Colección ilustrada de amigos imaginarios
Este es un homenaje a la imaginación infantil.
Hablamos con algunos amigos de carne y hueso y armamos esta Colección Ilustrada de Amigos Imaginarios.
Era un niño de 6 o 7 años sin nombre, creo que no tenía la necesidad de uno en aquel momento. Era extraño y de sonrisa nerviosa. Su pelo era negro, ondulado y llegaba casi a los hombros. Emitía un aroma a durazno y andaba con una mochila.
Siempre estaba conmigo en lugares que me producían miedo, como los puentes y la baranda que da a la calle desde el tercer piso de mi casa (lugares con mucha altura). Me decía que no iba a pasar nada, saltaba a la calle y se iba.
Era un hombre de mediana edad que se parecía mucho a Don Francisco. Me delegaba misiones como ser agente secreto alrededor del mundo.
Era una vaca como cualquier otra, con manchas negras y blancas (o al revés). Tenía pequeños cuernos, grandes ojos y una faldita parecida a un tutú. Cuando estaba aburrida bailaba moviendo su cola. Nunca habló, pero era muy gestual. Jamás le puse un nombre.
Era un mosquito muy muy chiquito, de color negro y habitaba en mi casa de vez en cuando. Apareció un día de mucho sol en una de las paredes de mi cuarto, se quedó en la pared y no se movía. Cuando me acerqué a ver qué era, abrió sus milimétricas alas y se fue volando. Desde ese día no lo volví a ver.
Los días siguientes me preguntaban dónde estaba Pepito y me lo imaginaba sobreviviendo en medio de la multitud citadina, del frío, del viento. Después de varios días, Pepito volvió a aparecer en mi casa pero esta vez no en mi cuarto. A veces en la sala, en la cocina o en el baño. Cada vez que lo veía, me ponía feliz porque, aunque él no me hablara, yo sabía que había vuelto porque me quería ver.
Era de pelo negro y largo, muy flaca y muy pobre, por eso a mí me gustaba regalarle cosas. No sabía nadar y cuando íbamos a la piscina yo trataba de enseñarle. Era queridísima. Cuando íbamos de paseo, yo hacía parar el carro para la recogieran en una casita que quedaba por la carretera. Cuando volvíamos, yo la dejaba ahí mismo. Me encantaba llevarla de vacaciones y algunas veces también la invitaba a jugar en Bogotá.
Un día hice que el carro parara a recogerla pero ella no estaba; no volví a verla, creo que ese día crecí o por lo menos mi imaginación de niña se esfumó.
Era un lepidóptero. Y eso es todo lo que recuerdo.
Me cuentan mis padres que hablaba con alguien a quien llamaba “El Tipo”, un hombre grande de vestido de una época pasada, muy serio y con sombrero de copa.
Era una cometa con la cual me contactaba por medio de un Tetris.
Era miniatura y lo llevaba conmigo a todas partes, entre la maleta. Se parecía un poco a Mighty Max.
Fui la primera nieta de mi familia, pasé tres años en un mundo de adultos hasta que nació mi hermana que era muy pequeña, no hablaba, ni corría ni jugaba. Por eso nació Jairo, un niño como yo que jugaba conmigo, me acompañaba al colegio, a comer las onces y a hacer las tareas; en la noche solía contarle a mi mamá de todas las aventuras que pasábamos juntos y de nuestras conversaciones y planes.
Ella empezó a preocuparse: en dos años Jairo fue creciendo (igual que yo pero más rápido) y también crecieron su familia y su círculo de amigos, así que después de comprobar que mi conducta solo daba cuenta de una imaginación desmedida, ella me preguntaba por Jairo y yo le contaba sobre sus alegrías, tristezas, miedos y frustraciones.
Jairo fue el mejor amigo, nunca me falló y tampoco peleamos; nunca olvidaré el día en el que se fue o ¿lo despedí? Como sea, en un viaje en el carro, mi mamá me preguntó por él y le contesté que se casó y se fue. Ella, que es la mejor, sonrió y no dijo mucho, pero puedo asegurar que pese a que se encariñó con mi mundo imaginario, sintió un alivio porque hoy reconoce que era mucha gente invisible y las situaciones eran de novela para ella y totalmente reales y posibles para mí.
Era una niña de mi edad (4 hasta los 8 años) con la que hablaba y jugaba todo el día. No me acuerdo cómo era exactamente, pero creo que era muy parecida a mí, no le gustaban los vestidos, le gustaba andar de pantalón y botas de caucho.
Cada vez que algo desaparecía o se rompía por accidente, la Hijita lo había hecho, ella era la cagada. Nos parecía maravilloso escondernos en un clóset de mimbre que había en la casa de mi abuela. No sé en qué momento ni cómo desapareció.
Si mis recuerdos no me engañan, tuve uno llamado Gabriel (¿inspiración para María Gabriela, mi hermana?) que era mi hermano pero tenía otro papá y otra mamá y vivía en Zipaquirá.
También fue el amigo imaginario de todos mis primos y surgió a partir de una historia que nos contó uno de los mayores, sobre un personaje que era muy travieso y escondía las cosas. En una de esas reuniones familiares en las que todos estábamos juntos, nos contó la historia. Toko era un niño huérfano, bajito de y moreno al que le gustaba recolectar cosas. Según mi primo, venía de un planeta al que van los niños sin hogar y son cuidados por árboles y plantas.
De tanto que escuchábamos de Toko, todos lo primos más pequeños empezamos a verlo o, por lo menos a sentirlo, pues nuestras cosas (juguetes, lápices…) empezaron a desaparecer. Se convirtió en un juego entre nosotros y el pequeño amigo que hizo más felices aquellos ratos de infancia.
Pilos y Nanolita eran animales en realidad. O algo así. Papu y Yoyet inicialmente eran muñecos que después se convirtieron en mi compañía “invisible”. Con ellos recorría la finca, hacía planes y así.
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