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Hugo Ospina, el roadie del rock en Colombia

Hugo Ospina, el roadie del rock en Colombia

Treinta años entre tarimas, camerinos y carreteras. La cara de Hugo Ospina parece gritar rock a los ojos de quienes lo miran desde la multitud. Este perfil es una celebración dela vida melómana e imparable.

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En el mundo de la música en vivo hay una serie de actores invisibles esenciales detrás de la producción de los eventos. Quienes madrugan a Rock al Parque quizás los hayan visto moviendo pesados equipos de amplificación o probando el sonido de micrófonos y guitarras. Son los primeros en llegar y los últimos en irse y, a pesar de que están todo el tiempo presentes, son a quienes menos vemos.

Este trabajo, el de roadie (que en español tiene la displicente equivalencia de tiracables) es uno de los más difíciles al momento de llevar a cabo un evento. Pocos estarían dispuestos a soportar la carga física y psicológica que implican estas largas jornadas. Quienes lo hacen, no obstante, es porque no se imaginan una vida distinta: viven por y para la música. En el estrecho universo de la industria del entretenimiento colombiano hay un nombre imprescindible: Hugo Ospina, Huguito para los amigos, mismos con los que ha crecido y con los que se ha consolidado como un nombre clave.

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“Esto es historia patria. Era 1987 o 88, tenía como 14 o 15 años y tenía unos primos que son unos súper músicos y en ese entonces los manes montaron una banda”, explica Hugo sobre su entrada al mundo de la música. “Obviamente me antojé de la vaina de ser músico, pero no, nada que hacer: no tenía talento. Con eso se nace o no se nace. Cuando me di cuenta de que no servía para esa vaina fue durísimo, es la típica historia del adolescente al que se le derrumban los sueños”. En la casa en la que creció Ospina, ubicada en el modesto barrio de Gustavo Restrepo, al sur de la capital colombiana, se respiró siempre un ambiente musical y, más allá de sus primos, fue su padre quien le transmitió la pasión por el arte de contar canciones a través de su obsesión con el tango. Por eso, porque había nacido para ello, Ospina siguió intentándolo.

“Quería seguir estando cerca de la música y entonces me parchaba con mis primos y sus bandas. Me le pegaba a los manes para todos los conciertos y me decían el utilero. Básicamente es como los roadies vieja guardia empezaron: sin tener mayor conocimiento técnico de la vaina, con amigos y familiares”, explica sobre cómo fueron sus primeros momentos sobre la tarima. “Con los manes estuve un par de años, camellando de taberna en taberna, muy chisga todo”. Ospina se graduó del colegio en 1990 y su madre quería que fuera médico. Después de presentarse a Medicina en la Universidad Nacional en tres ocasiones, desistió y empezó Biología en la Universidad Distrital. Este nuevo mundo, el de la universidad pública, lo acercó al mundo de las letras y las historias, interés que le venía desde las clases de humanidades del colegio, y terminó cambiando de pregrado al de Literatura y Lingüística.

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“Distrital, mamerto y me sé todas las canciones de Silvio. Por esa época me convertí en súper fan de Sabina. Me abrí del parche de mis primos y en 1993 se anunció un concierto del Ministerio de Relaciones Exteriores con cooperación de la embajada de España, el Concierto para los pueblos indígenas”, continúa Ospina. Era el quinto centenario del descubrimiento de América y, desde España, se iniciaron una serie de proyectos en torno al rescate de la identidad indígena de nuestro continente. Sabina encabezó el cartel de este concierto histórico, pero también se sumaron Eduardo Aute, Georges Moustaki, Paco Íbañez, Soledad Bravo, entre otros. Este Valhalla de los mamertos, como lo bautizó luego Ospina, sería la primera oportunidad del joven universitario para probarse sobre los escenarios. “Me motivaba básicamente Sabina. Averigüe quién lo traía y da la casualidad que era Hugo Sánchez, el dueño de Café Cinema, donde trabajaba mi prima como mesera. Me fui acercado y se la disparé al man: ‘soy fanático de Sabina, le hago lo que sea, le cargo el cable, lo que quiera’. Como que le caí bien”,

Las primeras chisgas con sus primos le permitieron a Ospina responder todas las preguntas difíciles de Javier “El negro” Ortega, productor del evento.”Después de esa entrevista, me mandó a repartir volantes en Unicentro. Yo feliz igual, porque sabía que con eso tenía garantizado el concierto. Pasaron los días, llegó el momento del concierto, se vino un parche bacanísimo desde España para producir el evento, una gente de aquí que se volvieron amigos de toda la vida. A la hora del concierto, y por una extraña razón, terminé encargándome del camerino de Sabina. Casi me hago chichí. Y, no sé por qué, terminé en la tarima de Sabina. Ahí me cambió el mundo: ‘esto es lo que quiero hacer’. Ahí arrancó todo”, recuerda el roadie sobre el momento en que la vida le cambió para siempre. Ortega vivía entonces en La Macarena en un apartamento que compartía con Mario Duarte, actor y músico, por lo que la primera banda de la que Ospina fungió como roadie fue La Derecha, agrupación vital para el rock bogotano de la década de los noventa.

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Por entonces, en Bogotá, todo estaba por inventarse en materia de entretenimiento. Si bien había ya en el país producciones musicales masivas como la Feria de Cali, la capital había tenido acaso un par de hitos de los que ya se han hablado en otros lugares: el famoso concierto de conciertos, el show de Mano Negra en el marco del Festival Iberoamericano de Teatro como experiencia previa el Expreso de hielo y fuego y poco más. “Aquí empezó a moverse todo como a finales de los ochenta o principios de los noventa. Recuerdo que fui, como asistente, al Show de América, en Corferias. Tocó Juan Gabriel, el Puma, Barón Rojo, Wilfrido Vargas”, recuerda. “Obviamente aquí nadie iba a ver a Megadeth. Empezó a haber una necesidad de artistas para el público bogotano y luego llegó el famosísimo concierto de Guns N’ Roses. Yo no trabajaba ahí, era de los que estaba afuera con la noviecita y el arete sobre el puente de la 53 con lluvia cantando ‘November Rain’”, recuerda entre risas.

“Rock al Parque se lo inventó Mario con Julio Correal y con Bertha Quintero, quien en ese entonces era la directora del Instituto de Cultura y Turismo. Como Mario se lo inventó, él tocó ahí, también Aterciopelados. Esa historia la han contado mil veces, mil personas. Fue una comedera de mierda, porque todo el parche estaba aprendiendo al mismo tiempo. Empirismo puro”, explica Ospina sobre la primera edición de este evento histórico, antes de que se convirtiera en una institución cultural latinoamericana. Fue un momento de aprendizaje para decenas de personas que desde entonces participan del montaje y la producción de eventos. “Fueron cuatro escenarios: el Simón Bolívar, la Media Torta, el Olaya Herrera y el cierre en la Plaza de toros. Tengo en la mente una imagen clarísima: estábamos el día antes en el Simón Bolívar en montaje cuando llega un carrito chiquito y se baja Danny Dodge, la primera banda que tocaba, a ver qué hacían, con los instrumentos en el carro. Todo estaba muy crudo todavía. Entre banda y banda me tocaba hacer unos cambios terribles con los del sonido, un montaje de 5 o 15 minutos. Una locura. Pero los manes nos sonaron una chimba [risas]. Era muy punkero: en esa época ni siquiera existían empresas de backline, las bandas llevaban sus cosas. Hay toda una generación, la mía, que creció con el festival”.

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La historia de Hugo Ospina es la historia también de la evolución de la cultura en vivo en Colombia. Desde el concierto de Guns N’ Roses, Bogotá empezó a perfilarse como una plaza importante en Latinoamérica. Más allá del fiasco disparado por el comportamiento de los músicos, la lluvia y los desmanes, Bogotá había entrado en el mapa. Así, una industria que empezaba a nacer tuvo que educar, a golpes y celeridad, a una generación de técnicos que venían de lugares de circulación pequeños como los bares de Héctor Buitrago y demás compañeros musicales. Solo siete años después de la visita de los “gunners”, Metallica se presentó en el Simón Bolívar junto a La Pestilencia y Darkness. Es, en un país cuya economía cultural ha sido históricamente precaria, todo un hito que 100.000 personas destruyeran el prado del enorme parque con sus botas negras raspadas. En esta historia, actores inesperados han aparecido, apostando desde su orilla por la cultura musical del país. 

“Una de las grandes artífices fue Fanny Mickey, pues fue el Teatro Nacional fue el que trajo a Metallica. Ya existían los precedentes del Festival de Teatro y de Rock al Parque, que ya llevaba varias versiones. Pero igual esa mujer se tuvo que dar duro contra la mojigatería”, explica Ospina sobre cómo el país del Sagrado Corazón ha recibido a la música más extrema. “Recuerdo que no mucho después vino Sepultura, que también tocó con La Peste, y en El Espacio salió un titular que decía “El diablo llegó a Bogotá”. Había gente que en serio creía que eso era la música del diablo”. Estos estigmas sobreviven y regresarán luego de la reactivación cultural después de dos años de pandemia. Seguimos siendo, desafortunadamente, el país que vetó la presentación de Marduk, banda suiza de black metal, por profana y blasfema en 2018.  “Estamos en pleno siglo XXI y sigue pasando esta mierda. Se necesita un cambio generacional que se está dando. Esa mentalidad se mantiene porque tenemos papás todavía, pero ya hay generaciones con niños que tienen papás ateos. Es atrevido meterse en el gusto de las personas en un país laico. ‘Laico’”, añade Ospina, quien ha sido testigo de cómo la música, independiente del género, une y hermana a las personas.

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En Rock al Parque y en cada oportunidad que tiene para organizar el sonido del escenario, Ospina ha visto cómo la cultura transforma vidas, cómo la música compartida crea una comunidad que se reúne en torno a esta experiencia. “Esto ha generado que artistas se acerquen a esos públicos porque los tienen cercanos. Por eso hay tanto rap, el rap es barato. Usted no tiene que comprar un hijueputa pedal de cinco millones de pesos para hacer rap. Tiene que leer, escribir y rimar con una pista X o Y. Mucha gente de estos barrios que no tiene las 20 lucas para ir a un concierto solo tiene eso”, explica. Por eso, en cada oportunidad, el trabajo del roadie tiene que ser excelente. “A mí me pasa y a muchos les pasa: nunca va a haber un toque perfecto porque es imposible. Siempre se están afinando detalles. La gente se la goza y eso es lo importante. También aprendí eso: más allá de la perfección, lo importante es la respuesta del público. En Rock al Parque fue la primera vez que sentí que el piso de la tarima se movía. Eso es sentir un corrientazo del talón hasta la nuca. Es una emoción muy grande que no se olvida nunca”.

Sentarse a hablar con Hugo Ospina es ver el detrás de cámaras de la música en vivo colombiana de las últimas tres décadas. Para cada concierto hay una anécdota, un recuerdo, un secreto. Algunas historias son solo para él y quienes las vivieron y otras las comparte entre risas.

“En el Altavoz estuve camellando con los Misfits. Y el cuchito Jerry Only estaba conmigo. Un bacán, un cuchito medio viga, pero con entradas y gafitas, muy querido”, cuenta como un cuentero que ha trabajado cada uno de sus personajes para imprimirles personalidad. “‘Venga, es que quiero comprarle algo a mi hija. Tiene seis años y está en el colegio. Como me la paso de gira, le estoy haciendo un libro con un souvenir de cada uno de los países a los que voy’, me decía el man. Y pues me tocó de tour manager. En Medellín fuimos a comprar esmeraldas y no solo le compró a la hija sino a los diez amiguitos del jardín, era muy querido. Yendo de regreso al hotel pasó un pelado de Medellín con la camiseta de Misfits. El cucho se emocionó: ‘That's my band, I love your T-shirt!’. El pelado lo mira de arriba a abajo y suelta ‘¡Uy, este viejo cacorro qué!’”, recuerda entre risas.

Después de treinta años montando y desmontando escenarios, Ospina ha perdido la cuenta de en cuántos shows ha participado. “En mi primera gira por Europa, con Skampida y Hello Yak, hicimos 52 fechas. Después hicimos treinta más con Hello Yak”. En su carrera ha colaborado con promotores, músicos y agentes, también como tour manager, algo así pero no exactamente el chaperón de las bandas. “Hace 13 años hice una gira de In Flames por Latinoamérica, fue mi primera gira, hice como siete shows. Con Opeth he hecho cuatro giras. La última fue con Abbath, ex Immortal, muy loco. Arrancamos en México e hicimos Costa Rica, Ecuador, Chile. En Buenos Aires al man se le disparó; se agarró con el otro guitarrista y lo abrió, se subió solo con la bajista y el baterista completamente ebrio y no pudo tocar más de seis compases. Rompió la guitarra y terminó llorando entre el público de la borrachera. Lidiar con eso como tour manager es también lidiar con eso. No es solo llevar a la banda del aeropuerto al hotel”.

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Hay momentos difíciles que se convierten en historias gratificantes una vez la gente se va y se apagan las luces. “En un Festival de Teatro en el Gran Salón de Corferias se presentaba Chavela Vargas. Hicimos el cambio y yo bajé todo embalado a llamar a los artistas. Chavela me mira y me dice que me calme, que más bien la ayude a subir al escenario. ¡Subí del brazo a Chavela Vargas al escenario! Nadie me lo cree. Sin embargo, son los momentos de triunfo de sus colegas y amigos los que más enriquecen su labor. “Me causa mucha satisfacción cuando a una banda de amigos, porque por la labor uno hace amigos, les va bien. ‘Qué chimba que le fue bien a la Burning Caravan’. Me pasó eso con Pornomotora, otra de las bandas de mis amores, que nos llamaron para abrirle a Placebo. Estábamos montando los equipos de Pornomotora para la prueba de sonido y estaba el baterista, Edwin, recostado en la baranda. Cuando entra Brian Molko y grita ‘¡Hey! You’re the Pornomotora drummer’. El man no entendía una puta coma de inglés y nosotros cagados de la risa. ¡Brian Molko reconoció al baterista por los videos!”

La historia de la música es también la historia de todo lo que no vemos: los contratos que se firman, los pedidos ridículos de los artistas, las habitaciones de hotel hechas trizas. Pero también es la historia de personas consagradas a su labor: luminotécnicos, ingenieros, promotores que buscan debajo de las piedras el dinero para traer un artista y compartir su música con el público de su ciudad. Hugo Ospina ha trabajado sin parar por una pasión que le ha dado muchas alegrías y ha teñido de algunas canas su melena trenzada. Es el primero en llegar y el último en irse. Ojalá no se vaya nunca.

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Ignacio Mayorga Alzate

Literato e historiador del arte, selector de vinilos y periodista cultural. Aprendió a leer en silencio para que no se lo llevara el Diablo. Fanático de lo periférico, lo terrorífico y lo sangriento. Escribe frases largas y párrafos extensos. No muestra su rostro en video.

Literato e historiador del arte, selector de vinilos y periodista cultural. Aprendió a leer en silencio para que no se lo llevara el Diablo. Fanático de lo periférico, lo terrorífico y lo sangriento. Escribe frases largas y párrafos extensos. No muestra su rostro en video.

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