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Crónicas al volante: Taxis, Uber, Beat, Didi e InDriver

Crónicas al volante: Taxis, Uber, Beat, Didi e InDriver

Ilustración

La salida de Uber del país ha alborotado el panorama del transporte urbano y del emprendimiento digital en Colombia. El oficio que durante décadas fue de dominio exclusivo de los taxistas ha cambiado radicalmente su cultura y sus reglas de juego en los últimos años. ¿Cómo nació el primer taxi de la historia? ¿Cómo se vive el transporte público en Colombia hoy? ¿Cuánto ha cambiado en los últimos años y cuánto cambiará en los que siguen?

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Cronicas Al Volante Articulo 2

E

n las calles y en las redes hierve el debate en torno a la salida de Uber de Colombia el próximo 1 de febrero. Este hecho parece estar marcando un tercer hito en la historia digital del transporte urbano en Colombia después de la creación de Tappsi y de su integración posterior a Cabify. Y mientras los usuarios no sabemos si volverá el reinado de los amarillos o saldrá adelante la negociación para regular las plataformas, no parece del todo claro qué es lo que realmente ha hecho de todo este cuento de aplicaciones, trabajo, inseguridad y competencia al nivel de las personas que viven de hacer carreras.

Distintos hilos tejen esta historia. Hasta hace unos años, las cosas parecían un tanto más fáciles de percibir: una inmensa mayoría de carros amarillos mantenían de forma legal el monopolio del servicio de transporte público puerta a puerta y se encargaba de la totalidad de la demanda de los usuarios así como de sus miedos, originados por relatos macabros de pésimo servicio, atraco, paseos millonarios e incluso muertes. Se trataba de vehículos legales, regulados para prestar un servicio público, pero que servían fácilmente de fachada para cometer delitos. Por supuesto, la minoría que delinquía era imposible de identificar y por eso mismo, la mala fama, la zozobra y el miedo eran el aura de absolutamente todos los amarillos. Y no obstante la aparición de Tappsi, dicha imagen justificó el éxito sin precedentes de Uber y las demás aplicaciones que ahora son de uso corriente en todas partes. Y hoy, la gloria de esos servicios por plataforma hace que no suene absurdo preguntarse si llegará el día en que nadie recuerde cómo era el transporte en taxi en muchos lugares.

I

Levanto la mano sobre la carrera Séptima con calle 39 en Bogotá y varios carros pasan de largo. Son la dos de la tarde de un viernes común y corriente. Veo mi mano sobre la calzada y por un minuto pienso que ese gesto revela todo un acto de confianza. Supone detener un carro amarillo para compartir, en silencio o charlando, unos cuantos minutos con un completo desconocido. No tengo como pensar en un nombre, un rasgo, un perfil. No hay spoilers.

Un Hyundai se detiene delante de mí. El conductor es un hombre trigueño, cerca de los cincuenta años, voluminoso, con unos brazos serios, macizos. Sus manos son enormes. El volante parece un chiste entre sus dedos. “¿Para dónde vamos?”, pregunta. Le digo que voy para el Externado. Me pide la dirección exacta. Calle 12 arriba de la 3. “Con mucho gusto”. Le pregunto su nombre. “Carlos Alfonso Dionisio Niño”, me responde. Lleva seis meses manejando taxi. Le pregunto qué hacía antes. “Yo he hecho de todo, hermano. De joven, hasta ciclista fui. Corrí la Vuelta a Colombia –me dice sonriendo mientras se pasa la mano por la frente; del pelo cenizo en corte militar bajan unas flacas gotas de sudor–. Ya más viejo me dediqué a la construcción. Hacía enchapes, pisos, con granito, mármol; esas cosas.”

Nos quedamos un momento en silencio. La Candelaria está a reventar. Se queda mirando una esquina llena. Hay un bar. Por el retrovisor noto que sus ojos miran algo más que las corbatas y las faldas oficineras frente a los vasos de cerveza. Suspira mientras mete el cambio. “Estoy aquí por vago, hermano. Por malgastar la plata, por mujeriego. Aquí uno paga las consecuencias. Esto ya no es negocio. Yo ya había manejado taxi. Hace como ocho años. Manejé tres años completos. Y era mejor. Ahora, descontando el producido, es muy poco lo que se hace. Turnos de dieciséis horas por sesenta, ochenta mil pesos. Noventa cuando está muy bueno. Dan ganas de llorar.”

Mientras subimos por la Biblioteca Luis Ángel Arango, me quedo pensando. En sus palabras hay dos datos claves: primero, que se trata de un oficio poroso, al que algunos han vuelto o entrado de salida y, segundo, que puede resultar bastante más duro de lo que muchos están dispuestos a soportar. No somos pocos los que, sin justificarlos, hemos podido pensar que el mal servicio y el mal carácter de muchos conductores se labra entre los trancones, el mal genio de los otros, los prejuicios con los que cargan, además de la misma inseguridad con la que todos lidiamos. Y sin embargo, no hay motivo alguno por el cual romantizar un oficio como cualquier otro.

Cuando estamos a punto de llegar le pregunto si no ha pensado en comprar su carro. “No justifica. Es mucha plata. Déjeme que le diga: el taxi ya no es negocio. Yo no trabajo con aplicaciones, para la tecnología soy una bestia. Y así ya en la calle no es rentable, para el conductor es muy duro. El dueño de este carro tiene ocho carros. 500 millones invertidos, tal vez. Seguro a él sí le da plata, pero para nosotros es muy duro.”

Llegamos. Me dice que son siete mil pesos. Le doy el dinero. Me cuesta creer que esa carrera haya podido representar el diez por ciento de su ingreso diario. Si es así, estoy de acuerdo con él: “Es muy duro”. Un enunciado que hoy refiere sobre todo a una dificultad completamente económica: la competencia con las plataformas. Lo que inició con el cambio del radioteléfono por esa histórica invención colombiana mejor conocida como Tappsi –que tanto mejoró en su momento la percepción de seguridad y la eficiencia a la hora de buscar carrera–, se convirtió en una macabra preocupación cuando llegó Uber.

Ahí se obró un cambio sutil pero poderoso en términos culturales en nuestra vida cotidiana: de la palabra “pirata”, los usuarios pasamos a hablar de Uber, de Cabify, de Beat, de Didi, de InDriver. Nombres elegantes para lo que antes sonaba peligroso, criminal. “Ahora cualquiera con carro puede manejar y hacer plata”. Otra frase que resultaría imprescindible para contar esta historia.

Cronicas Al Volante Articulo 2

II

Son las cinco de la tarde de un miércoles. Espero un Beat en el parque de la 93. Mi conductor se llama Álvaro, según el nombre en la pantalla. Llueve y ya voy tarde. En Bogotá, sinónimo de cuarenta minutos de retraso en cualquier encuentro. La calle está atiborrada de carros. Hay pocos taxis. Pero puedo imaginar que más de uno de los particulares que esperan en el trancón está produciendo, trabajando. A medida que el sol se esconde, se encienden las luces de los vehículos. Las gotas brillan amarillas o rojas como enjambres de luciérnagas sobre los faros bajo la lluvia. Con su optimismo habitual, la aplicación me dice que el carro llegará en cinco minutos. Tarda diez. Saludo. “Buenas tardes”, me responde con acento ligeramente paisa. El carro arranca y cogemos la carrera once, su pasarela de semáforos rojos. Pienso en el absurdo de tomar un carro para andar diez cuadras. Gotas gruesas golpean con fuerza el parabrisas. “Tenemos rato para conversar”, me dice Álvaro con una sonrisa amplia mientras mira la larga línea roja que traza la siempre trancada carrera once en Waze.

Álvaro Chitiva me cuenta que tiene 54 años y que nació en Cundinamarca, aunque lleva veintitrés años viviendo en Medellín. Usa unas pequeñas gafas rectangulares de marco metálico y viste una camiseta polo celeste que contrasta bien con su tez blanca. Tiene un par de arrugas pequeñas en el borde de los ojos y una barriga modestamente paterna. Le pregunto cuánto lleva manejando en Bogotá. “Tres meses. Estoy aquí por un familiar. Está enfermo. En Medellín manejo, pero muy poco, hay más violencia contra las plataformas. Allá tengo una agencia de arrendamiento inmobiliario. Acá estoy manejando para hacerme unos pesos. Lo del almuerzo y el bolsillo, mejor dicho.”

Según me cuenta, hacerse unos pesos para el diario significa despertarse a las 2:30 de la mañana y comenzar la jornada recogiendo a los que trasnochan. Los fines de semana, sobre todo, “aunque a veces es duro recoger borrachos y gente que se queda dormida”, reconoce. Trabaja solo con Beat y Uber. El carro es suyo.

“Siendo propietario sí es negocio. Es más, la plata me mantiene el carro, la gasolina y me da para estar aquí. El problema de Uber es que uno no sabe para dónde van los pasajeros, aunque te cuadra el precio por tiempo o distancia, como un taxímetro, ¿ves? Beat es bueno porque te dice para dónde vas desde antes de aceptar el servicio, pero te mantiene una tarifa fija –se queda pensando un momento–. Aunque a esa hora, cuando todo el mundo sale de la rumba, uno encuentra muy buenas dinámicas, hasta 300% más. Por una carrera de diez mil pesos haces treinta mil. Tres carreras a esa hora son noventa mil, y las haces antes del amanecer. Por eso es que la gente se arriesga y sale a trabajar en esos horarios.”

Lo miro con curiosidad. Le pregunto en cuál plataforma prefiere trabajar. “A ver, Uber funciona más al norte, con estratos más altos. Beat te manda más para el sur. Y bueno, en Uber salen muchos servicios por tarjeta y eso para mí no es bueno. Pero ha sido muy agradable volver a recorrer la ciudad. Ha cambiado mucho. He ido hasta Suba, Bosa, Usme, Engativá. A mí me gusta parar en la tienda, en el supermercado, hablar con la gente. Por eso lo he disfrutado”. Le pregunto si no le ha dado miedo la Policía. Álvaro se ríe. Nos queda media cuadra por delante. “Con ellos es complicado. Sobre todo en el aeropuerto. Con una dinámica del 150% uno se gana setenta, ochenta mil pesos en un solo viaje. Pero da miedo. Que le quiten el carro, el pase. Es complicado, pero con esas tarifas es muy jodido rechazar.”

Se detiene y me dice que son siete mil quinientos pesos. Efectivamente, a pesar de los veinte minutos que gastamos en las diez cuadras, Beat mantuvo la tarifa. Una considerablemente más barata que la competencia: Uber a 18.000 COP, Uber black a 21.000 COP y Cabify a 14.000.

Cronicas Al Volante Articulo 2

III

Lo que resulta tan familiar para nosotros hoy en taxis y plataformas tiene una historia de cuatro siglos que empieza ahí: en la tarifa.

Taxi, del latín medieval taxa –gravamen, impuesto– o del griego taxis –en acepción de gravamen, tasa, tarifa–, es un nombre que es sinécdoque y abreviación; viene de taxímetro, un aparato inventado en 1891 por el ingeniero alemán Wilhelm Bruhn para acompañar a los seres humanos en distintas ciudades contando la distancia y el tiempo que se tarda en realizar un viaje dentro de un vehículo ajeno.

La primera versión de la palabra como la conocemos aparece y se establece alrededor de 1907 en Londres, lugar en el que por primera vez se vieron flotas de vehículos con motor de gasolina equipados con dicho aparatico y diseñados especialmente para transportar pasajeros por la ciudad. “Taxicab” fue el término que se impuso en la capital inglesa en ese entonces, formado de la abreviación de taxímetro y de cabriolet, “cab”. En la Londres de finales del siglo XIX, cabriolet era una palabra que ya llevaba un siglo designando un tipo pequeño de ágiles y ligeros carruajes cubiertos, pero no cerrados, para uno o dos pasajeros y que requerían apenas de un caballo para andar; un éxito inmediato luego de su aparición a inicios del siglo XIX.

También en Londres el taxi como institución tuvo la mayor parte de sus antecedentes significativos: en el siglo XVII aparecieron los primeros servicios de carruajes con caballos entre Westminster y Londres. En 1637, el rey le otorgó al Duque de Hamilton el derecho de explotación del primer monopolio de este tipo, con licencia para poner a producir 50 carruajes por la ciudad. Al poco tiempo, sobrevino un aumento exponencial de los carruajes que prestaban el servicio de forma independiente: la situación condujo a la creación en el Parlamento, en 1654, del primer gremio. En esos 17 años se pasó de 50 carruajes a 200, conducidos por 100 choferes y movidos por más de 600 caballos. No sobra subrayarlo: se cuadruplicó el número de vehículos en menos de dos décadas, y al cabo de las cuales solo la cuarta parte trabajaba legalmente.

Desde su aparición y popular acogida en las ciudades, el taxi ha sido una institución claramente urbana y que llegó a tener verdaderas participaciones históricas en pocos años de vida: está el ejemplo estrella de los Renault que transportaron masivamente a las tropas francesas desde París hasta la batalla de La Marne en 1914, gracias a la cual pudieron detener el avance de las tropas alemanas al inicio de la Gran Guerra, mejor conocida como Primera Guerra Mundial (1914-1918).

La introducción del taxi en Bogotá también resulta curiosa, cuando menos. Una importación de 120 carros Ford Modelo T que no encontró compradores debido a una crisis económica que asolaba por entonces a la ciudad obligó a Antonio María Pradilla, fundador de la importadora Praco, a crear una flotilla de 20 taxis para producir y recuperar parte del dinero que había invertido. Fue la sensación. En cuatro meses, la ciudad absorbió la totalidad de los vehículos y tres años después, en 1929, se creó la primera flota oficial de taxis de la historia colombiana.

Por casi un siglo, los taxis colombianos gozaron del monopolio del transporte urbano puerta a puerta y en algún momento muchos fueron reconocidos como personas de confianza respetadas por su oficio. Hasta que, un buen día, se empezaron a hacer (im)populares por los malos pasos de unos cuantos.

Cronicas Al Volante Articulo 2IV

Silvia Rizzo es ingeniera, tiene 24 años y ha vivido en Medellín, Bucaramanga y Bogotá. Trabaja desde hace tres años en la capital. Su celular es un verdadero centro de operaciones de inteligencia militar. Hay aplicaciones para todo. Las que más usa son Rappi y las de transporte.

La invité a tomar algo para entrevistarla porque, a parte de ser una de las usuarias de plataformas con más experiencia que he podido encontrar, tiene una historia que motiva su preferencia por esos servicios: fue víctima de atraco en un taxi.

“Salí de rumba a las tres de la mañana y cogí un taxi en la calle. Me sentía muy tranquila porque se supone que los taxis en Bucaramanga eran muy seguros. Creo que en esa época ni existía Uber. El caso es que salí y una amiga le tomó foto a la placa del taxi. Arrancamos y llamé a mi mamá. Me fui hablando con ella todo el camino. Llegando al apartamento había una subida larga y sola, por el estilo de las que hay en Bogotá por la Circunvalar cerca al Parque Nacional. En un momento, el taxista paró y se dio vuelta. Me rapó el celular y se agarró de mi camisa y del bolso cruzado que llevaba. Mientras duró el forcejeo, yo le gritaba a mi mamá que me estaban atracando y que me iban a violar. De verdad lo creía. Era como si el tipo estuviera intentando desvestirme ahí mismo. Al final, logré zafarme y me bajé del taxi. Salí corriendo y me metí en la portería de un edificio. Por supuesto, el taxista se fue.”

Silvia toma un trago largo de su té y mira cansada la pantalla del celular. “Lo más irónico es que cuando mi mamá salió a buscarme en el carro, le pidió ayuda a un taxista. Cuando cruzamos las placas, nos dimos cuenta de que era el mismo que me había atracado”. Le pregunto qué hicieron cuando lograron encontrarse. “Fuimos a un CAI. Un policía me preguntó si me habían violado. Como dije que no, entonces nos mandaron para la casa ‘porque no era grave’. Al día siguiente, mientras ponía la denuncia en la Fiscalía, publiqué un tweet resumiendo lo que me habían dicho en la Policía. Un periodista de una estación de radio me llamó y me puso en contacto, al aire, con un comandante de la Policía de Santander. Esa misma tarde tuve a toda la SIJIN en mi casa. Eso fue lo único que permitió mover el proceso, que los hicieron quedar súper mal”.

Le pregunto cómo fue el proceso. “Al tipo lo capturaron el 31 de diciembre, quince días después de que me hubiera atracado. El problema es que durante todo el proceso me sentí muy insegura, porque la Fiscalía le dio al acusado mis datos, incluyendo mi dirección, por si queríamos conciliar. Todas las tardes me encontraba personas, más que nada a la familia del tipo, en la portería, me pedían que retirara los cargos, que todo había sido un error. Para colmo, la fiscal se la pasó diciendo que la culpa era mía porque yo no tenía porqué andar en la calle a esas horas de la noche”. De nuevo se queda callada por un momento. Le pregunto si finalmente lo condenaron. “Sí, pero al final solo pasó 4 meses en la cárcel. Luego volvió a manejar taxi. Lo digo porque ya lo he visto varias veces manejando en Bucaramanga.”

Desde entonces, Silvia solo usa taxis acompañada. “Con los carros por aplicación me siento mucho más segura. Lo otro es que para el aeropuerto y esas cosas tengo un conductor de confianza que siempre me recoge. En medio de todo, las plataformas te dan un precio, no pueden intervenir un taxímetro, puedes compartir tu viaje. Y pues la aparición de las apps no solo ha mejorado la percepción de seguridad y confianza. La competencia también ha hecho que muchos taxistas se pongan las pilas con el servicio, el estado del carro. Igual, todo el mundo sigue cogiendo taxi en la calle por conveniencia. Es lo único que puedes parar así.”

Cuenta la leyenda que ese fue el origen de la desaparecida Tappsi, una aplicación que cuando desapareció y fue integrada a Easy Taxi y luego a Cabify, llegó a generar frases de auténtica nostalgia entre los taxistas que me contaron del cambio como si se tratara del fin de una época: la aplicación que más los distinguía se extinguió. Pudo ser un viernes o un sábado, cuando los dos amigos que la fundaron, a la salida de un rumbeadero, con más tragos encima de los que a cualquiera le gustaría reconocer, se dijeron: “Todos tienen pinta de paseo millonario”. Entonces, imaginemos que, en medio del bullerengue creativo de la borrachera, surgió la idea que cambiaría todo: “¿Y si hacemos una app?”, ese enunciado que con el tiempo se ha convertido en el símbolo de una generación, y seguramente de esta era naciente.

La percepción de seguridad de los usuarios estuvo por mucho tiempo sesgada por relatos como el de Silvia, historias que suenan amarillistas pero que son reales, que marcaron y asolaron (si es que no lo hacen aún) a muchos usuarios. El lugar común estaba bien establecido: las víctimas potenciales eran los usuarios, y todos los taxistas eran vistos como potenciales victimarios por culpa de unos cuantos.

Sin embargo, poco se hablaba de la delincuencia que afectaba a los conductores. Tal vez, hasta era dada por sentada. “Riesgos profesionales”, se podría decir.

Cronicas Al Volante Articulo 2V

Son casi las ocho de la mañana. Es jueves y el trayecto al aeropuerto desde la calle 100 con 13 hace gala por su precio: Cabify está a 29.000, Beat a 24.000, Uber a 26.900 y Uber Black a 31.800. Por ver, decido descargar la más reciente de las plataformas en entrar al mercado colombiano: Didi. Me ofrecen un precio nada despreciable: 18.000. Llega en cinco minutos. Arrancamos y cuando le pregunto si lo puedo entrevistar, el conductor me mira con reticencia, la misma reticencia que me han mostrado los conductores nocturnos de taxi y de plataformas cuando les propongo hablar sobre su trabajo. De hecho, la mayoría se negó a conversar después de hacerles la pregunta. Otros ofrecieron respuestas tan lacónicas que difícilmente servirían para algo. Después de un momento, mi primer conductor de Didi me cuenta que no es la primera vez que lo entrevistan. Le digo que puedo poner un nombre falso para proteger su identidad. Acepta y me dice que su suspicacia obedece a que tiene muchas cosas que contarme.

Luis Díaz, como me pide que lo llame, tiene 61 años y dos carros propios trabajando con conductores. Le pregunto cómo funciona eso. “Tienen que entregar 300.000 pesos de producido semanal. Se les entrega el carro toda la semana.” Lleva trabajando detrás del volante dos años y ha pasado por todas las plataformas. “Con la que mejor trabajo ahorita es Didi. Por ejemplo, hoy: si hago veinte viajes y no he llegado a los 240.000 pesos, ellos me los completan. Camellando duro se hace muy buena plata si se siguen los incentivos. Le completan a uno 350, 240, 200.000 pesos. Y eso que antes estaba mejor”. Comenzó con Uber y Cabify en carro propio. Pero me cuenta que no es su único ingreso. “Sobre todo me muevo con finca raíz, y antes tenía mi empresa, confeccionaba ropa. Pero es muy difícil emprender en Colombia: el riesgo con los recursos propios, el Estado de socio sacando impuestos sin poner un peso, los TLC, es muy duro. Imposible, prácticamente”. Cuando no hay movimiento en finca raíz, maneja a tiempo completo. La semana pasada hizo 1.400.000 pesos. “Eso sí: la plata se ve cuando el carro es propio”.

Según me cuenta, el problema de conductores y propietarios es que están muy expuestos. Le han robado dos veces el carro. La primera fue en diciembre de 2017. Un conductor al que puso a manejar por Uber se lo llevó y se desapareció. Lo encontró en el Espinal gracias a las redes sociales. Publicó fotos del ladrón, las placas y la descripción del carro. Se le fueron 45 días moviéndose como loco y “metiéndole plata, la que quiera, para empujar el proceso una vez dimos con el carro y empezó la investigación. Tienen presos a toda la banda. Eran cuatro. Se habían robado 35 carros en Uber. El mecanismo era sencillo: se referenciaban entre ellos. Eran familia”. La segunda vez le atracaron a un conductor que trabajaba para él por Beat. Un usuario que iba de Plaza de las Américas hacia Timiza, le robaron con cuchillo. Al día siguiente lo recuperó también. “Estaba buscando un celular de segunda por San Victorino y me encontré, curiosamente, a un tipo ofreciendo el celular del carro. Así di con ellos. Eran tres.”

Luis se queda en silencio por un minuto. Mientras recorremos la calle 26, agrega: “Máximo, manejo hasta las ocho de la noche. Está muy peligroso. Hay usuarios muy sospechosos. Exceptuando Cabify, todas las plataformas aceptan usuarios con apodos. Muertelenta, Calavera... Y eso es lo de menos, el problema es que cualquiera se registra y uno no tiene idea de si esa información que aparece en la pantalla es veraz. Hay que meter más filtros de seguridad, como Cabify, que exige la imagen de la cédula. Pero es la única. Y pues está claro que también hay criminales en el lado de los conductores: violaciones, cosas así. Pero a las apps lo único que les interesa es hacer viajes. Y haga énfasis en eso, porque ellos se hacen los de la vista gorda. Ellos a uno no lo cuidan, pero ellos sí se cuidan. Hay cierta lógica de censura por parte de las aplicaciones”. Le pregunto qué quiere decir con eso. “A mí me sacaron de Uber por reclamarles que le dejaran habilitada la aplicación a un ladrón de 35 carros. Lo mismo Beat cuando reclamé por el atraco.”

Mientras llegamos me pide que le pase el dinero antes de estar frente al aeropuerto. Me recuerda su nombre por si la policía aparece. Justo antes de bajarme, agrega: “Este trabajo es muy bravo, es una terapia. Estresa mucho. Uno termina entendiendo a los taxistas. Y con todo que hay gente tan bonita para tratar”.

VI

Mi tío Jaime fue taxista. Treinta años al volante. Conocía cada rincón de su ciudad y de su carro como si fuera una extensión de su cuerpo, un espacio completamente habitado por su memoria. Había un vínculo estrecho entre su vida y su oficio. Él no era conductor: era taxista. Se reconocía en su conocimiento, su saber sobre la ciudad, la movilidad y la mecánica automotriz. Él también era reconocible en su vehículo, que estaba engalanado con esa parafernalia que llamamos en Colombia con una hermosa palabra: engalle. Se reconocía en una fe que pendía del espejo retrovisor y que se alzaba bajo el parabrisas a modo de altar: la virgen del Carmen, su patrona, compartida por todos los choferes. El carro era un espacio, un territorio de encarnación y afirmación. Cada detalle, incluyendo los perros que cabeceaban, las estampas de la santa patrona, las calcomanías y otros detalles más vistosos como los alerones y parachoques personalizados convertían un modesto Hyundai en un bólido y en una casa.

Cronicas Al Volante Articulo 2

Era una lógica distinta. El ascenso social consistía en dejar de manejar un taxi ajeno para conseguir el propio cupo, ese carro que devenía extensión de la persona, cargado de todas esas marcas de orgullo que lo volvían identificable en el seno de una comunidad, de un gremio. Ese fue el mundo de mi tío, que vivió antes de la proliferación de las plataformas. El radioteléfono, la mano levantada sobre la calzada y las porterías de los conjuntos residenciales bastaban para mantener un flujo constante que la aplicación no llegaba a aminorar. Nunca tuvo que usar Tappsi.

En La corrosión del carácter, el sociólogo inglés Richard Sennett habla de la progresiva y segura disgregación de los ámbitos y estructuras del trabajo en el mundo contemporáneo. Hacer carrera en una sola empresa, en un solo oficio, se convierte cada vez más en una fantasía del pasado. Y el transporte en la era de las aplicaciones no es la excepción. La multiplicación de las plataformas hizo algo más que apretar la competencia. La introducción de cientos de vehículos particulares y de ciudadanos que no tienen intención alguna de hacer de las carreras su carrera, ha diluido poco a poco un oficio, un tipo de vehículo y un saber. Los que hoy transportan haciendo dinero son irreconocibles a primera vista si bien hay modelos que ya son hitos de esa nueva forma de trabajo. El Chevrolet Spark, por ejemplo.

Ese cambio en la visibilidad del oficio me recuerda otro texto. El filósofo francés Jean Baudrillard estudió el proceso por el que tantos objetos de nuestra vida cotidiana han sufrido transformaciones semejantes, correspondientes, al de nuestros lazos como sociedad en su primer libro: El sistema de los objetos. Pienso que, tal vez, el paso del Hyundai amarillo bien engallado al carro particular de cualquier color es un testimonio sobre el mundo laboral paralelo al paso de la cama matrimonial hecha por un carpintero al sofacama producido en serie en el mundo moral. Son testimonios de una desestructuración paulatina de una sociedad de valores más rígidos a una más líquida, más flexible en términos de relaciones entre sus integrantes.

Pero este proceso no ha sido negativo por sí mismo. Es más, tampoco ha sido original ni primigenio: no es la primera vez que hay que reevaluar la regulación porque en las calles hay demasiados casos exitosos que operan por fuera de ella. Esa ha sido la historia desde su inicio en Londres por el año 1654. Las plataformas han creado oportunidades para muchos que ya no temen tanto salir a trabajar. Porque antes, sobre todo, atreverse a manejar taxi requería vocación por la conducción y agallas para conocer la ciudad. Perderse, exponerse al desconocimiento, era un riesgo que funcionaba como rasero. La introducción de Waze cambió las reglas de forma radical.

Para nadie es un misterio que hoy son pocos los que aún se reconocen, como alguna vez mi tío, con esa profesión.

Cronicas Al Volante Articulo 2VII

Son las tres de la tarde de un martes. Los carros fluyen, la gente camina saliendo de la Candelaria. Me da franca pereza esperar que llegue un carro por aplicación. Tomo uno de los taxis estacionados frente a la Universidad de los Andes. Le digo que voy para la calle 100. Tras el volante, mi conductor es un hombre moreno con el pelo cenizo y la piel tostada en las manos, que se deslizan con suavidad sobre el timón. Luce una camisa de cuello blanca. Mientras subimos a la Circunvalar, le pregunto su nombre. “Rodrigo Bedoya”, me responde y a cuánto tiempo lleva en esto, me dice: “dieciocho años en taxi, y antes camiones, busetas, carros para empresas; 35 en total”. Tiene 59.

Le pregunto cuál de todas esas opciones es la mejor. “El taxi es más rentable, pero si el carro es de uno. Yo que soy propietario, sinceramente no tengo idea de cómo hacen los que están alquilados. En ochenta o noventa mil pesos está el producido diario. Depende del tipo de carro: si tiene aplicaciones, si tiene radio, si es a gas. Todo eso influye. Hay quien paga cien mil pesos. Pero, como propietario, uno sabe que es duro, muy duro para los que no manejan su carro y camellan de noche.” Le pregunto por qué. “La gente usa mucho Uber. Después de la una de la mañana es muy duro para los nocheros. La sufren. Todo depende de las aplicaciones, porque nadie coge servicio en la calle.”

Rodrigo no trabaja de noche. Su turno va de seis de la mañana a siete de la noche, con parada de una hora a mediodía para almorzar. No siempre tuvo su carro. Los primeros cuatro los manejó alquilados décadas atrás. “No era tan difícil. El trabajo era mejor, la gasolina era más barata, el tráfico más suave, no estaban las aplicaciones, era puro radio teléfono. Había quien tenía hasta tres radios en el carro”. En los tiempos del radio, coger carrera se decía martillar, me cuenta. “Y era competido. Lanzaban carrera, tres o cuatro martillaban y todos volaban a ver quién se la ganaba. De ahí que hubiera quien se mandara en contravía. Ahora todo es distinto. Por eso hoy le doy gracias a Dios por tener mi carro, mis medios”.

Le pregunto cuánto produce al día. “Hasta 150.000 pesos, pero hay que matar mucho el carrito. Hay que meterle unos 300 kilómetros. Y tenemos muchas cosas en contra: la competencia con Uber y las otras plataformas es muy desleal. Nosotros pagamos mucho cada mes por el sello del tarjetón. Hay que pagarle el rodamiento a la empresa. Son 52.000 pesos, aunque varía. Hay unas más económicas y otras más caras. Tenemos que pagar salud y ARL, y si paga pensión en total dan más o menos 234.000 pesos mensuales. Imagínese y haga cuentas. Es durísimo para los que no son propietarios, que también lo pagan de su bolsillo. Y todo eso hay que presentarlo a la empresa para que nos den el sello. Si no, se gana la persecución del tránsito. Cuando hacen operativos y retenes, es para mirar sellos. Amenazan con inmovilizar el vehículo, nos piden papeles y todo lo demás. Y muchas veces se ve que ni ellos tienen claro qué es estar en regla. Le miran hasta las llantas al taxi. Como le digo: si el de tránsito está de malas pulgas, le inmovilizan el vehículo. Y si a eso le suma la inmovilidad de la ciudad con la mano de carros que hay, es muy difícil…”.

Bogotá se desliza entre árboles y edificios por la ventana mientras nos acercamos a Rosales. Se me ocurre preguntarle por los seguros. Suelta una risa amarga. “Eso es otro cuento. 800.000 pesos anuales se van en los seguros más los 500.000 del SOAT. Otra diferencia con los de Uber es que a nosotros nos toca presentar una revisión tecnomecánica preventiva cada 2 meses y esa toca mostrarla en la empresa o se queda sin sello, y también la anual, la de todos los carros. Los de Uber no pagan todo eso”.

Efectivamente, ese fue uno de los caballos de batalla de taxistas y propietarios no-conductores en la guerra contra las aplicaciones. Los taxis, para poder rodar, deben contar con dos seguros más a parte del SOAT, que para ellos es más costoso: una póliza de responsabilidad civil para los pasajeros en caso de accidente y una extracontractural que protege a terceros afectados. Si un carro de uso particular sufre un accidente y se encuentra prestando un servicio público, de hecho, se ve en situación de fraude con la aseguradora que se comprometió a pagar solo por su uso particular; representa más riesgos para el pasajero o los terceros que en cualquier vía se puedan ver envueltos en tal situación, pero es –obviamente– un gasto menos para los conductores que trabajan con plataformas. Uber fue la primera en salir de ese problema mediante una figura que diseñó con la aseguradora Allianz: desde el momento en que el carro recoge al pasajero hasta que lo deja en su destino, funciona una doble póliza exactamente igual a las de los taxis (contractual para pasajeros y extracontractual para terceros). Ese seguro lo paga la plataforma, no el conductor, un motivo con el que podrían justificar sus tarifas y porcentaje de ganancia sobre las mismas más altos que los de las demás aplicaciones. Cabify indica que cuenta con una póliza idéntica para sus servicios corporativos y que exige el SOAT a todos sus conductores particulares. Pero como pasaría en un Beat, un Didi o un InDriver, de descubrirse que el carro estaba prestando un servicio público, la aseguradora está exonerada de pagar.

“Por eso es que tantos se pasan a Uber –retoma Rodrigo mientras hacemos la oreja en la calle 100–, y eso que igual no sé cómo hacen. Un conocido mío paga 290.000 pesos semanales por un Uber alquilado. Pues sí, no paga todo lo del tarjetón y está eso de las dinámicas, pero sin los recargos que reconocen el trabajo nocturno o en fines de semana, con cuota, y a precios tan bajos, es muy raro. Más de uno estamos que tiramos la toalla. Yo soy uno de los que lo estoy pensando. Me he arrepentido muchísimo por no haber vendido mi carro cuando los cupos estuvieron a 100 millones de pesos. Hoy están caídos a 60. No está nada fácil”.

Llegamos. El trayecto costó 14.000 pesos. Y mientras le pago, me divide un malestar que despierta en mí el testimonio de Rodrigo. Mi tío podría estar pasando por una situación tan difícil como la de él. En el taxi no hay incentivos, premios, ni tarifas dinámicas. El equivalente, la negociación a viva voz –a veces digna de usura, cierto– que se hace de las carreras a las tres de la mañana en las zonas de rumba, es considerado completamente injusto. Y, sin embargo, sé que las plataformas desestancaron un mercado que igual estaba principalmente en manos de algunos propietarios de decenas de vehículos en cada ciudad y en el que ese oligopolio inflaba los precios de los cupos a precios astronómicos, impidiéndole a muchos llegar a ascender, a trabajar en carro propio. Waze acabó con la necesidad de un saber para trabajar en las calles, pero también abrió las puertas a cientos de personas, incluyendo a taxistas hartos de sufrir con la enorme resta a la que debían someter el total producido en el día antes de llegar al resultado: su paga. Y de todos modos, los conductores de plataforma insisten como los taxistas en que es inseguro, difícil, duro. Y entonces, ¿para qué persistir?

Cronicas Al Volante Articulo 2VIII

Son las dos de la tarde de un martes. Del Externado al Parque de la 93 está francamente caro. Cabify a 19.000 pesos, Beat a 14.300, Uber a 16.300, Uber Black a 26.500 y Didi a 15.236. Hace unos días Ángel Unfried, el editor de Bacánika –mi jefe, en pocas palabras–, me habló de InDriver. Silvia también la había mencionado en nuestra conversación. La descargo para probar. Me registro, meto las dos direcciones y propongo pagar por el viaje 12.000 pesos, el precio promedio al que he pagado ese trayecto por taxímetro sin trancones extraordinarios. La aplicación me responde que 12.350 es el precio mínimo para el viaje. Acepto y en cuestión de segundos recibo siete ofertas de conductores distintos. La pantalla me bota uno tras otro los perfiles y los precios como si se tratara de una subasta. Es realmente emocionante. Acepto la oferta de Álvaro por 14.850, más caro que Beat, pero para irme en una camioneta Chevrolet Tracker. Acto seguido, él me llama y me dice que está un poco lejos, que lo espere. Pasan doce minutos. Me subo a la camioneta.

Álvaro Manuel Belilla tiene 25 años y es estudiante de Derecho. Está en tercer semestre. Luce una camisa sport y un saquito de cuello en ve, tiene una barba de tres días bien perfilada y unas gafas grandes de marco grueso en acetato. En otras palabras, viste a cabalidad el look smart casual que es norma en tantos jóvenes de mi generación. Me dice que lleva cinco años trabajando en transporte. Ya había estudiado gastronomía y trabajaba en cocina. No quiso trabajar más en eso, me dice. “Hay mucha rosca, explotan a los empleados y son muy mala paga.”

Como tantos otros estudiantes –de derecho, diseño, arquitectura, finanzas, contaduría y economía, por mencionar algunas– que me he encontrado al volante, ha pasado por casi todo. Prestó servicio en la Fuerza Aérea Colombiana. Trabajó manejando en el esquema de seguridad de un alto mando de la FAC y le fue muy bien. Se retiró al año y decidió quedarse en el transporte. Después se fue para Medellín dos años, donde estudió teología y comenzó a trabajar con plataformas en el carro de una amiga. Se lo alquilaba por un porcentaje sobre las ganancias: 60 por ciento la dueña y 40 para él, sobre el producido descontando gasolina. Todo lo demás: llantas, tecnicomecánica, arreglos, lo pagaba él.

“En Medellín trabajar era distinto. Uno se siente más seguro. Se siente que el derecho a trabajar es sagrado, aunque una minoría de los taxistas es muy complicada, casi bandas”. Se ríe. “Allá, de lo más complicado son las mujeres: muy coquetas. Por lo menos una buena mayoría. A veces digo que escribiría un libro sobre cómo sobrevivir a las paisas sin morir en el intento”. Mientras esperamos en el semáforo frente a la Universidad Distrital en la Circunvalar, retoma: “Igual aquí los taxistas son cosa pesada. Yo me he sentido seguro porque manejo un carro de placa blanca, de servicio especial. Aunque sin dudarlo me quedaría con Medellín por el ambiente.”

Le pregunto cuál es su plataforma preferida. “Depende mucho de la demanda. Uber, Beat y Cabify tienen mucha demanda, pero la comisión no es buena. Trabajé dos años con Uber. Y es que solo me gusta trabajar con una a la vez. Con tantas aplicaciones abiertas al tiempo se vuelve un estrés. Uber era muy bueno. Cuando inició solo había que dar el 24% del precio de cada carrera. Luego subió al 35%. Y con los pagos en efectivo uno termina sufriendo mucho y hasta debiéndole plata a la plataforma. Si se retrasa con esas cuentas, lo bloquean”.

Por eso se pasó a InDriver. “No cobran comisión. Y aunque hay muchos conchudos que piden servicios larguísimos por nada, en general se paga bien y se ve la plata. Ni idea de cómo gana la aplicación. De verdad parece pensada para la gente”.

Curiosamente, la historia de esa plataforma es tan interesante como insólita. InDriver nació en Yakutsk, Rusia; es decir, en Siberia. Durante un invierno en que las temperaturas cayeron hasta los -45 °C, los taxistas duplicaron las tarifas de viaje. A modo de protesta, un grupo de estudiantes creó a través de VKontakte –la red social más popular en Rusia– un grupo en el que las personas podían solicitar una carrera y ofrecer un precio, que a su vez era aceptado o negociado por “InDrivers”. Meses más tarde se desarrolló la aplicación siguiendo ese mismo modelo y bajo los mismos principios de rechazar los algoritmos que inflan los precios y los monopolios como el de los taxistas. Comenzó a expandirse principalmente –otra curiosidad asombrosa– en países en vía de desarrollo como Kazajistán, Uzbekistán, México, Chile, El Salvador, Tanzania y, claro, Colombia. Durante los primeros meses, al llegar al país, no le cobran ningún tipo de tarifa a los conductores; luego, según han sostenido a medios como Forbes, cobran entre el 5% y el 8% del valor de los viajes.

Su modelo privilegia el beneficio y el entendimiento entre las partes que prestan y usan el servicio. “A la hora de negociar es claro que tener una camioneta es un gran punto a favor, porque la gente acepta mis ofertas. No me pelean tanto el precio por comfort”, me dice Álvaro. Negociar es un gesto que ha hecho carrera en varias sociedades, atravesando incluso oficios como el de los taxistas. De hecho, Rafik Schami, novelista contemporáneo sirio-alemán, en una maravillosa novela, Sofía o el origen de todas las historias, narra una escena en que el protagonista, al regresar a Damasco después de un largo exilio, se ve abordado por un taxista en el aeropuerto. El truco en que lo intenta meter aquel hombre, según nos cuenta el narrador, consiste en montar al pasajero sin haber negociado el precio, para luego cobrarle un precio exorbitante.

“A lo mejor por eso InDriver ha tenido tanto éxito en Barranquilla. Negociar la carrera está en la idiosincrasia de una ciudad donde siempre pedimos rebaja, donde no existe el taxímetro, donde cada intento de implementarlo ha fracasado. A la gente le gusta saber cuánto va a pagar y disfruta tanto esa puja como sentir que el precio que pagan es un acuerdo”, me dijo Ángel, mi editor, durante esta investigación. En otro encuentro, me contó una conversación que tuvo en Barranquilla con un conductor de InDriver, quien subrayó que prefería esa aplicación porque con ella podía saber “quién se está montando a mi carro. Este es mi patrimonio y no me gusta montar a cualquiera”. Una idea muy colombiana del poder al volante: la ficción de superioridad social que para muchos representa tener un carro y que entra en tensión con el servicio. “Esa noción colombiana de ‘estrato’ está presente en la forma en que algunos conductores de Uber y taxistas se miran unos a otros y también en las relaciones que muchos pasajeros establecen con los conductores de acuerdo a esos prejuicios. La idea misma de servicio público se desdibuja frente a la percepción del carro como patrimonio, como un espacio privado que solo se comparte durante un viaje concertado a través de un teléfono móvil”, agregó Ángel.

Álvaro es joven pero ya maneja su propio carro. Lo cuida: trabaja de día y prefiere hacerlo solo por el norte. Solo va al sur cuando la empresa a la que tiene vinculada la camioneta se lo ordena. Le pregunto si no le parece muy duro trabajar en esto. “A mí me gusta manejar, lo disfruto. Como dice la frase: encuentra un trabajo que te guste y no tendrás que trabajar ni un día de tu vida”. Me sorprende el lugar dónde me encuentro esa máxima de Confucio. “A mí esto me ha dado para comer, estudiar, darme una buena calidad de vida. A costa de sacrificios, claro, sobre todo con horarios. Pero vale la pena. Trato de no matarme la cabeza. Al fin y al cabo, no tengo ningún jefe encima fregándome la vida.”

Llegamos. Le entrego el dinero y me estrecha la mano. Camino hacia un café. Toda esta historia de sudor al volante se podría resumir en el tema de la propiedad, en poseer los medios de producción, sí. Pero, faltaba algo. Ya que la profesión tanto se ha diluido, que la competencia entre taxistas y plataformas se ha apretado significativamente, y que tan escaso ha sido ese gusto por el oficio, me preguntaba, ¿qué queda? ¿Qué ha permanecido en este oficio capaz de mover a través de siglos al conductor detrás del volante? El testimonio de Álvaro podría remitir al de otro famoso conductor, taxista en su caso. Philip Glass, uno de los compositores norteamericanos de música sinfónica y de cámara más reputados de la historia, condujo taxi en Nueva York, y por un largo tiempo. Y de hecho, en una entrevista que le hicieron para The Atlantic sobre su época como conductor, explicó su motivación en aquel entonces con una anécdota. Una vez un estudiante de música se le acercó y le dijo: “Maestro, dígame una frase que deba recordar siempre”. Glass le respondió: “Te doy una sola palabra: independencia”.

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Jorge Francisco Mestre

Escritor, periodista e historiador. Ha publicado dos libros de poesía, Música para aves artificiales (2022) y Música de los abismos moleculares (2024), y el ensayo Enema of the State (2024). Ha sido colaborador de El Malpensante, Bacánika, Bienestar Colsanitas y el Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República. Cuando las estrellas se alinean, escribe sobre astrología en esta revista como Mestre Astral. Fanático del café y las historias contadas con calma.

Escritor, periodista e historiador. Ha publicado dos libros de poesía, Música para aves artificiales (2022) y Música de los abismos moleculares (2024), y el ensayo Enema of the State (2024). Ha sido colaborador de El Malpensante, Bacánika, Bienestar Colsanitas y el Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República. Cuando las estrellas se alinean, escribe sobre astrología en esta revista como Mestre Astral. Fanático del café y las historias contadas con calma.

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