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Historia íntima de la fotografía corriente

Historia íntima de la fotografía corriente

Ilustración

Heredar una cámara puede cambiar totalmente la forma en que miramos los instantes. Así ha sido para el autor de este artículo, fotógrafo espontáneo y observador agudo, gracias a su madre.

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M

i madre era una adelantada para su época: en todo momento tenía una cámara lista, décadas antes de que llegaran los celulares con sus múltiples lentes y programas inteligentes que corrigen nuestra pereza detrás del obturador. Casi ninguna de sus fotos tuvo intenciones artísticas: mamá era y es una retratista innata, documentalista de la cotidianidad, como seguro los hay en cada familia. Su archivo es una historia común, la reportería de años de viajes, rutina y afectos. Le dedicaba horas como una profesional. Había tomado varios cursos, estudiado profundamente el asunto y amaba meterse al cuarto oscuro a revelar. Cuando hablamos de esto, me vuelve a decir que lo que más le gustaba era ese momento después de tomar la foto, carretear a ciegas, revelar el rollo, dejarlo secar y llevarlo a la ampliadora: sumergir la hoja en blanco apenas tocada por la luz y ver la imagen brotar bajo el agua.

Ella misma me enseñó a usar una cámara análoga, el modo manual y los distintos automáticos, los principios de la fotografía, a confiar en el enfoque de mis manos y ojos, a producir ciertos efectos. Siempre he envidiado su habilidad para predecir el momento y tener la cámara (y ahora el celular) apuntando con total naturalidad, casi sin ser notada. Empuñar una cámara siempre me recuerda sus manos sobre las mías, su sonrisa mientras me veía dejar la infancia y comenzar a producir mis imágenes, recuerdos con mi propio punto de vista.

Hay algo curioso en eso que hacía mamá y que hacemos tantos ahora con el celular: nos hemos vuelto los protagonistas de unos archivos, unas colecciones que sólo nosotros sabemos cuánto llegamos a atesorar, que nadie más podría valorar, comprender en nuestro lugar. Es un privilegio muy reciente. La fotografía democratizó la imagen como nunca antes. En cien años nos hemos alejado años luz de ese tiempo en que mecenas, modelos y artistas eran los únicos que veían sus rostros pervivir sobre una superficie plana para la posteridad.

La cámara que mi madre usó por años es una Canon EOS 650, regalo de mi papá. Aunque ahora es mía y la atesoro como una joya, no es la cámara más extraordinaria que se pueda recordar y, sin embargo, fue una inflexión en la historia, testigo de uno de esos giros tecnológicos y sociales que nos trajeron al lugar donde nos encontramos hoy, como si nada. Corría el año de 1987 cuando se hizo su anuncio: salía al mercado una de las primeras cámaras con autoenfoque del mundo, pero la primerísima en tener una montura para lentes electrónicos intercambiables, esa que hoy es el orgullo de Canon: la EF (Electronic-Focusing mount), es decir, la que logró imponer la electrónica en la óptica, el enfoque y la fotografía. Canon apostaba por un mundo en el que la imagen producida con óptica de alta calidad no sería solo un privilegio de profesionales y en el que la electrónica aportaría ampliamente al desarrollo de equipos más versátiles y democráticos.

Era un paso arriesgado en épocas en que los lentes intercambiables eran ciencia de entendidos. Las grandes marcas lo sabían. A inicios de los 80, Leica ya había inventado el autoenfoque y lo había abandonado: si había clientes que sabían enfocar, definitivamente eran los suyos. Minolta y Pentax habían sacado respectivamente la primera cámara compacta con AF y la primera con esa tecnología para lentes intercambiables, pero solo con velocidades y entendimientos regulares entre sus ópticas mecánicas y un motor en cámara. Nikon se había mantenido a raya después de un breve y tímido intento, apostando por su montura clásica, la F, manual, mecánica, amada a la fuerza por todos los que habían aprendido rollo tras rollo a enfocar, abrir o cerrar diafragma y obturar en menos de un segundo. Hasta entonces todo había quedado en esos pequeños intentos sin mayores repercusiones. El lente mecánico manual reinaba. Era este un oficio que Henri Cartier-Bresson había inmortalizado con esa artística expresión, tan propia de un periodista de guerra: todo se trataba de aprender a capturar el instante decisivo, ese que un verdadero fotógrafo sabía cómo nunca llegar a perder. Sin ayuda.

Fue Canon quien tomó el riesgo de volver a diseñarlo todo. Era la primera vez que se dejaba que el lente y la cámara se entendieran entre ellos gracias a algunos apliques eléctricos y un par de motores en el lente que acomodarían la óptica y sobre un diámetro enorme, los 54mm que volvieron a esos lentes un atractivo difícil de rechazar, llegando a formatos cada vez más rápidos y voraces con aperturas de f1.8, 1.4, 1.2 y hasta 1.0. Empezábamos a confiarle la precisión y belleza de nuestras imágenes a las máquinas, proceso que hoy ha llegado a la apoteosis con los teléfonos inteligentes que nos corrigen hasta las imperfecciones cutáneas. Y para sorpresa de nadie, no todo ha cambiado treinta y cinco años después. No conozco un solo fotógrafo que no le sonría con la misma condescendencia al que toma fotos en modo automático. Pero da igual: ese detalle cambió el mundo. Aunque no cualquiera es fotógrafo, gracias a la electrónica, hoy casi cualquiera puede tener fotos de calidad abrumadora de su perro, de sus tardes familiares, de su comida y especialmente de su rostro.

Conservar y archivar nuestros retratos es una práctica curiosa. No todos gozan de buena composición, resolución, no tuvieron la luz que requerían y son más las veces que ni nos tomamos la molestia de retocarlos. Y sin embargo, son un botín íntimo. Annie Ernaux, escritora francesa que escribe sobre su vida como los dioses, tiene un libro extraordinario llamado Los años. Su primera línea parece un oráculo: “Todas las imágenes desaparecerán.” Es una autobiografía colectiva, un En busca del tiempo perdido en primera del plural, que arranca cada capítulo, cada década, con una foto, la descripción de un retrato suyo a distintas edades. Al describirlos, Annie despersonaliza sus imágenes, las convierte en una descripción que todos podemos imaginar, es decir: que todos podemos evocar, trasponer hacia nuestras propias imágenes. Así la biografía se vuelve un pequeño libro de historia: el relato personal que cualquiera puede hacer sobre su generación y mitad de siglo a partir de sus propios retratos.

Los millennials tendremos líos algún día organizando todas esas fotos. Nacimos después de todo esto y somos la generación del advenimiento de la selfie: gozamos de más autorretratos que Rembrandt y de más imágenes propias que un monarca egocéntrico. Tenemos los arsenales para hacerlo cada vez mejor y las redes han convertido nuestra rutina en verdaderos storyboards o revistas. Hay perfiles realistas como esas películas francesas de escenas anodinas, otros que parecen una publicación literaria, gastronómica o de una agencia de viajes, y las vitrinas comerciales ahora son personas que se supone que nos influencian con sus imágenes. Entretanto algo ha cambiado, sutilmente. El impulso de compartir y publicar –efímero como todo lo que nos pasa– suele ser mayor que el deseo de atesorar. Y es difícil no ponerse nostálgico con eso.

Desde hace una década, el que usa la cámara entre los míos soy yo. Me conseguí una Sony sin espejo de lentes intercambiables, rápida como un arma automática pero sobre todo discreta: como esas famosas pequeñas Leica, pero mil veces más barata (la imagen democrática es un proceso que no para). Con las mismas intenciones que mi madre, me tomo las cosas con paciencia: preparo la cámara, ensayo colores, enfoco, me acerco, me alejo, intento decidir cada cosa a consciencia. Algunas las abro en Lightroom, las enderezo, les corrijo la óptica, recupero colores, a veces también las imprimo. Hago lo que puedo, sigo sus pasos, recuerdo sus manos sobre las mías. Intento conservar su mirada, mirada, es decir: un amor. Estar detrás del lente cuando solo se tenían treinta y seis tomas servía para valorar esos pocos segundos que son el presente, esos que no han durado más aunque podamos tomar y repetir miles de imágenes.

Que todos podamos arrancarle por instantes y para siempre su forma a esta vida y paisajes, no es solo importante: es increíble. No es gratuito que Annie Ernaux cierre ahí su novela: es que no nos damos cuenta de lo que es poder

Salvar algo del tiempo en que no estaremos más.

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Jorge Francisco Mestre

Escritor, periodista e historiador. Ha publicado dos libros de poesía, Música para aves artificiales (2022) y Música de los abismos moleculares (2024), y el ensayo Enema of the State (2024). Ha sido colaborador de El Malpensante, Bacánika, Bienestar Colsanitas y el Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República. Cuando las estrellas se alinean, escribe sobre astrología en esta revista como Mestre Astral. Fanático del café y las historias contadas con calma.

Escritor, periodista e historiador. Ha publicado dos libros de poesía, Música para aves artificiales (2022) y Música de los abismos moleculares (2024), y el ensayo Enema of the State (2024). Ha sido colaborador de El Malpensante, Bacánika, Bienestar Colsanitas y el Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República. Cuando las estrellas se alinean, escribe sobre astrología en esta revista como Mestre Astral. Fanático del café y las historias contadas con calma.

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