Escenas ilustradas de Cien años de soledad
Algunas escenas de Cien años de soledad según nueve ilustradores colombianos.
ien años de soledad es la novela más importante de la historia de Colombia. ¿Por qué? Porque con ella el mundo entero conoció nuestro país, y más aún, conoció toda la región Caribe y hasta América Latina. Gracias a la historia escrita por ese hombre nacido en Aracataca, departamento del Magdalena, todo el mundo conoció la manera de pensar, de sentir y de ver la vida de todo un continente, sus familias, sus mitos, sus usos, en fin: la más íntima forma de ser de las personas que nacimos en este continente mágico llamado América.
Cien años de soledad vuelve a contar al mundo a partir del ritmo y la desmesura. Cuando su autor dijo que su novela más famosa no era más que un vallenato de 300 páginas, no estaba exagerando. Su prosa parece cantar, sus imágenes potentes nos acompañan más allá de la lectura, cuando hemos cerrado el libro… Esas imágenes, esas historias, son tan nuestras, tan de tierra caliente pero a la vez tan universales, que todos podemos vernos reflejados en ellas. Sólo quien haya leído la novela sabe de qué hablamos.
Sabemos que no es un libro fácil. Pero no por el libro en sí mismo, sino quizá por las circunstancias en que nos acercamos a él. A muchos nos obligaron a leerlo en el colegio, y como ya sabemos, nadie hace con gusto lo que hace obligado. Muchos le cogimos fastidio al autor y a su obra, y con eso nos perdimos de un caleidoscopio increíble de imaginación y creatividad.
Como puerta de entrada a ese mundo maravilloso que nos plantea Gabriel García Márquez en su novela, invitamos a Paola Escobar, Zokos, Jorge Lewis, Maria Carolina Ramírez, Elizabeth Builes, Samuel Castaño, Alex Cano, Zamir Bermeo y Wilson Borja a ilustrar la portada, árbol genealógico y cinco escenas de esta obra inmortal. Bienvenidos a Macondo.
Paola Escobar
Maria Carolina Ramírez
Zamir Bermeo
Elizabeth Builes
José Arcadio Buendía decidió entonces construir la máquina de la memoria que una vez había deseado para acordarse de los maravillosos inventos de los gitanos. El artefacto se fundaba en la posibilidad de repasar todas la mañanas, y desde el principio hasta el fin, la totalidad de los conocimientos adquiridos en la vida. Lo imaginaba como un diccionario giratorio que un individuo situado en el eje pudiera operar mediante una manivela de modo que en pocas horas pasaran frente a sus ojos las nociones más necesarias para vivir. Había logrado escribir cerca de catorce mil fichas, cuando apareció por el camino de la ciénaga un anciano estrafalario con la campanita triste de los durmientes, cargando una maleta ventruda amarrada con cuerdas y un carrito cubierto de trapos negros. Fue directamente a la casa de José Arcadio Buendía.
Zokos
Un hilo de sangre salió por debajo de la puerta, atravesó la sala, salió a la calle, siguió en un curso directo por los andenes desparejos, descendió escalinatas y subió pretiles, pasó de largo por la Calle de los Turcos, dobló una esquina a la derecha y otra a la izquierda, volteó en ángulo recto frente a la casa de los Buendía, pasó por debajo de la puerta cerrada, atravesó la sala de visitas pegado a las paredes para no manchar los tapices, siguió por la otra sala, eludió en una curva amplia la mesa del comedor, avanzó por el corredor de las begonias y pasó sin ser visto por debajo de la silla de Amaranta que daba una lección de aritmética a Aureliano José, y se metió por el granero y apareció en la cocina donde Úrsula se disponía a partir treinta y seis huevos para el pan.
—¡Ave María Purísima! —gritó Úrsula.
Samuel Castaño
Una noche le preguntó al coronel Gerineldo Márquez:
—Dime una cosa, compadre: ¿por qué estás peleando?
—Por qué ha de ser, compadre —contestó el coronel Gerineldo Márquez—: por el gran partido liberal.
—Dichoso tú que lo sabes —contestó él—. Yo, por mi parte, apenas ahora me doy cuenta que estoy peleando por orgullo.
—Eso es malo —dijo el coronel Gerineldo Márquez.
Al coronel Aureliano Buendía le divirtió su alarma. “Naturalmente”, dijo. “Pero en todo caso, es mejor eso que no saber por qué se pelea.” Lo miró a los ojos, y agregó sonriendo:
—O que pelear como tú por algo que no significa nada para nadie.
Alex Cano
Los habitantes de Macondo, que ya no recordaban las empresas colosales de José Arcadio Buendía, se precipitaron a la ribera y vieron con ojos pasmados de incredulidad la llegada del primer y último barco que atracó jamás en el pueblo. No era más que una balsa de troncos, arrastrada mediante gruesos cables por veinte hombres que caminaban por la ribera. En la proa, con un brillo de satisfacción en la mirada, José Arcadio Segundo dirigía la dispendiosa maniobra. Junto con él llegaba un grupo de matronas espléndidas que se protegían del sol abrasante con vistosas sombrillas, y tenían en los hombros preciosos pañolones de seda, y ungüentos de colores en el rostro, y flores naturales en el cabello, y serpientes de oro en los brazos y diamantes en los dientes. La balsa de troncos fue el único vehículo que José Arcadio Segundo pudo remontar hasta Macondo, y sólo por una vez, pero nunca reconoció el fracaso de su empresa sino que proclamó su hazaña como una victoria de la voluntad.
Wilson Borja
El tren llegaba a la hora de más calor. Al almuerzo, la casa trepidaba con un alboroto de mercado, y los sudorosos comensales, que ni siquiera sabían quiénes eran sus anfitriones, irrumpían en tropel para ocupar los mejores puestos en la mesa, mientras las cocineras tropezaban entre sí con la enormes ollas de sopa, los calderos de carnes, las bagañas de legumbres, las bateas de arroz, y repartían con cucharones inagotables los toneles de limonada. Era tal el desorden, que Fernanda se exasperaba con la idea de que muchos comían dos veces, y en más de una ocasión quiso desahogarse en improperios de verdulera porque algún comensal confundido le pedía la cuenta.
Jorge Lewis
Aureliano Segundo le compró a Petra Cotes una cama con baldaquín arzobispal, y puso cortinas de terciopelo en las ventanas y cubrió el cielorraso y las paredes del dormitorio con grandes espejos de cristal de roca. Se le vio entonces más parrandero y botarate que nunca. En el tren, que llegaba todos los días a las once, recibía cajas y más cajas de champaña y de brandy. Al regreso de la estación arrastraba a la cumbiamba improvisada a cuanto ser humano encontraba a su paso, nativo o forastero, conocido o por conocer, sin distinciones de ninguna clase. Hasta el escurridizo señor Brown, que sólo alternaba en lengua extranjera, se dejó seducir por las tentadoras señas que le hacía Aureliano Segundo, y varias veces se emborrachó a muerte en casa de Petra Cotes y hasta hizo que los feroces perros alemanes que lo acompañaban a todas partes bailaran canciones texanas que él mismo masticaba de cualquier modo al compás del acordeón.
—Apártense, vacas —gritaba Aureliano Segundo en el paroxismo de la fiesta—. Apártense que la vida es corta.
Gabriel García Márquez, Cien años de soledad, Bogotá, Literatura Random House, tercera reimpresión, 2016.
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