada del susto y hundo la mano en tierra húmeda. Muevo los dedos enlodados, siento la materia filtrarse entre mis uñas y busco señales de vida que resuenen con mi carne.
Decir cuir, decir soy, decir deseo tiene que pasarme por el cuerpo como lo erótico me embarra las extremidades, se desliza entre mis dedos y se hace uno con mi lengualombriz o tierra viva. Decir erotismo es no querer tragarme a la otra, fagocitarla y acumular su nombre en una pila que comprueba lo que dije que soy. Es no comprarme un “yo”, no estimularme vagamente con otro cuerpo roto que también desea y tiende, como yo, a perderse en el engaño de lo pornográfico.
Decir cuir, decir orgullo, decir “el género es una invención colonial” no necesariamente pasa por emputarse al no ser nombrade como se quiere, pues no hay quien controle por completo la mirada ajena. Me preocupo ahora por ser de barro y cambiar de forma, me preocupo ahora por ser lombriz, aunque me lean mujer, aunque jueguen a adivinarme el deseo, aunque me lean y me adivinen. Digo cuir, digo deseo, digo principio y ahí me riego en fango al encuentro con la otra.
Claro que los nombres importan a la hora de romper los límites del deseo y la experiencia como práctica política. Claro que digo “yo soy cuir, soy pansexual, mi género fluye.” Claro que digo “el género es una invención colonial”, y lo seguiré diciendo. El reto es el ejercicio de memoria, la búsqueda del origen donde habita lo erótico: la presencia del amor en toda manifestación de la vida, la pulsión de una lengua inquieta que no nombra pero lame, balbucea, babea, prueba y es lombriz, es tierra. La inagotable pregunta, la apertura al gozo, juego y curiosidad; la entrega absoluta a sentir y experimentar el mundo pulsante para desaprender los nombres que le hemos dado a todo lo “otro” como cuerpo extraño, como amenaza.
El reto es reencontrarse con la entrega; con la pulsante inocencia del elegir soltar los nombres de las cosas y solo depender del tacto, la vista, el gusto y el olfato. Ser una onda que se encuentra con otra y reverberar, resonar. El reto es abrirse a desear con les otres, a compartir y amar con le otre sin fagocitarle, sin fijarle, sin violentarle, sin borrarle.
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Una nota de la autora sobre el uso de la palabra cuir: “es la derivación fonética / españolizada / desviada / impropia que busca afirmarse y relocalizarse, por medio de la reapropiación del estigma de hablar con acento que pesa sobre las hablas castellanas y las coloca en una posición subalterna / defectuosa frente a la pronunciación correcta, (con acento anglófono), del término queer. (…) Cuir registra la inflexión geopolítica hacia el sur y desde las periferias en contrapunto a la epistemología colonial y a la historiografía anglo-americana”, según explica Sayak Valencia en un artículo que la autora recomienda y puede encontrar aquí.
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