Veci, la tomba va por dentro
La echaron de su nueva casa antes de que terminara de bajar sus corotos del camión de trasteo. ¿Qué pasó? Brusquita de Cara nos cuenta su experiencia con la vigilancia moralista de sapos y vecinos.
sto me pasa por querer vivir en un barrio de policías siendo mujer, sola y baretera.
La semana pasada me sacaron de un apartamento al que apenas llegaba a habitar, presiento que por marihuanera, nena, joven y sola. Ya estaba en el piso de abajo con el contrato firmado y notariado en el morral, maletas y cajas mal embaladas, soñando desde hace una semana larga con cagar en baño propio. La vieja Sonia, astuta zorra, decidió no entregarme el espacio porque respondí con sinceridad a la pregunta que me hizo casi a susurros, como si conversáramos sobre hemorroides.
–¿Usted consume alguna droga?
–¿Y qué entiende usted por droga?
–Cigarrillo, marihuana...
Mala mía. Decidí jugar a la honesta y decir que sí, que buenos humos ocasionales. También hice la mentirosa: omití decirle que yo me echo unos plones cada tanto, pero que tengo amigas a las que invito a casa y las he visto sentarse a fumar bates enteros solo por la diversión de pegarse a la risa y calar hondo hondo, matar moncha, dormir la pálida y repetir.
Yo seré peor que ellas porque apenas pego la boca a la pipa rancia se me encortinan los ojos y me enmudezco o me quedo reída. Necesito poca grama para un partido largo y, en todo caso, presiento que si fumara marihuana en ese apartamento le hubieran llegado los peos antes que el pisquero.
Algo así le dije a la seño, que no entendió muy bien. Al parecer ella pensaba que la marihuana se inyectaba por las ñatas y derretía el cerebro como el Alka Seltzer que ella misma se empuja con asco cuando el guayabo no la deja –como me había contado cuando ambas nos hacíamos las mosquitas muertas y jugábamos a la oferta y la demanda, a la que tiene casa y la que busca–.
La vieja Sonia me negó el derecho a vivir donde había elegido porque era “consumidora de drogas”, y porque los jóvenes, según ella, damos mucha lidia y somos pelietas. Miento. Más precisamente, dijo que “gustábamos de participar en riñas cuando nos pasabamos de traguitos”, con ese lenguaje tan untado de diospatrialibertad.
Demás que en esta ciudad morronga ser sincera es el verdadero paso prohibido. Es increíble, pero ella que mintió y abusó de mi confianza, tiempo, energía y dinero, parece ser –o quiere ser– más gente de bien que yo, que la sudo como ella y todas ustedes para comprar fuego y agua para cocinar, y si hay, fumarme un baretico digestivo.
Mis coroticos quedaron arrumados en el primer piso de su edificio hasta nuevo aviso. Par días después la llamé para poder sacarlos y cuando la afané, me dijo drogadicta. “Usted nunca me dijo qué clase de persona era, usted quería problemas desde el principio”. A lo mejor sí soy una degenerada social, mientras que a ella, quien juega con el tiempo, los datos personales, la plata y la tranquilidad de alguien, le basta con pedir perdón.
La diferencia es que yo aquí estoy jugando a disfrazarme de santa paloma, pero ella no. Ella y muchos otros realmente creen ser más dignos, merecedores de algo divino a lo que los tostados del mundo no accederemos por no copiar de la letanía aburrida contra las drogas. Ay, si la vieja Sonia supiera que ese cuadro tan esmerado de la Última Cena que “bendice su hogar” lo pintó o copió un viejo orate con una pata asomándole el bigote amarillento.
Presiento que las mujeres diversas, solas y consumidoras somos bichas raras y es peor si somos obvias. Ya saben: las de ojitos chinos, las de botas sucias y tetas caídas ¿Las que no se esconden? Esas.
Pero ni santa paloma ni la última pepa del monte: no soy la única a quien le ha pasado esta vuelta, es decir, ser hostigada por marihuanera, maricona, solitaria. A Z la asediaron en su unidad residencial hasta que la sacaron. L prende palo santo y la llaman a apagar el bareto, o le gritan mensajes homofóbicos por la ventana de su casa. Donde viví antes, un machirulo me trató de arrimada y me amenazó de muerte en dos ocasiones.
Las brújulas morales están en todas partes, y presiento que en este mundo hay más tombos que gente. Aunque no todos tienen uniforme, todos quieren que colaboremos con la salida. Fuego pa’ todos esos vecis que vigilan el hábito espiritual, alimentario, recreativo de otras. Fuego a la gente de bien y su calaña, su olor a perfume de vainilla, su silencio selectivo con el que le pega a su esposa o sus crías pero escapa en mero carrazo, fuego a su admiración por la autoridad y la mucha plata, a los que limpian el CAI y se arrodillan frente a los policías que los malcuidan. Fuego al espíritu del orden que encarna la vieja Sonia, adalid de la moral, mandada a recoger. All.Cops.Are.Bastards, incluido ese tombo interior. Fuego pa’ ese también: la cárcel más obsoleta es la que va por dentro.
Quedé jodida pero contenta sabiendo que mi existencia amenaza un poco a la lógica de los correctos. Que estas bichas estamos en sus edificios, en sus trabajos, que escondemos su olor mortecino a carne frita con salvia y aceites de flores. Que sabemos hacer fuego.
Demás que todo esto es inútil y solo soy una vecina intransigente y olorosa. Una vez más, indeseable. En todo caso, me fumaré mil porros y los invito a mis riñas. No falten.
Cuña: Amiga marihuanera y drogadicta, si te ha pasado algo parecido con tus vecinos, cuéntame en @helenanodepatio. Tu desgracia aligera la mía.
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