Sí, Berlín es la ciudad más chévere del planeta... ¿Y qué?
El periodista Mauricio Silva demuestra por qué la capital de alemania es uno de los mejores destinos para mochilear.
Siempre oí hablar muy bien de Berlín: que es la ciudad “más amable del mundo”, que es “la más culta”, que es “la más libre” y que es “la más plural”, entre muchos otros homenajes que aterrizaron por la efectiva vía del voz a voz. Tras mi primera visita, el año pasado, hoy puedo decir con todo el riesgo del caso –y con el perdón de Londres–, que Berlín es la ciudad más chévere del planeta. E intentaré demostrarlo.
Antes que otra cosa, Berlín es una ciudad con auténtico espíritu humanístico, lo cual significa que es una ciudad amable, viable y dable, como lo son las ciudades chéveres del globo. Y eso ya es mucho.
Entendí que los cimientos de su merecida fama de gran ciudad se basa en que es el centro europeo de la cultura, todo gracias a sus muy promocionados museos –ubicados en la “isla de los museos”–, a sus tres teatros de ópera, a su Orquesta Filarmónica, a sus cines, a su Festival Internacional de Cine, a su memorable celebración de año viejo en la Puerta de Brandemburgo, a su Carnaval de las Culturas, a su maratón, a sus tres universidades y a sus cuatro escuelas de Bellas Artes. Sin embargo, creo que la "cheveridad" de esta ciudad radica en que es todo lo contrario a lo prepotente (por decir París), a lo difícil (por decir Nueva York), a lo llanamente imposible (por decir Bogotá).
El nuevo ritmo
Luego de ser arrasada en un 90% por las bombas de los aliados en el declive de la Segunda Guerra Mundial, la ciudad quedó dividida en dos zonas. Entonces el mundo entero conoció que los ejércitos aliados tomaron el oeste, con los tradicionales barrios de bares, tiendas y hoteles, mientras que los soviéticos se hicieron con la parte oriental, allí donde se encuentran los barrios de la antigua ciudad imperial. Y hoy, luego de la caída del muro, todo está revuelto.
Y eso significa, entre otras cosas, que Berlín es muy tolerante frente a la diversidad, frente al ayer y al hoy, frente al cambio inevitable. Su historia reciente, tal vez la más apasionante e increíble del siglo XX y lo que va del XXI, la convirtió a fuerza de horror y a golpes de pecho en una ciudad elástica, abierta y noble. Una ciudad que, en mi caso, se me hizo muy factible y que, además, se me hizo asequible para todos, como si fuera hecha para cualquiera. Y yo soy cualquiera.
Turcos –la gran mayoría–, vietnamitas, latinos, españoles, albanos, los infaltables colombianos y alemanes del país entero, todos juntos ahí, compartiendo las calles al son del respeto. Con Londres, creo, son las capitales europeas en las que pueden encontrarse, en un mismo bar, homosexuales, punketos y yuppies. A nadie le inquieta el asunto.
Y no es cara. Por el contrario, no hay que tener la billetera repleta de euros para disfrutarla, porque a pie –o mejor en bicicleta– se disfruta de la misma manera que en un taxi Mercedes Benz. Tengo la impresión de que las políticas de los ricos se derrumban frente al deseo contundente de los trabajadores.
Por eso, Berlín es generosa: está diseñada para que viejos, estudiantes y niños, más toda esa invasión anual de mochileros, tengan acceso a todo lo importante, urgente y bello, a costo de huevo. Sólo un ejemplo: la Orquesta Filarmónica de Berlín, la más influyente del mundo, la pueden disfrutar jóvenes y ancianos a precios sencillamente ridículos (12 euros con carné de estudiante). Y así es todo.
Sus museos, por ejemplo, tienen increíbles descuentos. Y la ciudad entera es un museo en sí. La ciudad es clásica y moderna y sus edificios son de fama internacional. Grandes maestros de la arquitectura como Schinkel y Knobelsdorff han definido la imagen histórica de la ciudad –eso que se denomina el clasicismo prusiano–, mientras que los arquitectos contemporáneos como Daniel Libeskind y Renzo Piano apuestan por una nueva y maravillosa Berlín. Mi pobre cabeza siempre estuvo echada hacia atrás. Porque Berlín es una adolescente con canas –no como París, Florencia o Praga–. Es bella por dinámica y creativa. Es para mentes abiertas y jóvenes.
El goce de ver
En cuanto a lo estético, siempre habrá que decir algo más de esta ciudad, porque Berlín también es capital en el tema del diseño; incluso el diseño de la ciudad misma, atestada de parques. Cualquier local, cualquier bar, cualquier silla tienen juegos y quiebres sorprendentes –y hasta con sentido del humor–. Y todo al servicio de lo funcional. Por eso la mediana metrópoli de 3.500.000 habitantes funciona amigablemente. Eso es: Berlín es una ciudad pública. Sirve para habitarla y visitarla; sirve para los que vamos de paso; para los de morral al hombro; para los que van para toda la vida.Suscríbase a nuestro boletín
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